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Cáncer: historia de superación

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Pocos días después de cumplir 50 años, el mundo se me vino abajo. Así fue como luché para entrar en un tratamiento experimental para el cáncer que me salvó la vida.

El jueves 21 de junio de 2012, era la persona más feliz del mundo. Era el último día de mi semana laboral en una organización de rescate marino en Sídney, Australia, y uno de los directores nos había invitado a comer a mi compañera de trabajo y a mí. Mi vida era buena. Acababa de celebrar  mis 50 años y estaba agradecida al universo por mi fabulosa vida y por el estupendo marido, las hijas, la hermanas, el hermano  y el padre que tenía.

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Después de comer, de repente empecé a sentirme mal. Me senté en el escritorio y lo que recuerdo a continuación es que estaba tiraba en el suelo y que alguien me llamaba a gritos por mi nombre. Al abrir los ojos, vi a dos enfermeros conectándome a un dispositivo. Las náuseas eran fuertes. No recuerdo haberme sentido así en mi vida.

Me llevaron al hospital St. Vincent’s, donde me realizaron una resonancia magnética y me dijeron que tenía un tumor cerebral. En el mejor de los casos, sería benigno y habría que extirparlo. En el peor, sería maligno, lo que significaba que tenía cáncer. Debían hacerme una tomografía computada para ver el resto del cuerpo.

La tarde siguiente, un médico entró en mi habitación del hospital con los resultados. “Tienes tumores en el cerebro, el hígado, los pulmones, el páncreas y los nódulos linfáticos. Básicamente, tienes cáncer avanzado. No son buenas noticias”.

Yo estaba impactada, no podía creerlo. Me dijeron que debía hacerme más pruebas para descubrir qué tipo de cáncer era, pero, por el momento, podía volver a casa.

“Esto no puede ser verdad”, le murmuré a mi marido, Scott. Pero era real. Muy real y teníamos que volver a casa y decírselo a nuestras dos preciosas hijas, Morgan, de 19, y Remy, de 16. 

Nos enfrentábamos a un futuro incierto y aterrador. En lugar de viajar al extranjero, viajaríamos para consultar a médicos, hacerme pruebas, tratamientos de cáncer y análisis de sangre. Tendría náuseas y se me caería el pelo. Sabía lo que me esperaba porque tanto mi madre como mi hermana lo habían pasado. Mi hermana sobrevivió al cáncer de mama dos veces, pero mi madre, Beryl, murió cuando yo tenía 39 años.

El jueves siguiente, tenía cita con el oncólogo: mi tercera cita médica desde el episodio de siete días antes. “Tienes melanoma”, me dijo. Me derivaron a una experta, quien me explicó que tenía melanoma avanzado en estadio cuatro, con metástasis, y que no había cura. “Lo siento mucho”, me dijo. 

Debían extirparme el tumor cerebral lo antes posible, y pidió cita con el neurocirujano para el día siguiente.

El doctor Brian Miller vio mis radiografías. “Creo que puedo extirparlo sin provocar mucho daño. Pero siempre existe riesgo de que haya complicaciones”, explicó. “Ve a casa, prepara un bolso y regresa al hospital en dos horas. Te operaré por la mañana”.

Tras la operación, pedí turno para hacerme radioterapia en el lugar donde me habían quitado el tumor.

En poco más de dos semanas, había cumplido 50 años, había sufrido un ataque, me habían dicho que tenía cáncer avanzado en estadio cuatro, para el que no existía cura, y me habían extirpado un tumor del cerebro. Ahora estaba en la unidad de cuidados intensivos con 16 puntos en la cabeza, la cara llena de sangre y moratones, y la cabeza cubierta con una venda. Había sangre seca por todos lados. Parecía un jugador de rugby.

El club del 35 por ciento

El único tratamiento disponible era un medicamento llamado Dacarbazine, que tenía un diez por ciento de probabilidades de respuesta. No era una cura y tenía muchos efectos secundarios. Yo no quería someterme a quimioterapia, pero tenía que hacer algo para disminuir el avance de esto hasta que se me ocurriera un plan de supervivencia.

