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La vida de un chef

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Al principio, lo único que lo impulsaba era la ambición. Luego, Al madurar como hombre, se dio cuenta de lo que importa en realidad.

Mi corazón latía con tanta fuerza que apenas oía yo lo que decía la legendaria chef Lidia Bastianich. estaba anunciando los premios de la Fundación James Beard de 2003, en la ciudad de Nueva York, calificados por la revista Time como “los Oscar del mundo gastronómico”.

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Estaba acostumbrado a competir, pero aquello era diferente. Junto con otras cuatro personas, me habían nominado para recibir el galardón al Mejor Chef de Nueva York. Tal vez mi nerviosismo se debía a que la nominación me tomó por sorpresa. Como estaba preocupado por los problemas del restaurante donde trabajaba, el Aquavit, no me había detenido a pensar en el evento. Tuve que alquilar un esmoquin esa tarde y correr para llegar a tiempo. Ahora me encontraba en una sala con mis ídolos, y de repente me di cuenta de que me consideraban uno de ellos.
Sin embargo, no dejaba de pensar en dos personas ausentes: mi abuela, Helga, quien me mostró por primera vez las posibilidades de la cocina, y mi padre, Lennart. Ella había fallecido 10 años antes, y él, hacía 7, pero las lecciones que me enseñaron perduraban en cada plato que yo creaba y en todas mis decisiones.
Unas horas antes había hablado con mi madre. Me telefoneó desde Gotemburgo, Suecia, después de que mi hermana Anna le dijo que yo estaba nominado para recibir “una especie de premio”, como lo definió.
—¿Y qué ropa te vas a poner, hijo? —me preguntó.
—No te preocupes —le respondí—.
A nadie le importa. Allí no se va a hablar más que de comida.
—Entonces, siéntete cómodo.
En el evento, estaba muy lejos de sentirme cómodo. Lidia abrió el sobre y anunció al ganador:
—Marcus Samuelsson. Aquavit.
La medalla era de bronce macizo y colgaba de un listón amarillo. Cuando Lidia me la puso en el cuello, pensé: Pesa mucho. ¿Y por qué no habría de pesar? Llevaba el nombre del padre de la gastronomía estadounidense, el introductor de la alta cocina francesa en el país en los años 50. Mientras agradecía los aplausos, sentí un fuerte vínculo con mi pasado, con las raíces de los sabores que he creado en mi cocina. Nací en Etiopía, me crié en Suecia, me capacité en Europa y hoy, al igual que James Beard, soy estadounidense. 

Pequeño ayudante

Nunca he visto una foto de mi madre biológica. En 1972, cuando ella murió, una mujer etíope podía pasar la vida entera sin que le sacaran una foto. Tenía yo dos años cuando en Etiopía se desató una epidemia de tuberculosis. Mi madre y yo enfermamos. Tosíamos sangre, así que, a pesar del cansancio y la fiebre, me puso sobre su espalda y, junto con mi hermana mayor, Fantaye, caminó más de 120 kilómetros hasta un hospital de Addis Abeba.

