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Me siento triste, doctor

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El doctor Vint Virga ha creído durante décadas que los animales piensan y tienen emociones intensas. Hoy la ciencia confirma que es cierto.

Al Doctor Vint Virga le gusta llegar al zoológico varias horas antes de que abra y observar con detenimiento a los animales. La razón es sencilla: lo que para el visitante común es una señal de inquietud e incluso de aburrimiento, para Vint es una exhibición interminable de alegría, sociabilidad, dramatismo, ira, melancolía, territorialidad e incluso sentido del humor.

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No es fácil interpretar el comportamiento animal”, afirma Vint. ¿Sabés qué significa que un elefante agache la cabeza y doble la trompa hacia abajo? ¿O que una cebra dé resoplidos suaves? ¿O que un zorro parezca gemir como un bebé?

Vint lo sabe. Es un experto en conducta animal (etólogo) cuyo trabajo consiste en procurar bienestar psicológico a animales en cautiverio. La mayoría de los etólogos son ex adiestradores de animales, pero Vint es veterinario; trabaja en zoológicos de Europa y en los Estados Unidos, donde reside, y como la mayoría de los profesionales de la salud mental, cree que sus pacientes poseen una personalidad única y llevan una vida emocional muy intensa.

La idea de que los animales piensan y sienten incomoda a la mayoría de los científicos. A muchos de ellos no les gusta hablar del tema. Sin embargo, eso tal vez esté cambiando. Estudios recientes revelan que los animales son mucho más afines a nosotros de lo que creíamos; por ejemplo, los cangrejos comunes sienten dolor y lo recuerdan; los delfines se reconocen en los espejos, y los perros experimentan una euforia genuina en presencia de sus dueños.

Vint, de 57 años, no es investigador; sus convicciones sobre la individualidad animal preceden a esos estudios. Los zoológicos acuden a él cuando sus criaturas tienen dificultades que los veterinarios y los cuidadores no pueden resolver. Las aflicciones de los animales son muy similares a las nuestras. Vint ha tratado leopardos de las nieves con depresión profunda, osos pardos con trastorno obsesivo compulsivo y cebras con fobias. “Los científicos suelen decir que no sabemos lo que sienten los animales porque no hablan y no pueden comunicarnos sus emociones”, señala. “Pero sí nos las expresan; lo que pasa es que no los escuchamos”.

Es innegable que mucha gente reprueba que haya animales en cautiverio en la actualidad. Buena parte de la desconfianza que suscitan los zoológicos y los acuarios procede de su infausto pasado. “Los zoológicos han cambiado muchísimo en los últimos 30 años”, afirma Mark Reed, director ejecutivo del Zoológico del Condado de Sedgwick, en Wichita, Kansas. “Ahora cuentan con departamentos educativos e iniciativas de conservación, y los fosos y muros de vidrio han sustituido a las jaulas”.

Antes, el cuidado del bienestar psíquico de los animales era deplorable. “Normalmente, los zoológicos tenían solo trabajadores varones con estudios secundarios a lo sumo”, cuenta Reed. “Para administrar un sedante usaban un rifle lanzadardos; con solo verlo, al aterrorizado animal le daba pánico”. Hoy el refuerzo positivo —el uso de clickers y premios para señalar y recompensar el buen comportamiento— ha reemplazado a los rostros ceñudos y las mangueras. Este método fue adoptado primero por los adiestradores de mamíferos marinos. “Uno no puede usar la amenaza del castigo con una orca —dice Vint—, porque simplemente huiría nadando”.

En la actualidad los diseñadores de zoológicos se centran en reproducir los hábitats naturales de los animales y, añade Vint, “enriquecerlos a fin de ofrecer a las criaturas un entorno estimulante, sitios que explorar y una abundancia de posibilidades”.

Ahora bien, ¿la mejora de las condiciones justifica el cautiverio? Hablemos del caso de un paciente de Vint: Molly, un arruí, conocido también como carnero de Berbería, del Parque Zoológico Roger Williams, en Providence, Rhode Island. Vint vive cerca de allí y lleva nueve años trabajando para el parque. Visité éste cuando Vint iba a iniciar su ronda, y conocí a Molly —una hembra— en el establo donde duerme; me olfateó, y luego lanzó un estridente balido a modo de saludo, o quizá de advertencia. Tenía el pelaje rubio oscuro y los cuernos del tamaño de un plátano grande.