Había pasado casi un mes, pero me parecían diez años.

En la siguiente consulta con el oncólogo, mencionó una quimioterapia combinada sobre la que había oído hablar en los Estados Unidos, que utilizaba Abraxane (medicamento para el cáncer de mama) y Pazopanib (para el cáncer de riñón). Se había probado en un pequeño ensayo clínico realizado en Alemania. Alrededor del 35 por ciento de 40 pacientes con melanoma habían respondido. Algunos incluso habían presentado una reducción de los tumores. La medicación no estaba disponible en Australia, pero el oncólogo podía 

encargarla y yo podría comenzar el tratamiento, lo que implicaría pérdida total del pelo y todos los efectos habituales de la quimioterapia.

Volvimos a casa con una mínima esperanza en el corazón… hasta que nos llamó la experta en melanoma. Dijo que se alegraba de que me sometiera a la terapia combinada que me había dicho el oncólogo, pero que no cambiaría mi expectativa de vida.

¡Sentí como si me hubiera arrancado las entrañas!

Además del tratamiento de radiación para el cerebro, también pedimos cita para consultar con una doctora sobre la posibilidad de recibir radiación en los órganos internos. Me había prometido a mí misma que investigaría cada opción, pero la doctora me dijo: “No tiene mucho sentido que te sometas a radiación en este momento… No sé cuánto tiempo te queda”. Con esas palabras, el deseo de vivir se manifestaron dentro de mí. 

Mi primera sesión de quimioterapia fue en agosto, siete semanas después de mi diagnóstico.

Esa noche, sentí un bulto en la espalda. Puede que suene trivial, pero fue importante para mí. Era la primera vez que “esto” era una realidad. Esa cosa que estaba dando vueltas por mi cuerpo ahora se había vuelto visible. Estaba desconsolada.

Debía someterme a sesiones de quimioterapia todas las semanas durante… bueno, ¿quién sabe? Se me empezaría a caer el pelo en la tercera semana de tratamiento aproximadamente, y me harían una tomografía por emisión de positrones (PET) a las seis semanas para ver si estaba respondiendo a la terapia.

Por suerte, los resultados de la tomografía fueron buenos. Los tumores se estaban reduciendo y algunos incluso habían desaparecido. ¡Había respondido! Estaba entre ese 35 por ciento de pacientes del que quería formar parte con desesperación.

Tratamiento

El oncólogo estaba contento con los resultados y yo estaba tolerando bien la quimioterapia. No sentía náuseas y había logrado seguir haciendo yoga, caminando, corriendo y cantando. Sin embargo, tras ocho semanas de quimioterapia, empecé a sentir que se me dormían los dedos de las manos y los pies. Eso significaba que la química estaban dañando mis nervios.

A medida que el hormigueo se fue volviendo más molesto, decidí cambiar mis sesiones de quimioterapia de una vez por semana a una vez cada 15 días. Sabía que el hormigueo se debía a que los químicos estaban introduciéndose en el flujo sanguíneo, y, si mis nervios se veían afectados, ¿qué más se estaría dañando?

A finales de octubre, le pregunté al oncólogo. “¿Cuánto tiempo funcionará este tratamiento en mí?”. “Si me lo preguntas así”, respondió, “no estará funcionando en marzo”.

Volvieron todos los sentimientos a la superficie. Ya sabíamos que este tratamiento no era una respuesta a largo plazo. Nos habían dicho que mi enfermedad era una sentencia de muerte. La quimioterapia era solo una medida provisional, no una cura.

Scott preguntó al oncólogo si había ensayos clínicos en algún lugar del mundo para el melanoma. Él nos dijo que había unos pocos ensayos en el exterior y que tenían una tasa de respuesta de alrededor del 38 por ciento, pero que no les gustaba aceptar pacientes extranjeros. Si decidíamos ir por ese camino, debíamos hacerlo por nuestra cuenta.

