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Celebramos el día de las madres: tres historias fascinantes

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El legado de Natalí

Luego de sufrir la muerte de su hija, Edith empezó a combatir el cáncer desde el lugar más difícil: la contención de los chicos y sus familias.

por Alan Ruber Jelen
Se dice que los héroes surgen de personas comunes, sin súper poderes, impulsadas por un motivo más que importante, por el que llegan a lograr acciones extraordinarias. Con Natalí, una de sus hijas, Edith Grynszpancholc conoció ese motivo que la marcó para siempre: el mayor sueño de la pequeña  de siete años, era ser famosa. Con ojos claros, una enorme sonrisa y pelo rubio, fue la tercera entre cuatro hermanos. Una tarde, Natalí volvió de la escuela con un fuerte dolor en una rodilla por una caída en el recreo. Una situación normal para cualquier chico de tercer grado. Sin embargo, a los pocos días, los dolores volvieron. “Sé que tiene algo”, pensó su madre. 

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Luego de varios estudios, los médicos revelaron que la nena padecía osteosarcoma, un cáncer de hueso que generalmente se desarrolla en niños y adolescentes. A pesar del rápido inicio del tratamiento, la pequeña no respondió bien a la quimioterapia y el tumor hizo metástasis en el pulmón “Supimos que iba a morir, y ella también lo sabía”, dice Edith. 

Durante los meses siguientes, Natalí ayudó mucho: se mantuvo animada; les demostraba a otros pacientes que era posible estar mejor. “Se paseaba por las habitaciones de los demás chicos de los hospitales en los que estuvo internada, y les decía que el tratamiento no era tan terrible, les hacía bromas”. Con su familia era igual de afectuosa. Natalí fue sometida a numerosas cirugías, y peleó hasta el final por su bienestar. “Es muy difícil decir ‘basta’. Cuesta, pero a pesar de rendirse es necesaria una muerte digna. No es bueno generar dolor innecesario, menos cuando se trata de un niño”. 

El fallecimiento de Natalí, en julio de 1994, tras más de un año de lucha, fue un golpe duro: “Al llegar a mi casa me encontraba con un lugar silencioso, le faltaba todo lo que Natalí era. No podía verla jugar a ser famosa. Tenía una cama de más, un espacio vacío en la mesa… No tiene nombre perder a un hijo; es algo inimaginable el dolor de los padres”.

Con el tiempo, Edith se dio cuenta de que no podía quedarse con los brazos cruzados. Que el dolor que la estaba atravesando necesitaba ser plasmado en algo constructivo, y sabía que muchas familias con chicos enfermos de cáncer no tenían la suficiente contención, información ni preparación para sobrellevarlo, tal como le pasó a ella con Natalí. Con una vecina suya, Silvia Apple, quien había pasado por una situación similar, comenzaron a editar libros informativos para dar a conocer detalles sobre la enfermedad y su tratamiento. 

Tiempo después, a principios de 1995, crearon la Fundación Natalí Dafne Flexer, una entidad que brinda asistencia a chicos oncológicos, sus padres, hermanos, amigos y maestros, en forma totalmente gratuita, y que creció de manera notable. Dentro de sus sedes, un espacio lleno de color espera a los chicos, ansiosos por entrar y pasarla bien luego de sus tratamientos. Es un lugar donde pueden divertirse y apartarse por un tiempo de los médicos, junto con los padres, quienes intercambian experiencias. 

Del fallecimiento de su hija, Edith obtuvo la energía, la fuerza y la determinación para llevar a cabo este logro. Tal vez no tenga súper poderes ni una larga capa roja, pero dispone de un motivo, inquietud y valor para darle una mano a quienes más lo necesitan. Por amor a Natalí.

fundacionflexer.org

La vida la sorprendió

Esta mujer enfrenta el síndrome de Angelman, la rara enfermedad de su hijo Gianluca, y ayuda a otros padres en la misma situación.

por Cynthia Palacios

Nadie desea nada malo para sus hijos. Y a pesar de que la maternidad no fue algo sencillo, Maximiliana Aubi no tiene dudas en afirmar que el suyo, Gianluca, le enseñó tanto que su nacimiento le abrió las puertas de un camino nuevo. “Él fue mi primer y gran maestro. Todo lo que vivo a su lado es parte del aprendizaje”, asegura emocionada.