Molly había llevado una vida normal hasta los siete años, cuando de repente dejó de mover la cola, que los arruís usan para señalar peligros y ahuyentar insectos. La zona inferior de piel se hizo vulnerable a las infecciones, así que el personal del zoológico decidió amputarle la cola.

Poco después Molly se volvió irascible y nerviosa, empezó a recluirse en tres rincones de su establo y no hacía más que otear el aire en busca de insectos; ya no le interesaban los otros arruís, “ni siquiera su mejor amiga, Bonnie”, dice Amanda Markley, su cuidadora principal.

El plan inicial fue dirigir su atención hacia otro lugar, tentándola con heno, ramas con hojas, baldes con barro y otras cosas irresistibles para la mayoría de los arruís. Molly no hacía ningún caso. Vint intentó acostumbrarla a las moscas dándole grano cuando se calmaba, pero su ansiedad empeoraba día tras día.

Muy a su pesar, Vint le dio Prozac. En pocas semanas Molly empezó a comer más y a acercarse a Bonnie. Ya no se quedaba parada buscando insectos. Tras varios meses de trabajo, Vint y Amanda por fin consiguieron reintegrarla al rebaño.

Vint dijo que en las áridas montañas del norte de África donde viven la mayoría de los arruís, a Molly se la habría comido un leopardo o un caracal. “Mucha gente diría que es parte del orden natural que a Molly se la comiera un felino, que es preferible eso a que viva en un zoológico”, señaló, “pero yo creo que si Molly pudiera dar su opinión, diría que prefiere no ser la comida de un leopardo”.

Vint se identificó con los animales desde pequeño. Creció en las afueras de San Diego, California, en los años 60, y su pasatiempo favorito era curiosear en los establos cercanos. Al hacerse adolescente consiguió un empleo de verano en la Institución Scripps de Oceanografía, donde ayudaba a cuidar a los leones marinos. Disfrutaba estar solo en la naturaleza o con los animales. “Me entendían mejor que mi familia”, dice.

Después de titularse de veterinario, encontró trabajo en una clínica de animales en Oregon. Una noche tuvo una revelación, mientras curaba a un cobrador de pelo liso llamado Pongo que había sido atropellado por un auto. El perro tenía el pulso débil, la mirada perdida y la respiración agitada; se estaba muriendo. A las 3 de la madrugada, luego de un turno agotador en la sala de urgencias, Vint fue a ver a Pongo para saber cómo estaba. Había empeorado. Resignado, Vint se puso a redactar expedientes mientras rodeaba al perro con la otra mano. El pulso de Pongo se hizo más fuerte, y cuando amaneció empezó a frotar su nariz contra el regazo del veterinario y a lamerle la mano.

No había una explicación médica firme para la recuperación del perro. Vint se convenció de que el contacto físico y la cercanía habían obrado el súbito cambio. Durante los años siguientes observó recuperaciones similares. En 1994 decidió dejar la práctica general, y más adelante tomó un curso de posgrado sobre comportamiento animal en la Universidad Cornell, de Nueva York.

Tuvo otra revelación durante una estancia de práctica en un zoológico. Estaba trabajando con una pantera nebulosa que ocupaba un espacio de 27 metros cuadrados, donde no había más que un eucalipto muerto y un muro pintado de verde. El felino estaba trepado en el árbol y miraba sin expresión hacia delante. Vint lo observó durante horas, pero no le pareció que estuviera enfermo. “La pantera había perdido todo interés en ese mundo porque no le ofrecía nada que hacer ni que explorar”, recuerda. “Se puede decir que presentaba depresión clínica grave”.

Nada pudo hacer para ayudarla. “Eso me destrozó”, añade. “Yo era un humilde residente y nadie estaba dispuesto a escuchar mi opinión”. Vint decidió entonces hacer cuanto pudiera por los animales de los zoológicos. No pudo encontrar ningún parque que quisiera contratar un etólogo, de manera que empezó como voluntario. Luego abandonó la práctica privada y empezó a trabajar con animales en cautiverio como especialista remunerado.

