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Pasión por el fútbol

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Silvio Velo tuvo que superar enormes dificultades para llevar su disciplina al primer lugar del podio mundial.

EL ARRIESGADO PARTIDO se juega en la terraza de una parroquia en San Pedro, 160 kilómetros al norte de la ciudad de Buenos Aires. Los chicos de alrededor de diez años están abstraídos del peligro que significa jugar en ese lugar, donde apenas una pequeña pared los separa del vacío. Dentro del equipo, Silvio Velo de 9 años, tiene un rendimiento muy desparejo. Cuando la pelota está en su poder muestra una capacidad excepcional para dominarla y gambetear a sus amigos, pero luego se mueve con algún titubeo mientras los compañeros gritan: “¡Acá! ¡Pasala!”. Sin embargo Silvio es el ídolo de la cancha.   

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La gran diferencia es que él es allí el único jugador totalmente ciego y aunque no puede ver los peligrosos bordes del improvisado campo de juego, tiene un claro esquema mental de esa terraza, suficiente como para no acercarse a la cornisa y ponerse en riesgo.

Silvio se fue acostumbrando a jugar al fútbol de igual a igual con sus amigos videntes, cuando a los 10 años tuvo el descubrimiento más maravilloso de su vida.

“En San Pedro no había ninguna escuela para ciegos. Por eso, mis padres me enviaron a estudiar recién a los diez años, al Instituto Román Rosell, de San Isidro”, recuerda. Fue allí donde se produjo el descubrimiento.

“Un día el profesor de Deportes dijo que nos iba a enseñar a jugar al fútbol, y para eso sacudió delante de nosotros una pelota con cascabeles en su interior. Luego la arrojó, y la oímos sonar mientras rodaba por la cancha”. Ese sonido tuvo para Silvio el valor de una revelación.

Como una cancha a oscuras que se ilumina de pronto para un vidente, el sonido de la pelota contra las paredes y las personas armó en la mente de Silvio un esquema clarísimo del campo de juego y de la posición de los otros jugadores.

Silvió Velo creció y multiplicó sus habilidades en la cancha luego de conocer a la pelota con sonido. Hoy, a los 35 años, es considerado por la Federación Internacional del Fútbol Asociado (FIFA) como “el mejor jugador no vidente del mundo”, luego de que el seleccionado nacional, un equipo que él mismo bautizó como “Los Murciélagos”, se consagró campeón mundial 2006 frente al seleccionado brasileño.
 
PARA QUIEN NUNCA HA VISTO un partido de fútbol para ciegos, la escena en el Centro Nacional de Alto Rendimiento CENARD, de Buenos Aires, resulta muy particular desde el comienzo.

Cada equipo de cinco jugadores ingresa al campo formando un trencito con las manos izquierdas estiradas y apoyadas sobre el hombro de quien va adelante. Aunque son ciegos, llevan un antifaz negro para igualar las condiciones entre quienes conservan algo de su visión. El arquero, que es el único vidente del equipo, actúa como guía. Esa es la imagen más conmovedora del fútbol para ciegos, la que se repite cada vez que uno de los equipos entra a la cancha.

Cuando comienza el partido, en vez de estallar en gritos y aplausos, las tribunas se sumen en el más completo silencio. Lo único que se escucha son los cascabeles de la pelota. Con una precisión mágica, los jugadores buscan su posición en la cancha, uno va hacia la derecha, otro a la izquierda, el último se queda atrás defendiendo. Se guían por la pelota, por las paredes metálicas de un metro de alto que rodean al campo, y por un ayudante de equipo que grita las orientaciones desde atrás del arco. “Andá para el centro”, dice, y quien lleva la pelota corre hacia el medio del campo. Cuando le avisan “¡Pateá!” lanza el zurdazo que coloca la pelota en la red.

“El guía es fundamental —dice Velo—. Gracias a sus indicaciones sabemos que vienen a marcarnos o en que posición está el arquero rival. Pero nosotros conocemos bien en qué lugar de la cancha estamos y dónde está el arco”.

