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En Bali por azar

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Nuestro viaje imprevisto por esta exótica isla de Indonesia
estuvo lleno de sorpresas.

Yo viajaba en el asiento trasero de la motoneta; mi esposo luchaba para mantener el equilibrio mientras avanzábamos por el camino barroso. Le di una palmadita en la espalda y le dije al oído: “Me bajaré”. Era la única solución. Jules asintió con la cabeza y disminuyó la marcha un par de segundos a fin de que yo pudiera descender y comenzar a correr detrás de él. No pude evitar reír debido a lo ridículo de la situación. El suave sendero por el que corría —con un arrozal a mi derecha y la selva a mi izquierda— no era más ancho que un neumático. No podía rezagarme, ya que una fila de pacientes conductores en motonetas esperaba su turno para avanzar detrás de mí. ¡No te resbales!, me dije a mí misma, pero las sandalias Birkenstock no están precisamente diseñadas para estas exigencias. Esta es la historia de cómo pasé la víspera del Año Nuevo 2019 en Bali.

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Bali

Ambos creíamos que no nos gustaría. Pensábamos que sería como Venecia o
Santorini o París: lugares hermosos devastados por el turismo. Habíamos
escuchado que los juerguistas australianos llenaban las playas y los clubes
nocturnos. No era el ambiente que buscábamos, así que intentamos sortear la
isla y visitar, en su lugar, otros sitios de Indonesia. Sin embargo, Bali
resultó ser el punto de partida más conveniente para nuestra siguiente escala,
Australia. Y qué suerte: descubrimos que Bali —la única isla del país musulmán
más grande del mundo en la que predomina el hinduismo— es un lugar exótico,
tranquilo y apacible, con hermosas flores coloridas por doquier. Estaba lleno
de sorpresas. En su mayoría agradables.
Una de ellas llegó justo cuando nos
aproximábamos a Amed, franja situada en el este de la isla, lejos de la zona de
bares, donde teníamos planeado pasar unos días. Habíamos reservado un taxi que
nos llevaría hasta ahí desde Denpasar, la capital; un viaje de dos horas. En
Amed solo hay un camino para entrar y salir, la cual pasa cerca del Agung, el
volcán más grande de Bali. El cráter se alzaba ante la isla y, al acercarnos,
me pareció verlo… exhalar una fumarola. Una bastante densa. —Parece que el
Agung va a hacer erupción —bromeé con el conductor. —Sí —respondió sonriendo—.
Está en nivel de alerta tres. Mmm… si mal no recuerdo, la alerta de tifón de
Hong Kong alcanzó el diez cuando estuve allí. ¿Qué tan malo podría ser un tres?
—¿Y cuál es el nivel más alto? —pregunté casi por compromiso. —Cuatro —repuso
aún sonriente—. Pero descuiden, no hará erupción.

No estábamos seguros de que él pudiera predecir eso. Tampoco sabíamos cómo lograríamos salir de Amed en caso de que el volcán hiciera erupción en los próximos días, ya que la lava seguramente caería sobre la única ruta de escape. —Ah, bueno —me tranquilizó Jules—, seguramente no hay de qué preocuparnos—. No tuve más remedio que olvidarlo. Amed es una serie de pequeñas playas y caletas orientadas hacia la isla de Lombok y el mar de Bali. Al llegar a la posada de tres estrellas en donde dormiríamos, en la bahía de Jemeluk, quedamos fascinados. Por desgracia, esa primera tarde llovió tanto que el agua se coló por debajo de la puerta e inundó la habitación. El mini pantano que ahora era el baño atrajo a sapos y caracoles. Así que decidimos mudarnos a uno de los edificios más nuevos del complejo; uno junto a la piscina, lo cual nos cayó como anillo al dedo. El segundo día caminamos durante horas por la ruta costera, pasando por pequeños asentamientos. En las ensenadas abundaban las vistosas jukung, canoas de pesca balinesas con balancines arqueados pintadas de colores brillantes. A la hora del almuerzo nos detuvimos en un warung (pequeño café) junto a la playa a comer mie goreng, fideos fritos indonesios, y satay de pollo con sabor a coco. Para descansar de la calurosa y tortuosa caminata de vuelta a nuestro alojamiento, entramos a la Joli Best View, cafetería ubicada en un acantilado cuyas mesas tienen vista a la rompiente del mar. Ahí bebimos cócteles arak madu: whisky artesanal, jugo de limón y miel. Hasta entonces no habíamos encontrado muchos turistas; no obstante, en aquel local conversamos con un estadounidense y un noruego, quienes estaban igual de fascinados con el lugar. En retrospectiva, resulta curioso que ninguna persona con la que hablamos, ni siquiera el personal del hotel —que solo aceptaba efectivo— mencionara que en esas fechas tenía lugar la celebración balinesa de Año Nuevo, de seis días de duración, y que los cajeros automáticos no operaban algunas jornadas. Supongo que asumieron que lo sabíamos, pero tampoco lo advertían nuestras guías turísticas. Nos enteramos de esto al día siguiente de nuestra larga caminata, cuando, tras alquilar una motoneta y recorrer largos tramos de la costa, nos percatamos de que era momento de rellenar la billetera. Habíamos visto un par de cajeros en una zona costera junto a algunos comercios pequeños, así que nos encaminamos a ese lugar.