Había miles de personas enfermas o moribundas en las calles, en espera de atención médica. No sé cómo mi madre nos metió en el hospital. Sé que ella murió allí, y que Fantaye y yo sobrevivimos de milagro.
Por esos días Lennart y Anne Marie Samuelsson, de Gotemburgo, adoptaron una niña llamada Anna, hija de una mujer sueca y un hombre jamaiquino. Los esposos luego decidieron adoptar un varón. Llenaron los formularios de rigor y esperaron a que apareciera un niño huérfano en busca de un hogar. Llevaba varios meses convaleciendo en el hospital cuando los Samuelsson recibieron aviso por teléfono de que podrían adoptarme. Pero les hicieron saber que yo ya tenía una hermana de cuatro años. La trabajadora social no quería separarnos. Les dijo que teníamos bastante con haber perdido a nuestra madre, y sugirió que nos adoptaran a los dos. Ellos accedieron y pronto nos cambiaron los nombres.
A Fantaye la llamaron Linda; yo me llamaba Kassahun y me pusieron Marcus. En el camino del aeropuerto a nuestro nuevo hogar, Anne Marie me sentó en su regazo done me quedé dormido.
Para mi madre biológica, poner comida sobre la mesa era una tarea más en un día ajetreado; para los padres de Anne Marie, en cambio, era algo muy diferente. Se llamaban Edvin y Helga Jonsson, mi hermana y yo sentimos un gran amor y apego por ellos desde el principio. Al entrar a su casa, uno recibía de lleno el aroma del pan recién horneado. Helga picaba verduras para la cena, preparaba una olla de caldo de pollo o molía carne de cerdo para hacer salchichas. Si tuviera que señalar mi recuerdo más remoto sobre la comida, no sería un sabor, sino el olor de la casa de mi abuela.
En la juventud ella había trabajado  como empleada doméstica de familias suecas de clase alta y había aprendido a hacer comidas dignas de un restaurante. En su casa elaboraba de todo: mermeladas, encurtidos, panes… Compraba pollos enteros y animales de caza en la carnicería y los cortaba en trozos para asarlos a la parrilla.
De niño, me encantaban los sábados. Esos días jugaba fútbol; Anna  y Linda montaban a caballo y patinaban sobre hielo, y en la noche cenábamos en casa de la abuela. Yo iba allí al caer la tarde en mi bicicleta, Helga me recibía diciendo: “Ven, tengo un trabajo para ti”. Entonces me ponía a cortar ruibarbo en tiras o a pelar garbanzos. Su mejor plato era el pollo asado. Tras limpiar la carne, mi abuela la salaba un poco y la ponía en el sótano, que era frío y seco. Un chef deja el pollo junto al aire acondicionado para que la piel se seque y sea más fácil asar la carne. Es el mismo principio básico. A la hora de cocinar, Helga me enseñaba a sazonar la piel con especias.
Mientras yo ponía una cama de zanahorias en la cacerola, ella rellenaba el pollo con ingredientes de su jardín; luego lo cosía y lo metía en el horno. Los sobrantes —el exceso de piel, el pescuezo y las menudencias— iban a dar a la olla de la sopa. Cuando servía la cena, la abuela siempre me daba crédito diciendo “mi pequeño ayudante”; yo me emocionaba al ver la comida humeando sobre la bandeja de plata. El pollo asado que hago ahora es un homenaje al suyo. Utilizo algunos ingredientes distintos, pero el sabor y la técnica de preparación son los de Helga.

Heridas que duelen

No fue hasta que entramos a la escuela cuando mi hermana Linda y yo nos enfrentamos a la discriminación racial. Un día, en el patio, el buscapleitos de la clase me lanzó una pelota de básquetbol y gritó:

—Anda, Marcus, enséñanos a jugar “negrobol”.
En Suecia hay una galleta llamada negerboll, hecha de cacao en polvo, pero ese chico no se estaba refiriendo a ella. Mats, mi mejor amigo, recogió el balón y se plantó adelante de mí.
—Déjalo en paz —le dijo al agresor con una mirada fulminante. Los deportes nos igualaban a todos. Mats y yo nos volvimos locos por la patineta y después por el fútbol. A los 11 años de edad empezamos a jugar para el Club Atlético y Deportivo de Gotemburgo, el equipo de fútbol de mejor nivel de la ciudad.
A lo largo de los cuatro años siguientes practicamos todos los días. Yo hice amigos de Yugoslavia, Turquía y Letonia, chicos que tenían la piel y el cabello más oscuros que los suecos. Nos llamábamos blatte, un término usado históricamente para referirse de manera despectiva a los inmigrantes, pero que nosotros utilizábamos con orgullo. Blatte significa “moreno” y “forastero”; por eso nos gustaba tanto. Todo lo referente al equipo me encantaba, incluso nuestro uniforme verde con negro. Durante la segunda temporada aparecieron reclutadores a los lados de la cancha. Buscaban jugadores talentosos. Cuando un chico finlandés logró que lo eligieran para jugar en un equipo profesional, los demás soñamos con ser reclutados también.
A los 16 años pasaba la mayor parte del tiempo pensando en el fútbol y practicando jugadas. Al comienzo de la quinta temporada, Mats y yo fuimos a ver la lista de jugadores que integrarían el equipo, pero no encontré mi nombre en ella. El entrenador me llamó a su oficina para hablar conmigo.
—Marcus, eres un gran futbolista, pero tu estatura es muy baja —me dijo—. Debes seguir jugando, pero no con nosotros. Lo siento.
Yo era cumplido y disciplinado, había trabajado con mucho empeño, pero estaba fuera del equipo. Aunque seguí jugando fútbol en una liga menor, en mi corazón renuncié a ese deporte, y cuando lo hice la comida ocupó su lugar. Tal vez una de las razones por las cuales trabajo tanto ahora es por haber vivido aquella exclusión. Sé lo que se siente ver mi nombre en una lista, y el dolor que produce revisarla otro día y que uno ya no figure en ella.