Le pedí a Vint que me acompañara a visitar un zoológico grande de los Estados Unidos que estaba cambiando los habitáculos anticuados (el del oso polar era poco más que un anfiteatro de concreto con un foso) por otros más modernos. Mientras que los osos pardos chapoteaban en una poza rodeada de árboles y sitios para trepar, más allá dos panteras negras estaban echadas sobre un tronco caído, en un espacio más pequeño que un departamento; estaban flacas y languidecientes. Vint las observó por un rato. “Esto es lo peor que he visto en mucho tiempo”, dijo al borde del llanto, y se dio vuelta para no ver más.

Varios empleados del Zoológico Roger Williams me dijeron que les incomodaba hablar de lo que sentían los animales, más aún delante de sus supervisores, aunque estaban convencidos de que los animales piensan y tienen emociones.

Las personas más sensatas se inclinan a creer que los animales son criaturas sensibles a pesar de la falta de pruebas concluyentes”, me dijo Jaak Panksepp, profesor de la Universidad Estatal de Washington, quien ha estudiado las respuestas emocionales de las ratas. “Pero los científicos suelen ser escépticos, y en este campo más vale serlo si quieres que te financien una investigación”. Irene Pepperberg, psicóloga de la Universidad Harvard famosa por su trabajo con loros grises africanos, recuerda los comentarios de sus colegas cuando solicitó una beca para estudiar la comprensión verbal de los loros. “Uno de ellos escribió una nota que decía ‘¿Qué es lo que fuma esta mujer?’”, refiere.

Vint me confió que al principio le costaba expresar sus convicciones. “Pero llegamos a un punto en nuestra trayectoria profesional en que decimos lo que pensamos. Ahora, mi trabajo está allí para probarlo”, señala, y añade que no podría ser eficiente en sus tareas si no comprendiera a los animales como seres que tienen complejas vivencias psicológicas.

Es aleccionador imaginar a la gente en un zoológico desde la perspectiva de los animales. Durante una visita que Vint y yo hicimos al Zoológico del Central Park de Nueva York, un niño que estaba de pie frente al acuario gritó “¡Leones marinos!” unas 37 veces. A menudo hay riñas y lloriqueos entre los niños de los jardines de infantes que visitan los zoológicos, y enjambres de chicos de primaria que gritan y se empujan unos a otros. Vint y yo vimos a un hombre tirarse prácticamente encima de un panda rojo y casi clavarle la lente de su videocámara como si fuera una bayoneta.

Pude ver los efectos de ese acoso cuando visité a Sukari, una jirafa del Kilimanjaro de 21 años, en el Parque Roger Williams. Sukari había desarrollado aversión a los hombres con cámaras grandes; luego empezó a rechazar la comida. En unos cuantos meses bajó de 840 a 725 kilos, y se negaba a dejarse ver por el público.

Vint pensó que la jirafa estaba enferma. Los veterinarios del zoológico le examinaron la boca en busca de abscesos o lesiones, pero no hallaron nada. Le dieron antiácidos y analgésicos, pero tampoco tenía cólicos. “No es fácil saber por qué los animales se comportan de ciertas formas”, dijo Vint, “y averiguar la causa puede llevar mucho tiempo. Lo importante es tratar los síntomas”.

Vint pasó varias tardes con Sukari, ofreciéndole distintos tipos de heno. Luego la acercó poco a poco a los visitantes, y le daba ramas con hojas, su comida favorita, por no apartarse. A menudo se acercaba a ella y tan solo esperaba, recordando la lección de Pongo: que a veces el contacto físico es el mejor remedio. Poco a poco Sukari subió de peso. Vint sabía que era probable que eso no la curara, pero el miedo de la jirafa a las cámaras se fue disipando.

Para alimentar a Sukari tuve que subir por una escalera hasta una plataforma situada a la altura de su cabeza. Siguiendo las instrucciones de uno de los cuidadores, le ofrecí una rama con hojas, y la jirafa la dejó limpia de un lametazo. Luego dejó de masticar y me miró con expresión distraída; sin duda estaba pensando algo, o al menos eso me pareció.

Antes de terminar la visita, fui a visitar a Molly, el arruí. Estaba parada sobre una roca, en postura vigilante con los cuernos hacia atrás. En ese momento solo había cinco o seis visitantes, todos ellos adolescentes con síndrome de Down. Observaban al carnero con notable seriedad.

¿Qué estará pensando? —dijo una muchacha vestida de azul.

Todos permanecieron de pie mirando —ellos al arruí y éste a ellos—, hasta que Molly bajó de un salto de la roca y se alejó corriendo.

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