El primer aparato en el que intentamos retirar dinero no estaba en servicio. Ni el segundo. Avanzamos un poco más hasta que encontramos otro: tampoco funcionaba. La cosa se estaba tornando un tanto extraña. Le preguntamos a una mujer que pasaba por ahí si podía indicarnos dónde había otra máquina de estas. “Hoy no funcionando”, contestó. “Mañana Nyepi”. No teníamos la menor idea de lo que eso significaba. Para entonces, ya había llegado la tarde y de camino a la posada decidimos entrar a la Joli Best View y preguntarles a los turistas si sabían algo sobre el tal Nyepi. “¡Llegaron en el mejor momento!”, nos informó una mujer británica. “¡Es el Año Nuevo balinés!”. Nos explicó que los cajeros automáticos no tenían permiso de operar durante un par de días y que el servicio de Internet se suspendería casi por completo por la celebración de Año Nuevo, o Nyepi, que era al día siguiente. También nos comentó que esa noche en Culik, un pueblo situado cuatro kilómetros tierra adentro, habría varios festejos de Nochevieja y un desfile de ogoh-ogohs gigantes. “Las reconocerán en cuanto las vean”, nos aseguró. Por lo visto, las marchas festivas se replicarían por toda la isla. ¿Esto sucede solo una vez al año y solo en Bali? No podíamos perdérnoslo. El sol empezaba a ponerse y las celebraciones estaban por iniciar. Subimos a nuestra motoneta y nos unimos a la caravana que iba en esa dirección. Fue un viaje bastante fluido hasta que nos encontramos con una barrera humana frente a un templo. 

Era una imagen maravillosa: cerca de 100 personas —hombres vestidos con sus mejores pareos y udeng (tocado balinés) y mujeres con kebaya (vestido de encaje) blanco ceremonial— sentadas en la carretera con las piernas cruzadas sostenían bandejas de mimbre con flores frescas como ofrendas para los dioses hindúes. No contábamos con esto. Era el único camino que llevaba a Culik. La policía nos indicó a todos los que íbamos en motonetas que tendríamos que hallar otra ruta. Decidimos seguir a los lugareños y fue así como terminé bajando del transporte y corriendo por esa lodosa “ruta alterna”, intentando ir a la misma velocidad que las motonetas frente y detrás de nosotros. No podía rezagarme, ya que no tenía idea de cómo llegar a Culik. Cuando por fin llegamos al pueblo, nos sentamos en una vereda junto a una familia local y nos dedicamos a ver lo que denominan “Desfile de los Ngrupuk”. Es una cosa increíble. Las ogoh-ogohs son efigies de papel maché, de 3 a 5 metros de altura, que representan deidades y demonios hindúes. Son elaboradas por grupos de jóvenes de las comunidades aledañas, quienes dedican varias semanas a tal fin. Cada uno de los grupos llevaba a sus coloridas ogoh-ogohs en plataformas de bambú —hubo al menos unas 20— por toda la ciudad. De vez en cuando, las personas que desfilaban corrían en círculos sincronizados, girando así la efigie para que los espectadores pudiéramos apreciarla por cada uno de sus ángulos. El desfile tenía como destino final la playa de Amed, donde incendiarían las ogoh-ogohs en una gigantesca fogata con el propósito de ahuyentar a los espíritus malignos. Sin embargo, para evitar a la gran multitud, decidimos adelantarnos. Al día siguiente era Año Nuevo o “Día del Silencio”, como lo llaman en Bali. Nos enteramos de esto tan pronto como regresamos del desfile. Durante ese día no está permitido salir a las calles salvo por una emergencia médica. No se pueden encender las luces ni reproducir música a todo volumen. Tampoco, como mencioné, es posible utilizar Internet. Solo las industrias esenciales, como la de la salud y algunos hoteles, tienen tal servicio. En el nuestro no había conexión.