Los trucos del oficio

Decidí ingresar a una escuela vocacional, el único lugar con un plan de estudios que podría entusiasmarme. Estudiaba sueco e inglés, jugaba fútbol en la clase de educación física y pasaba el resto del día cocinando. Para entonces, ya sabía filetear pescado. A la mitad del primer semestre mi grupo empezó a trabajar en el restaurante de la escuela. Allí conocimos la jerarquía de la cocina: cada vez que alguien de mayor rango que tú te ordena algo, debes obedecer y cumplir la tarea rápidamente.

Después de graduarme, en 1989, me convertí en ayudante de cocina del Belle Avenue, un importante restaurante de Suecia. Mis tareas eran limpiar las alacenas, barrer, fregar, congelar el pescado y acomodar en los carritos los platos preparados. Además, probaba la comida, guardaba los menús y ayudaba a los meseros. Poco a poco aprendí los trucos del oficio y me hice más eficiente. Trabajar bien en un restaurante se  recompensa de varias formas. Uno recibe un aumento de sueldo, asciende en la jerarquía y, lo mejor de todo, lo envían a tomar un curso práctico en otro restaurante, donde uno aprende técnicas nuevas y perfecciona sus habilidades. Luego de un año de trabajo en el Belle Avenue me trasladé a Interlaken, Suiza, para realizar una práctica de seis meses en el Hotel Victoria-Jungfrau.
Allí conocí al famoso chef Erwin Léo Stocker, quien me asignó al huerto. En vez de cocinar, mi trabajo era recoger verduras. No era el sitio donde quería estar, pero eso no me impedía disfrutar la tarea. Recogía papas, zanahorias, ruibarbo y legumbres, y creo que lo hacía muy bien porque al cabo de una semana me nombraron preparador de entradas: sopas, platos de verduras y huevos.
Trabajaba duro, pero en las noches salía a divertirme. Sin importar lo tarde que volviera al hotel, en la mañana me presentaba a trabajar puntualmente, incluso una hora antes. Mi recompensa fue ser cambiado a un mejor puesto varias veces; pronto me estaba ocupando de preparar las carnes. Finalmente me convertí en supervisor de aperitivos. El subjefe de cocina era un británico irascible y exigente llamado Paul Giggs.
Mi nuevo trabajo en la cocina en parte era refinado y en parte sucio. La primera vez que me ofrecí para depostar un cordero, Giggs se rió de mí, pero como no había ningún otro voluntario, en la siguiente recepción de carne me pidió ocuparme de ella. Aunque los demás quizá pensaban que era yo un tonto, así aprendí a cortar carne y huesos con sierra y a remover riñones y mollejas.
Una noche, al terminar de hacer la limpieza, me presenté ante Giggs para que firmara mi salida.
—¿Ya acabaste? —me preguntó.
—Sí, señor Giggs.
—¿Estás seguro? —insistió, mientras abría la cámara frigorífica para hacer una inspección.
Tras revisar una bandeja de plástico llena de áspic que yo había envuelto cuidadosamente, me dijo:
—¿Estás dormido, Samuelsson? ¿Tedesvelaste anoche?
Yo le había puesto una etiqueta con fecha de caducidad a la bandeja, como hacíamos con todos los alimentos perecederos, pero era la fecha equivocada. Entonces Giggs me soltó un regaño de 10 minutos, acusándome de querer envenenar a los clientes. Me pasé la hora siguiente envolviendo otra vez y reetiquetando cada recipiente. Al final, tras otra inspección minuciosa y el rostro ceñudo del subjefe, pude irme a mi habitación.
Soportar la humillación no era nada fácil, pero aprendí a cometer menos errores. A decir verdad, Giggs era mi jefe favorito porque protegía a sus subordinados. Él nos había elegido, y si trabajábamos bien, se aseguraba de que nos dieran un ascenso. A mí me reprendían solo una vez a la semana, lo cual era un lujo porque algunos de mis compañeros recibían un regaño cada hora. Una tarde, poco antes de terminar el turno del almuerzo, el señor Stocker me mandó llamar a su oficina. Y ahora, ¿qué hice mal?, me pregunté. Fui a ver al chef temiendo lo peor.
Me armé de valor y di dos golpecitos a la puerta de la oficina.
—¿Señor Stocker? —llamé.
—Sí, Samuelsson, entre —respondió—. ¿Cómo está?
Me quedé mudo. El chef jamás me había preguntado eso. Estaba sentado tras su escritoriocon el gorro y la filipina de cocinero puestos.
—Señor Samuelsson, es usted un buen chef —me dijo—. Trabaja muy bien. Cuando terminen las vacaciones de invierno, al hotel le gustaría contratarlo como subjefe de partida. Vaya a Recursos Humanos para que le expliquen los detalles. Entonces tomó su pluma y siguió revisando papeles y anotando.
Yo estaba atónito. Deben de haber pasado 20 segundos antes de que el chef se percatara de mi presencia.
—Eso es todo —me dijo—. ¿Por qué sigue aquí? ¡Váyase ya!
Salí de la oficina sin saber qué hacer, así que fui a ver a Giggs.
—Y bien, ¿qué te dijo Stocker? —fue lo primero que me preguntó.
—Creo que quiere que sea subjefe de partida.
—Es cierto. Yo le pedí que te diera ese puesto. ¿O acaso piensas que los ascensos se regalan?

Una piedra en el camino

Faltaban tres meses para que comenzara mi contrato en el hotel. Si no me dedicaba de lleno a cocinar, mis compañeros me llevarían ventaja, así que conseguí empleo en un hotel en Bad Gastein, Austria. Trabajaba seis días de la semana, de 8 de la mañana a 4 de la tarde; luego, a las 5:30, regresaba a la cocina y me quedaba allí hasta la medianoche. Cuando terminaba la jornada, me iba tambaleando a mi habitación y anotaba el menú de ese día en un cuaderno. Si había aprendido una técnica o alguna receta nueva, la escribía.