Gianluca nació con el síndrome de Angelman, una enfermedad de origen genético que, según las estadísticas, se presenta en uno de cada 15.000 chicos. Se estima que hay unos 2.000 casos en el país, pero menos del cinco por ciento está diagnosticado porque se los suele confundir con autismo o parálisis cerebral. Para Gianluca, a los problemas propios de esta afección (retraso severo y general en el desarrollo: ausencia de lenguaje oral, aunque tienen un grado de comprensión alto; tardan más que el promedio en caminar, sufren trastornos de sueño y la mayoría tiene convulsiones), se sumó otra dificultad: tardaron casi cinco años en diagnosticarle el síndrome.

No saber de qué se trataba esta enfermedad nunca amedrentó a su madre, Maxi. Tuvo que salir a ponerle el pecho a la situación. “Cuando nació, lloraba todo el día. No comía, no dormía. Era una cadena sin fin… Le hacían estudios y nos decían que su evolución dependía de nosotros. Pero era evidente que algo tenía. Así deambulamos de médico en médico, de estudio en estudio hasta los cinco años de edad”, cuenta. En un momento, “viajé a los Estados Unidos a un programa en el que los padres deciden de qué modo ayudar a sus hijos que padecen distintas patologías. Aprendí cómo abordar el problema desde el amor, sin tener que depender de otros profesionales —explica—. Nosotros teníamos que confiar en él y no ponerle limitaciones”.

Al regresar, convocó a un grupo de diez personas ajenas a la familia, de todas las edades, dispuestas a incentivar el desarrollo de Gianluca. En su casa, de 9 a 19, se sucedían los voluntarios con una sola receta: demostrarle al niño que él podía. “Empezamos a incentivarlo con juegos. En esos dos o tres años aprendió acaminar, avanzó mucho”, recuerda. Luego, llegar al diagnóstico de su hijo fue un punto de partida para Maxi. Cuando escuchó la palabra Angelman por primera vez, la buscó en Internet y así conoció a una asociación española que reunía a padres de chicos con esta afección. A través de esa web conoció a una mamá argentina con el mismo problema, encontró a otra; y a una tercera. La alivió saber que otras, como ella, habían transitado ese camino. A medida que pasaban los meses, fueron conociendo a otros padres. Todos tan desorientados como había estado ella. Por eso decidió que debían juntarse. Los citó en el living de su casa. “Al encontrarnos nos dimos cuenta de que nuestros peregrinajes habían sido iguales”, recuerda Maxi.

Así fue como la maternidad empezaba a agregarle otro componente a Maxi: el de la solidaridad. Es por eso que creó la Asociación de Padres de Síndrome de Angelman (APSA), que reúne a un centenar de familias. La idea es “que vengan a aprender lo que nosotros aprendimos de nuestros hijos”, se entusiasma

Maxi agradece el que la enfermedad de Gianluca la ha llevado a un mundo nuevo. “Me abrió a la espiritualidad, que era un camino que yo no tenía, además de todos los conceptos que aprendí con él. Hoy veo la vida desde un lugar más maduro y más profundo, tengo una concepción distinta sobre la vida en su totalidad”, reconoce. Por eso repite que la Casa Angelman tiene mucho por enseñar en el camino de la integración. “En la misión dela asociación lo decimos: tomamos como inspiración el lenguaje del amor, la espontaneidad y la alegría que expresan nuestros hijos en cada acto de su vida para construir una sociedad inclusiva, sin fronteras”, subraya.

casaangelman.org

Una madre que no se rinde

Dos de sus hijos cayeron en la droga, pero lograron salir con el apoyo de su mamá. Hoy, Graciela Izquierdo ayuda a otros chicos que sufren esta adicción.                     

por María Zinn

Anochecía, y José aún no había vuelto a casa. Apresurada, Graciela preparaba pollo con arroz para la cena; mientras tanto Gonza y Floppy veían dibujitos animados en un cuarto del hogar Sol Naciente en el Bajo Flores donde vivían. Desde que había enviudado, Graciela tenía que ingeniárselas para mantener a sus cuatro hijos. Pronto tendría que partir hacia su trabajo en una empresa de limpieza, pero nunca se iba de casa sin ver llegar a su hijo. 

