El cepillo: Mi madre quería que mi padre encontrara un nuevo amor. Era yo quien tenía reparos la idea. Conozca esta historia de la vida real llena de inspiración.
Había sido mi madre, Paola, quien había alentado a mi padre a encontrar un nuevo amor. Acababa de cumplir 56 años y desde hacía seis meses luchaba contra un cáncer de colon metastásico.
“¿Ton?”, le preguntó a su amor desde hacía 40 años.
“Sí, cariño”.
“No te quedes solo por mucho tiempo luego de mi partida”.
“Pero tú no te irás hasta dentro de mucho tiempo”.
“Pero un día lo haré y entonces tendrás que buscar a alguien en un sitio de citas. Lisanne te ayudará. Encuentra a una buena mujer, ¿de acuerdo? Pero prométeme algo. No tengas una cita casual tras otra porque eso es terrible para los niños y para esas mujeres”.
Busca, encuentra y ama. Mi padre guardó este consejo en lo más profundo de su ser y recién volvió a resurgir más de un año después de la muerte de mamá. Ese primer año había sido de oscuridad total para todos nosotros. De hecho, yo no sabía qué significaba la oscuridad hasta ese momento.
En el aspecto práctico, mi padre se las arreglaba. Siempre había podido prepararse el desayuno. Regresó al trabajo, a pasear al perro, volvió a sus clases de tenis y todas las semanas colocaba tulipanes violetas frescos al lado de una foto de su esposa en la que se la veía con una gran sonrisa pintada con labial rojo, ojos color azul intenso y una copa de vino.
Luego de ese primer año, el ánimo comenzó a elevarse ligeramente. “¿Soy yo o se ve un poco más soleado?”, preguntó un día papá. No se trataba del cambio climático, ni siquiera de meteorología. Era él, y una nueva fase del proceso de duelo. Yo también lo había sentido, la transición de la oscuridad total al gris.
Lo deseaba. Nuevo amor. No estaba demasiado listo para eso, más bien estaba ansioso por descubrir si aún podía amar. Y realmente no quería pasar el resto de su vida solo. Mi hermano y yo nos habíamos ido de casa años atrás por estudio, trabajo, amor. Papá estaba solo, un día tras otro. Por las noches, antes de acostarse, encendía la televisión como para no escuchar el silencio.
“Si no lo hago ahora, quizá ya nunca pueda hacerlo”, nos dijo. Había conversado con otros viudos que habían quedado solteros. Y tampoco era tan malo. Pero estaban tristes y solos. Es una dolorosa realidad que no todos los que dicen ‘pasaré a visitarte pronto’, luego del funeral, efectivamente lo hacen.
Lo entendimos y lo animamos, silenciosamente convencidos de que no lo haría.
Pero él sí estaba decidido.
Mi padre fue muy claro: “Si no busco el amor ahora, tal vez termine triste para siempre”.
Entonces, lo registramos en un sitio de citas como una especie de remedio para la pena eterna. Papá me mataría por escribir esto, pero pensó que debía mentir y quitarse tres años. Y la foto que publicó en su perfil era una en la que había cortado a mamá. Si mirabas de cerca, se podían ver algunas mechas de su cabello rubio cerca del rostro de papá. Me hizo reír, porque sabía que mi madre también se hubiera reído.
Sus primeras citas resultaron infructuosas, por momentos hasta desopilantes. En una oportunidad, papá nos envió un mensaje de texto para preguntarnos si era “muy grosero irse del lugar después del aperitivo”. Allí fue cuando le enseñé la primera regla de oro: nunca ir a cenar en la primera cita. Salir a tomar un trago es más seguro.
Y entonces apareció Moniek, y fue aperitivo, plato principal y hasta postre. Era dulce, cariñosa, rubia (como mamá), docente (como mamá), le encantaba el color violeta (como a mamá), se vestía moderna (como mamá) y papá parecía feliz con ella (como había sido con mamá).