Era un joven impetuoso de 20 años, no un monje, y, por supuesto, a veces iba con mis amigos a algún bar. Una noche conocí a una camarera del hotel llamada Brigitta. Sintió curiosidad al saber que yo era sueco, me propuso entonces ir a su apartamento a escuchar un poco de música. Pasé la noche con ella, y también el día siguiente. No volvimos a vernos. Yo permanecí en Austria aprendiendo a apreciar el trabajo duro y el poder de la cocina regional.
Un día encontré una nota de Brigitta junto a mi puerta que me pedía que nos reuniéramos en un café. Llegué temprano y ocupé una mesa. No vi entrar a Brigitta, así que me sobresalté cuando puso la mano sobre mi hombro. No sonreía.
—Estoy embarazada —me dijo.
Me quedé helado. Por unos instantes pensé en “hacer lo correcto”: casarme con esa mujer a la que apenas conocía y pasar el resto de mi vida en Austria. Sin embargo, sabía que no podía hacerlo, de todas maneras ella no estaba pidiéndome nada. Tenía una familia numerosa, ellos seguramente la ayudarían a criar al niño.
—Pensé que debía decírtelo —fue lo único que añadió.
Fui a casa de visita antes de regresar a Suiza. No les conté nada a mis padres sobre el embarazo de Brigitta; tampoco se lo dije a nadie en el Hotel Victoria, donde mi trabajo era otro, pero todo lo demás seguía como lo había dejado. Me refugié de nuevo en la cocina.
Luego recibí una carta de Brigitta, junto con una serie de documentos de paternidad. No me había pedido ayuda, pero tampoco quería fingir que no sabía quién era el padre de su bebé. Le envié los papeles firmados y en noviembre recibí la noticia: era una niña; ella había nacido cinco días después de que yo cumpliera 21 años. Cuando volví a casa de mis padres decidí confesarles todo.
—Conozco a un tipo que no puede mantener a su bebé porque tiene problemas económicos —dije.
—Ese tipo eres tú, Marcus —replicó mi madre en tono seco—, y vas a mantener a esa criatura.
—No tengo dinero…
—Está bien —me detuvo—, nosotros pagaremos hasta que puedas hacerlo tú solo. Luego nos devolverás el dinero y seguirás por tu cuenta.
Hasta ese día, ganar dinero había sido el último punto en mi lista de aspiraciones profesionales.
—Puedes regresar aquí y dedicarte a cocinar —añadió mamá—. Pero esa responsabilidad es tuya, y aunque vamos a apoyarte, tendrás que hacerte cargo de esa niña, siempre.

Sueños de éxito

De vuelta en Suiza fui ascendido a jefe de partida. Supervisaba a 10 empleados, pero quería ir más lejos, por lo que envié solicitudes de trabajo a restaurantes de todo el mundo. Conseguí un puesto en la ciudad de Nueva York gracias a un amigo del Belle Avenue, que ahora vivía allí y era subjefe de cocina en el Aquavit, un restaurante de comida sueca. Él convenció al chef para que me diera la oportunidad de  hacer prácticas durante nueve meses. Pronto volé a la Gran Manzana y me alojé en casa de mi amigo.