Desde que había descubierto que José fumaba paco (una droga fabricada con los residuos tóxicos de la cocaína) no hacía otra cosa más que preocuparse por él, y esa noche tenía un terrible presentimiento. Finalmente decidió no ir a trabajar, debía encontrarlo. Se despidió de sus dos hijos menores y salió a la calle. Caminó unas cuadras y se internó en la villa 1-11-14, uno de los asentamientos más marginales de la ciudad de Buenos Aires, donde su hijo solía juntarse a fumar paco con otros chicos. Lo encontró en “el hoyo”, una especie de cueva que armaban los chicos del barrio debajo de un puente de la avenida Perito Moreno para juntarse a fumar. Estaba dormido en medio del barro, rodeado de perros callejeros. Su mamá lo abrazó, luego alzó el cuerpo delgado de José, entonces de 17 años, y lo llevó al hotel. Allí lo metió bajo la ducha. Mientras lo fregaba para sacarle la mugre advirtió cómo los huesos se asomaban peligrosamente por debajo de la piel. “Se me va a ir la vida, pero te voy a salvar. La droga no te va a matar, vos vas a vivir”, le repetía su madre mientras José recuperaba el conocimiento.

Pero esta no era la primera vez que Graciela Izquierdo le hacía frente a la droga. No mucho tiempo atrás, Nahuel, su hijo mayor, había pasado por lo mismo. Cuando Graciela se dio cuenta de que estaba consumiendo paco, la adicción ya era muy profunda. En ese momento buscó ayuda, inútilmente, en todas partes. Cansada de saltar de juzgado en juzgado, en 2005, decidió escribirle ella misma una carta a la Casa Rosada dirigida al entonces presidente, Néstor Kirchner. A las 48 horas recibió un llamado telefónico: tenían un lugar para Nahuel. Fue muy difícil para Graciela hacerle entender a su hijo mayor que tenía que internarse. Pero, finalmente, accedió a ir al centro “Casa del Sur”.

La adicción de José fue aún más terrible y violenta que la de su hermano mayor. 

Después del caso de su primer hijo, Graciela Izquierdo ya era conocida en los juzgados y no le costó encontrar, esta vez, un lugar para José en un centro de rehabilitación; lo difícil fue que fuera. “La droga los mete en un túnel en el que la única salida es la muerte —explica Graciela—, yo no pensaba dejar morir a mi hijo”. 

Debido a esa certeza, más de una vez le suplicó a José que se internase, más de una vez trató de llevarlo por la fuerza, incluso fue acompañada por la policía, pero él se resistía. Hasta que una mañana, después de un extraño sueño, Graciela sintió que si no lo internaba de inmediato, iba a perderlo para siempre. Le pidió a Nahuel, ya rehabilitado hacía un año, que la acompañase a donde fuera que estuviese José. Al pasar por una ferretería, Graciela compró una cadena, sabía lo violento que podía ponerse su hijo. Gracias a una pista que les dio un muchacho, lo encontraron después de buscarlo todo el día. Nahuel lo sujetó, Graciela lo envolvió en la cadena y se subieron a un auto para que los llevara directo al centro de rehabilitación. “Bajó descalzo y encadenado como mis antepasados que fueron esclavos negros, sólo que mi hijo era esclavo de la droga”, recuerda Graciela. Su alivio anticipó tiempos mejores. Graciela ganó la batalla más feroz, pero la guerra sigue. Ahora forma parte de la asociación “Hay otra esperanza” que ayuda a que otros chicos del Bajo Flores tengan también una oportunidad para recuperarse del paco. 

Sus dos hijos recuperados ya trabajan y Graciela lo hace en el hogar para madres “Sol Naciente” y forma parte de “Hay otra esperanza”.

achayotraesperanza.blogspot.com

Historias recopiladas de las producciones Súper Mamás 2010 y 2011 de la revista Selecciones. 

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