Le dije que estaba contenta por él porque me sentí en la obligación de hacerlo. Amigos y familiares decían: “Gee, ¿no es bueno esto para tu padre?”. Pero yo no estaba del todo segura de cuán bueno era todo esto. No estaba segura de si podría soportar ver a otra mujer a su lado. Ni siquiera me había acostumbrado aún a la ausencia que mi madre había dejado en casa.
A medida que papá se enamoraba de Moniek, mi incomodidad aumentaba. Durante semanas pospuse el encuentro para conocerla. Mi padre me insistía para que fuera, más de una vez. Quería compartir su felicidad con nosotros y quería saber qué pensábamos sobre ella.
“Me importa cómo te sientas”, me dijo. Yo lo entendí. Siempre había necesitado la aprobación de mi padre sobre mis novios.
Entonces, mi hermano y yo nos rendimos. Quería pedirle a papá que no se mostrara muy empalagoso con ella, pero no lo hice. No quería dar señales de resentimiento ante su felicidad.
Efectivamente no llegaron a separarse ni un instante, tal como hubiera estado yo con un novio nuevo. Pero yo era joven y papá tenía 62 años (o 59 como decía su perfil en línea). Moniek era una mujer dulce, nos había traído regalos a todos y se mostraba interesada, pero no era mamá.
Era difícil. Sin embargo, había algo positivo. Desde la muerte de mamá yo había pasado un día con papá cada fin de semana.
Ahora era Moniek quien estaba allí, no yo. Y eso estaba bien. Tenía otra vez los fines de semana completos para mí.
Pero que estuviera en nuestra casa era lo que más me fastidiaba, no podía comprenderlo. En nuestra casa. En la cama de mis padres, la cama en la que yo había nacido 30 años atrás. La cama a la que mi hermano y yo escapábamos cuando veíamos arañas en nuestra habitación, cuando estábamos enfermos, o a la que corríamos cuando aparecían los monstruos en nuestra imaginación.
La cama ahora era de mi padre y de Moniek, y yo evitaba aquella habitación como si estuviera infectada.
Ese que alguna vez había sido el lugar más seguro de la casa ya no era mío.
Le conté a mi padre cómo me sentía. “Entiendo”, me dijo. “¿Quieres que le pida a Moniek que no se quede a dormir tan seguido?”.
Sí, por favor, pensé.
“No, por supuesto que no”, dije.
Podía esquivar el dormitorio pero otros lugares eran imposibles de evitar. Como el baño. Me aterraba entrar allí, pero era imposible no hacerlo.
La primera vez que entré al baño desde que Moniek comenzó a pasar los fines de semana con papá, encontré su frasco de crema en el estante de piedra azul sobre el lavamanos.
Me sentí furiosa. Realmente furiosa.
¡Allí debía estar la crema de mi madre! Y solo estaba la suya. ¿Qué estaba pensando esta mujer? ¿Qué podía ocupar su lugar? ¿Y dónde estaban las cosas de mi madre? ¿Las había tirado?
Comencé a sentir náuseas, mi respiración se detuvo, no podía pronunciar ni una palabra. Abrí de un tirón el primer cajón del mueble donde mi madre siempre había guardado su cepillo de cabello, sus vinchas y hebillas, donde todo eso había estado, intacto, hasta ahora.
Miré en su interior.
Allí estaba todo. No un cepillo, sino dos. El de Moniek y el de mamá. Como hermanas, uno al lado del otro.
Mi padre y Moniek aún están juntos y nos vemos con frecuencia. Todavía me resulta incómodo por momentos, pero conversamos sobre eso. Hay espacio para nuestro duelo por mamá, y también hay espacio para el amor de Moniek por mi padre.
EXTRAÍDO DEL LIBRO JE BENT JONG AND JE ROUWT WAT POR LISANNE VAN SADELHOFF. © 2020 LISANNE VAN SADELHOFF, DAS MAG UITGEVERS, DASMAG.NL.