Cuando estaba en el resturante me concentraba solo en trabajar, pero una vez que salía me dedicaba a explorar Manhattan. Me compré unos patines para hacer los recorridos; iba al Barrio Chino, me detenía en las tiendas de comestibles de la India y terminaba mis paseos en Harlem.
Mientras tanto, enviaba cartas a restaurantes de tres estrellas en Francia, y en 1993, cuando mi contrato en Aquavit estaba por terminar, uno de ellos, el Georges Blanc del poblado de Vonnas, me ofreció empleo. Más tarde tuve un afortunado reencuentro con mi ex jefe, Paul Giggs, quien me contrató para cocinar en un crucero. A partir de entonces empecé a pasar los meses entre Nueva York y Francia, y a ganar dinero suficiente para pagar la manutención de mi hija, Zoe.
Toda persona que quiera aprender alta cocina debe ir a Francia. Pero mi corazón estaba en Nueva York, así que después de mi estancia en el Georges Blanc, volví al Aquavit. Le prometí al dueño, Hakan Swahn, que ayudaría a hacer de su restaurante uno de los mejores de la ciudad.
Hakan había contratado al chef Jan Sendel, un talentoso joven sueco, para que infundiera energía y frescura al menú del Aquavit. A mí me contrató para unirme al personal de cocina. Me gustaba el estilo culinario de Jan, y hablábamos mucho acerca de la comida. Un día me invitó un trago después de trabajar. Acepté ir un par de veces, pero no me agradaban las escapadas a clubes nocturnos y bares. Un lunes por la mañana, antes de entrar al restaurante a trabajar, agité la mano en alto para saludar a Joey, el portero del hotel que había al otro lado de la calle. Él señaló:
—Oye, Marcus, parece que hubo un accidente en el Aquavit…
No le presté mucha atención. Abrí la puerta principal mientras dos cocineros salían.
—Jan murió —dijo uno de ellos—. El restaurante está cerrado.
No podía creer que fuera cierto. Al entrar al comedor vi al gerente del Aquavit sentado en un banco, sollozando. Entonces supe que Jan había muerto. El consumo de drogas le había provocado un infarto.
Hakan pasó varios meses buscando otra persona para el puesto de chef; mientras tanto, el ex ayudante de Jan se hizo cargo de esa tarea. Cuando decidió irse a otro restaurante, el dueño me ofreció el empleo de chef. Acepté con gusto y yo mismo contraté al subjefe de cocina, un sueco llamado Nils Noren, quien ya había trabajado en el Aquavit. Tenía la convicción de que formaríamos un buen equipo, y no me equivoqué. Durante 10 años nos dedicamos a satisfacer a los clientes habituales del restaurante con comida tradicional sueca, y constantemente reinventábamos los sabores de nuestro menú experimentando con ingredientes de otras cocinas del mundo.
Un día de septiembre nos enteramos de que el New York Times iba a hacer una reseña sobre el Aquavit. Cuando la publicaron y supimos que nos habían calificado con tres estrellas, todos en el restaurante dimos saltos de alegría. Hubo brindis, felicitaciones y abrazos efusivos. Había soñado mucho tiempo con el éxito. Decidí dejar otros restaurantes —el Belle Avenue, el Victoria- Jungfrau y el Georges Blanc— porque sabía que podía mejorar. Ahora, finalmente, me estaban dando reconocimiento como chef. El Aquavit recibió llamadas telefónicas de cocineros suecos que querían venir a trabajar para nosotros. Bien, es así como se supone que debe ser, pense.