Cuando comienza el partido, la tribuna se sume en el más completo silencio…

Silvio, con el número 10 en la espalda, fascina al estadio. Es lo que algunos llamarían “enganche”, o armador, y también el goleador del equipo. Casi no hay jugada que no tenga su participación. Se lanza a la carrera hacia objetivos que no ve pero que sabe perfectamente dónde están, inventa gambetas, y coloca pases precisos a un compañero que le pide el balón.

“Los Murciélagos tenemos el mismo estilo de fútbol que el seleccionado argentino de jugadores videntes, es decir mucha garra. Nunca los vimos pero jugamos con el mismo corazón, entrega y solidaridad que ellos. El fútbol expresa las características de cada pueblo —reflexiona—; los brasileños, por ejemplo, son toda alegría, todo diversión; son más individualistas”.

EN SU VIDA FAMILIAR, Silvio tiene diez hermanos y una ceguera de nacimiento sobre cuyo origen sabe bastante poco, al punto de explicarla con pocas palabras: “Nací ciego. Al parecer tuve cataratas congénitas, pero nunca me preocupé demasiado por averiguar qué tenía. ¿Para qué?”, reflexiona.

El resto de su vida es también casi normal. Junto a su esposa Claudia, tuvieron cinco hijos: Nadia, de 11 años , Florencia, 9 años, Julia, 7 años, Lautaro, 5 años e Isaías, 2 años. “No tengo el ‘súper oído’, pero cuando voy a la plaza y mi hijo se me escapa, lo reconozco por la voz, como hace cualquier persona”, intenta minimizar.

Todas las mañanas, una camioneta lo lleva a su lugar de trabajo como empleado administrativo del Instituto Rosell y, por la tarde, se traslada al CENARD para los entrenamientos.

Además de esos entrenamientos, hace dos años que Silvio juega en River, el primer club argentino de fútbol profesional que ha incorporado el fútbol-sala de ciegos a las actividades de sus socios.

Al igual que los jugadores convencionales, los futbolistas ciegos recurren al estudio de sus rivales. “También nos preocupamos por saber quién es quién en el equipo contrario. El entrenador ve los videos, los analiza y nos da la charla de acuerdo con las características del rival. Luego en la cancha los reconocemos por varias cosas, pero sobre todo por las voces”, dice.  

Pero su vida como ciego transcurre con cierta normalidad en un mundo hecho para los videntes. “Lo que más nos molesta es el descuido de la gente que tira cosas en las veredas. No podés caminar. Dejan bolsas, cajones, mesas, sillas… Complican la vida de los ciegos y también la de las madres que andan con sus carritos de bebés. Cerca del CENARD todo el mundo estaciona en los cruces de las esquinas o montan los autos sobre las veredas”, se queja.

Fuera de estas cuestiones Velo toma la cuestión de su ceguera directamente con humor. El chiste que más usa y al que recurrió al inicio de la entrevista, sorprende al periodista. Llegó de pronto, nos llevó por delante y dijo: “¡Uy, disculpá, pero no te vi!” Inmediatamente agrega: “No te preocupes, es la broma que siempre hago para romper un poco el hielo”.

Luego reflexiona: “Yo sé bien lo que le pasa a una persona cuando se pone a hablar con un ciego. Por eso estoy abierto, para hacer menos complicada la relación; los ciegos tenemos que facilitar el intercambio con quien no es ciego, y con las bromas buscamos acortar esa distancia”, dice.

La última reflexión de Silvio se refiere al futuro de una disciplina que él ayudó a colocar en el primer lugar del podio mundial. “Ojalá que estas cosas que nos pasan a Los Murciélagos sirvan para que en unos años los chicos ciegos que juegan al fútbol puedan disfrutar de una profesión. ¡Sería hermoso que haya chicos ciegos que vivan del fútbol!”.

COMO EN UNA PELÍCULA neorrealista de Luchino Visconti, hecha con actores no profesionales, la escena final de la entrevista revela el viejo espíritu amateur olímpico: parado en una esquina de la avenida Libertador, a las siete de la tarde de un martes lluvioso, Velo contesta las últimas preguntas mientras aguarda el transporte que lo llevará de vuelta. El y su bastón blanco; solos, empapados… a la espera de un bocinazo que anunciará que ha llegado la camioneta que lo lleva de regreso a su casa en San Pedro.

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