Al llegar a casa, fui directa a buscar en Google. Era un campo minado. Existía infinidad de ensayos clínicos, medicación y tratamientos experimentales. Pero había una terapia que se destacaba. Se llamaba inmunoterapia y trabajaba con una droga experimental llamada PD-1 (muerte celular programada 1). En Portland, Oregon, en la costa oeste de los Estados Unidos, se estaba realizando un ensayo clínico de PD-1 en pacientes con melanoma avanzado. Al día siguiente, llamamos a Daniel Jackson, el enfermero que coordinaba el ensayo clínico. Nos desilusionamos al ser atendidos por un contestador automático. 

Dos días más tarde, volví a llamar y dejé otro mensaje. Por fin, una mañana de noviembre sonó el teléfono. Era Daniel Jackson. Era optimista respecto al ensayo, pero confirmó que solo un tercio de los pacientes respondía. El estudio apenas estaba en la fase uno, y habría tres fases, por lo que era demasiado temprano para predecir resultados a largo plazo.

“¿Cómo hacemos para entrar en este ensayo, Daniel?”, solté.

“Bueno, es una situación inusual. Nunca hemos tenido ningún solicitante de Australia. Me volveré a contactar con usted”. Un par de días más tarde, recibimos un email de Daniel.

Hola, Julie: Hablé con mi equipo y creen que implicará mucho papeleo y complicaciones para que pueda acceder al ensayo clínico aquí en Portland.Tenemos coberturas médicas completamente diferentes y, si llegara a presentar complicaciones por el tratamiento, no tendría cobertura en nuestro sistema. Lamento que no podamos ayudarla.


Estaba decepcionada. Pero mi determinación se impuso. Accedería a ese ensayo clínico, fuera como fuera. Escribí un email.

Querido Daniel:

Gracias por la respuesta, pero lamentablemente no puedo aceptar la decisión de su equipo basada en las razones que me han ofrecido. Aparte del melanoma, estoy en buen estado físico y saludable. Camino y a veces corro a diario. Respecto del aspecto financiero, si llegan a una cifra para cubrir cualquier complicación que pueda surgir, me complacerá transferir el dinero…


El poder de molestar

Le dije a Scott que debíamos seguir mandando correos electrónicos para demostrar nuestro compromiso. Sabía que estaba siendo molesta e insistente, pero no me importaba.

Intercambiamos más correos electrónicos sin el resultado deseado. Luego, se me ocurrió una idea. Les recordaría el juramento hipocrático que hacen los profesionales médicos. En pocas palabras, en él se afirma que, si existe un tratamiento que puede ayudar a que una persona se mantenga con vida, entonces cualquier médico con acceso a ese medicamento está obligado a darlo.

Unos días más tarde, después de Navidad, recibimos el correo electrónico que estábamos esperando. El médico a cargo del ensayo, Walter Urba, había aceptado echar un vistazo a mi expediente para ver si estaba en condiciones de formar parte del estudio. ¡Estaban pensando en incluirme!

Enviamos mi historia clínica, y, unas semanas más tarde, sonó el teléfono. Era el instituto Providence Cancer Center, de Portland, para preguntar en qué fecha quería ir a ver al doctor Urba. ¡Me aceptaban! ¡Me estaban dando una posibilidad de vivir! ¡Nos íbamos a Oregon!


Portland

Scott y yo llegamos a Portland el 1 de marzo de 2013, listos para mi consulta el día 4. Me apunté en el ensayo durante dos años, si llegaba a esa fecha. Ese era el trato. Dos años lejos de mi familia y amigos.

En el Providence Cancer Center, conocimos a Daniel Jackson, el hombre que había trabajado sin descanso para que sorteara todas las objeciones y recibiera el visto bueno para ir allí.

Daniel parecía de 30 y tantos. Habló sobre el ensayo y me dijo que debía hacerme tomografías computadas y resonancias magnéticas, además de una biopsia hepática. Si tenía alguna lesión cerebral, debería volver a Australia.