Haciendo bien las cosas

A mi hermana Linda, a la que le interesaron siempre nuestras raíces etíopes, descubrió que nuestro padre no había muerto, como creíamos. Estaba vivo, tenía 80 años y residía en un pueblo ubicado al sur de Addis Abeba. Decidí hacer un viaje a Etiopía con mi novia, Maya, una inmigrante etíope a quien conocí en la fiesta con que celebré mi mudanza a Harlem.

Llegados a Addis Abeba alquilamos un auto para ir a casa de mi padre, quien era campesino y sacerdote. Cuando nos conocimos, se echó a llorar y luego rezó. Le hice muchas preguntas. ¿Por qué nos abandonó cuando éramos pequeños? Contestó que, poco después de la muerte de nuestra madre, había ido por mi hermana y por mí, pero le dijeron que ya nos habían adoptado, que estaríamos mejor en Suecia con una buena familia.
Conocer a mi padre, y saber que nos amaba a Linda y a mí a pesar de no habernos visto durante décadas, me infundió valor para conocer a mi hija. Comprendí que lo único que tenía que hacer por Zoe era lo mismo que mi padre acababa de hacer por mí: dejar salir al ser humano imperfecto, que no da excusas ni hace promesas.
La triste realidad era esta: en los primeros 14 años de vida de Zoe jamás le envié una tarjeta o un regalo, ni tuve una conversación con ella. Mi ausencia era un tren al cual me subí cuando Brigitta me dijo que estaba embarazada y que yo tenía la libertad de irme. Así que me fui, en un tren impulsado por mi ambición. Casi desde el momento en que Zoe nació, mi madre empezó a escribirle, y en cuanto la niña tuvo edad para contestar las cartas, comenzó a hacerlo. Cuando tenía siete años pasó dos semanas en Suecia. Mi madre también se hizo cargo de su futuro económico. Yo abrí una cuenta bancaria para Zoe, pero era mi madre quien le enviaba el cheque a Brigitta cada mes.
Mamá nunca me pedía permiso, simplemente me informaba sobre sus planes solo cuando los tenía listos. Siempre agradeceré el apoyo moral que me dio. Ella amaba a Zoe, y forjó una relación con ella lo bastante cordial y cercana para permitirme aparecer algún día en la vida de mi hija.
Ese día llegó en junio de 2005. Mi madre y yo volamos a Graz, Austria, donde el hermano de Brigitta nos recogió en el aeropuerto. Cuando miré a Zoe percibí cariño en sus ojos. Me dijo que se alegraba de que estuviera con ella, y que había pasado mucho tiempo deseando que la abrazara. Así que hice a un lado la vergüenza y abracé a mi hija por primera vez.
Brigitta estaba casada y, además de Zoe, tenía dos hijos. La primera noche cociné para su familia. Le pedí a Zoe que caminara conmigo por el vecindario y me mostrara las tiendas. Más tarde, mientras pelábamos papas y salteábamos cebolla, di los primeros pasos para convertirme en un padre al que Zoe pudiera conocer bien y, ojalá, amar algún día.