Los oriundos realizan el ayuno, pero no obligan a los turistas a hacerlo, por lo que ese día comimos en donde nos hospedábamos. Pasamos el Día del Silencio leyendo. Además, yo escribí una larga carta a mis padres y hermanos en Canadá donde les relataba mi travesía por Bali, llena de sorpresas y deleites. Al redactar, me di cuenta de que el estar obligada a permanecer desconectada de la Red y a quedarme en un lugar determinado me había otorgado la inesperada oportunidad de establecer un tipo de conexión más profunda con mi entorno que de otra manera habría considerado una pérdida de tiempo.

Partimos al día siguiente: teníamos programado un vuelo a Adelaida. Mientras nos alejábamos de Amed en el taxi y nuestro viaje llegaba a su fin, del Agung emergió una columna de ceniza volcánica de más de tres kilómetros de altura. En ese momento no nos enteramos de ello gracias a que una gran capa de nubes cubrió la explosión; lo cual me alegra bastante. La fumarola no representó ningún peligro. Hubo un último suceso imprevisto en nuestra travesía. A la mitad del camino de regreso a Denpasar, nuestro conductor se detuvo sin más en un paraje selvático lleno de casas suspendidas en los árboles para que pudiéramos probar un famoso y extraño café indonesio. Lo único que sabía sobre el kopi luwak era que se le consideraba un manjar. Estaba a punto de descubrir por qué: en ese lugar se producía.

Antes de probar la bebida, el joven propietario nos llevó a conocer a una criatura parecida a un gato que dormía en un gran corral. La civeta, conocida como luwak en Bali, no es un felino, sino pariente de la mangosta. ¿Y qué tiene que ver este animal nocturno con el café? Resulta que, a las civetas, que merodean por las noches, les encantan las frutas de los cafetos de la zona. Tras comerlas, los lugareños recogen de la tierra los excrementos del animal y lavan las semillas parcialmente digeridas; o sea, granos de café. El precio de la bebida preparada con este “fino” ingrediente es altísimo: se vende a unos 30 dólares la taza.

Dentro de una de las casas suspendidas nos dieron una taza del tamaño de un café expreso a cada uno: una con java (como era de esperarse; Java es el nombre de la isla principal de Indonesia, uno de los mayores productores de café del mundo) y otra con kopi —que significa “café”— luwak. Desde luego, notamos una gran diferencia de sabor: el kopi luwak era más intenso. Realmente me gustó su sabor. Sin embargo, creo que me conformo con el café que me preparo en casa, por lo que decidí no llevar granos de kopi luwak. El exorbitante costo me facilitó decidirme, aunque me alegra haber tenido una excusa para siquiera considerar comprarlo: tiempo después leí que la producción de kopi luwak se había industrializado en algunas partes de Indonesia, por lo que a los animales que producen la materia prima se les enjaula en condiciones deplorables con el propósito de explotarlos. Esa noche, en el avión que nos llevaría hasta Australia, pensé en lo afortunados que fuimos por poder conocer esta isla indonesia en todo su estrafalario esplendor. Recliné mi asiento y, mientras esperaba a que el sueño llegara, mi mente no paró de revolotear por aquellas anécdotas de nuestra aventura balinesa, posándose en cada una de ellas. Aunque lo inesperado no siempre es algo bien recibido al viajar, esta travesía resultó ser una experiencia maravillosa a la que le debo un sinfín de recuerdos inolvidables.

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