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El edredón de recuerdos

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La escritora Lisa Fields deseaba reunir un tesoro de momentos felices de su vida con su hija, y así fue.

Desde antes de que mi hija Eva naciera —hoy ya tiene siete años— empecé a llenar los cajones de su dormitorio con encantadora ropa de bebé. Y tenía un plan secreto para esa diminuta vestimenta mucho antes de que ella pudiera lucirla: una vez que creciera y las prendas dejaran de servirle, haría con ellas un edredón de recuerdos. Me podía imaginar los retazos de tela estampada en tonos pastel convertidos en una colcha para su futura cama de niña grande, y en un testimonio de sus mejores galas durante sus años de infancia.

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Durante los primeros años me limité a soñar con el edredón mientras guardaba amorosamente la ropa que Eva dejaba, casi sin usar, cada estación. De vez en cuando, mientras la Eva de dos años garabateaba en un libro para colorear con su cabello rubio cayendo sobre las hojas, o la Eva de cuatro años hacía collares de cuentas con la cabeza inclinada hacia un lado, yo escogía y guardaba sus prendas usadas, tratando de calcular en cuánto tiempo podría comenzar a trabajar en el proyecto. En mi proyecto.

Soy artesana de corazón, pero también escritora profesional y mamá, así que no tenía tiempo para nada tan frívolo como las manualidades. No obstante, me tracé la meta de coser un poco cuando pudiera.

Al contarle a la gente sobre mi plan, hacía hincapié en lo mucho que mi inteligente y sensible hija valoraría su edredón especial cuando creciera, mas en el fondo sabía que, en realidad, estaba haciéndolo para mí, para dar rienda suelta a mi creatividad luego de tan larga espera.

A los cinco años, Eva por fin había dejado atrás suficientes blusas, vestidos y piyamas para que yo pudiera empezar el edredón. Le dedicaba a este unos minutos todas las noches, una vez que la niña se iba a la cama. La tarea estaba llena de recuerdos felices: el trajecito con el que Eva llegó a casa recién nacida, llorando durante todo el trayecto de siete minutos desde el hospital, acurrucada en mis brazos en el asiento trasero del auto; el vestido celeste que lució en su primera fiesta de cumpleaños, pocos meses antes de que aprendiera a andar, y la camiseta de recuerdo de nuestro primer viaje con ella a la casa de mi madre, en la Florida, cuando se quedó boquiabierta de asombro al ver las palmeras.

Al principio sostenía entre mis manos cada una de esas lindas prendas, preguntándome si me arrepentiría de cortarlas, pero luego de vencer el miedo tomaba las tijeras. Trabajando poco a poco durante un mes, convertí la ropa vieja de Eva en montones de retazos para hacer el edredón. Elegí lo mejor de cada prenda —un dobladillo, un bolsillo, una tetera bordada— y lo volví el motivo central de cada trozo recortado de tela.

Una vez que corté hasta la última prenda, tenía suficientes tiras y cuadros de colores como para cubrir la mesa del comedor, y yo quería mostrar mi obra. Pero, ¿a quién? Decidí que la mejor persona sería Eva; después de todo, era su vestimenta.

No estaba segura de cómo una niña de cinco años reaccionaría al ver sus prendas favoritas convertidas en retazos, así que antes de mostrarle nada, traté de entusiasmarla describiendo el edredón de recuerdos que pronto adornaría su dormitorio.

Para alivio mío, Eva examinó con deleite los retazos de tela y sus ojos azules se iluminaron al reconocer de dónde provenían. Entonces suplicó que la dejara ayudarme a terminar el edredón. Su petición me tomó desprevenida y no pude resistir que elogiara mi trabajo, así que, de repente, tenía una ayudante.

Durante una semana o dos esperé que Eva perdiera interés en la tarea pero ya estaba entusiasmada. Todas las noches, cuando llegaba la hora de elegir una actividad para antes de dormir, casi siempre elegía trabajar con el edredón. A veces se sentaba en mi regazo y me ayudaba a decidir qué dibujos de tela combinaban mejor. En otras ocasiones se paraba junto a mí para ayudarme a pespuntear las pie- zas en la máquina de coser.

Me emocionaba que se mostrara tan contenta con el proyecto porque yo nunca había tenido a nadie con quien compartir tan íntimamente un pasatiempo, y me encantó la idea de enseñarle a mi hija, conocedora de la tecnología y hábil en el uso de teléfonos inteligentes, los rudimentos de una manualidad antigua.

Las telas motivaron muchas conversaciones gratas. “¡Reconozco esta!”, dijo Eva al ver los lunares de una chaqueta que había dejado de usar hacía poco y nos gustaba hablar sobre sus prendas favoritas de la guardería, donde usaba la chaqueta a diario. La niña me preguntaba sobre la ropa que no reconocía así que yo le contaba cuándo le había puesto ciertas blusas o vestidos, como el día que dio sus primeros pasos o la vez que la llevé a visitar la tumba de su difunta bisabuela. Eva absorbía las historias, asombrada por la revelación de los secretos de su pasado.

Durante más de un año su entusiasmo nunca decayó. Estoy segura de que parte del encanto era el tiempo que pasábamos juntas cosiendo pero también la motivaba la promesa de un edredón de recuerdos que ella había ayudado a hacer. Tendría ese tesoro sobre su cama cada primavera y verano en el futuro.

No terminamos la colcha hasta el último día de noviembre. Aunque hacía frío afuera, dejé que Eva durmiera una noche bajo nuestra obra maestra, antes de guardarla hasta mayo. Esa noche tuve una sensación de logro cuando le hice la cama con el edredón nuevo, y esperé con ansias a que llegara la hora de dormir.

Cuando metí a mi hija debajo del cobertor que durante tantos años imaginé, me sorprendió que me abrazara con mucha más fuerza y por más tiempo de lo habitual.

Entonces vi en sus ojos azules una chispa de orgullo y satisfacción, avivada por el resplandor de su lamparita de noche, y de repente caí en la cuenta: aunque yo había guardado los materiales y empezado a confeccionar el edredón por mi cuenta, en realidad siempre fue el proyecto de Eva, y ella había esperado que llegara ese momento de calma perfecta incluso con más ilusión que yo.

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