Aguantar el vendaval

En 2008, después de tres años de noviazgo, le pedí a Maya que se casara conmigo, ella aceptó. En el verano volamos a Smögen, Suecia, para celebrar una fiesta informal; algunos amigos viajaron en auto desde Go-temburgo, Zoe voló desde Austria. Feliz de la vida, dejé casi toda la organización en manos de mi madre y de mi hermana Anna. Aparte de curar un salmón enorme, no hice otra cosa que sentarme a ver el espectáculo.
Después de Navidad celebramos la boda por la iglesia en Addis Abeba. Un hermano de Maya que es sacerdote ofició la misa. Ofrecimos una fiesta en el Hotel Hilton y luego otra en el pueblo de Maya; nos reunimos con cientos de personas para realizar un sacrificio ritual y la ceremonia del café en decenas de casas. Durante nuestra estancia en Etiopía llevé a mi madre, Anne Marie, a conocer a mi padre biológico. Ella se sentó en una silla de madera y papá le leyó un pasaje bíblico en la lengua ge’ez antigua. Una de mis hermanas etíopes —tengo ocho medios hermanos— tradujo las palabras. Yo aproveché la ocasión para convencer a mi padre de que permitiera a su hija ir a la escuela. Él asintió con la cabeza. La felicidad en el rostro de mi media hermana fue el mejor regalo de bodas que pude haber recibido.
Ese mismo año disolví mi sociedad con Hakan Swahn y me marché del Aquavit. En diciembre de 2010 abrí un restaurante propio en Harlem, al que llamé Red Rooster. Era el establecimiento de mis sueños, un lugar donde podría preservar la historia de la cocina afro-estadounidense y, al mismo tiempo, presentarla desde mi singular óptica sueco-etíope. En el verano siguiente Zoe y su tío viajaron a Nueva York para visitarme. Llevé a mi hija al Central Park, al Barrio Chino y al Museo de Arte Moderno. Ella ya es adolescente, así que me pidió que la llevara de compras; luego fuimos a mi restaurante. Un día explotó y me echó en cara tantos años de ausencia.
—Papá, ¿es cierto que no me querías? —me preguntó.
—No —le dije—, eso está muy lejos de ser verdad. Era joven y estaba asustado. Lamento mucho haber actuado como lo hice.
—¿Por qué nunca telefoneaste?
—Quería hacerlo, créeme, pero era tan difícil decidirme a llamar.
—Olvídalo —replicó con sorna.
Es increíble lo universal que puede ser la expresión “Olvídalo”. Por cierto en su voz había una enorme carga de rencor, sé que es porque le debo tanto. Ahora, cuando pasamos tiempo juntos, de una manera u otra le ofrezco disculpas, y ella, de una forma u otra me manda al diablo. Una parte de mí espera que eso sea una buena terapia para Zoe, que me diga cómo se siente y el remordimiento me agobie. En mi mente le suplico: Anda, hija, no te reprimas. Pregúntame lo que quieras, dime lo que se te antoje.
Y mientras ella sigue conociéndome, por fin sé lo que soy: un padre y un chef, y lo único que puedo hacer es aguantar el vendaval.

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