A continuación, conocimos al doctor Urba, el hombre que fue fundamental para dar comienzo a este ensayo de inmunoterapia. Tenía unos 60 años y era muy amable. Nos felicitó por nuestra tenacidad y determinación para ir a los Estados Unidos. Tenía algo que hizo que nos enamorásemos de él enseguida.

Tres días después, Daniel llamó porque tenía los resultados de los estudios. “El cerebro está bien. Creemos que tienes mucho con lo que podemos trabajar. Hemos hecho una biopsia en uno de los tumores hepáticos y obtuvimos la información que necesitamos. Comenzaremos con la medicación el lunes”.

Fui a mi habitación y me puse a llorar de alegría.

El lunes siguiente, estábamos en el centro a las ocho de la mañana. Fui la primera en llegar y la última en irme. Fue maratónico: nueve horas seguidas en una silla. Me sentía como una rata de laboratorio al final del día. Pero así era la investigación. Yo era solo un número. Me convertiría en el paciente 71. El ensayo debería haberse cerrado con el paciente 70, pero debido a nuestras súplicas y ruegos, hicieron hueco para uno más. Por primera vez en la vida, me sentía feliz de ser “solo un número”.

Fui al hospital todos los días de la primera semana para que me extrajeran sangre y la analizaran. Luego me administrarían PD-1 cada 15 días y debería ir todas las semanas a control. Era extraño estar tan lejos de casa cuando solo tenía que ir al hospital unas cinco horas cada 15 días.

A finales de marzo, Scott tuvo que volver a Australia por nuestras hijas. Era un doble golpe: el gran vacío que sentía por la enfermedad que amenazaba mi vida y la soledad física de estar separada de mi familia y amigos.

Unas semanas más tarde, el doctor Urba me preguntó si quería participar en un proyecto para recaudar fondos para el Providence Cancer Center. Yo dije que sí, entusiasmada. Sentirse útil es muy bueno para levantar el ánimo; yo había pasado demasiado tiempo concentrada en mí misma. El trabajo voluntario era realizar videos para la página web de Providence. Querían que Scott apareciera en los videos también. Scott se entusiasmó cuando se lo conté por teléfono; a los dos nos gustaba poder devolver algo.

Scott volvió a Portland 14 días después para la siguiente ronda de estudios. Los resultados determinarían si iba a vivir o morir.

Echando de menos mi casa

“Es un buen resultado, pero no es excelente… todavía. Has tenido una pequeña reducción en la mayoría de los tumores. Debemos seguir con el tratamiento”, explicó el doctor Urba. 

Entonces, solté: “Quiero volver a casa, doctor. ¿Cómo puedo conseguir este medicamento en Australia? Extraño a mis hijas, mi familia y mis amigos”. Creí que me respondería “¿Es una broma?”, pero no fue así.

Con calma, dijo: “Por el momento, debes quedarte. Pero haré todo lo que pueda por intentar buscar una forma de que vuelvas a tu casa”.

Demasiado pronto, llegó el momento de que Scott volviera a Australia. Me invadieron sentimientos de desesperación. Entonces, se me ocurrió una idea. ¡Iré con él! Iré después de mi tratamiento esa semana, veré a mis hijas y volveré para la próxima dosis, dos semanas más tarde.

“Nos costó mucho que vinieras aquí. No lo estropeemos ahora”, respondió Scott cuando se lo dije.

“Ya lo sé, pero ¿qué pasa si no llego a los seis meses?”, dije. “Y estoy pasando este tiempo lejos de mi familia”.

Scott no tenía respuesta para eso.

Llamé al doctor Urba para preguntarle si podía ir a casa dos semanas. “A la compañía farmacéutica, no le gustará, pero estás en buen estado físico y saludable, más allá de lo obvio…”, respondió.

Corté y me puse a bailar por la habitación. Estaría en casa para el día de la madre, que se celebraba en mayo.

Esa primera semana en casa exprimí la agenda para hacer todo y ver a todas las personas que pude. Tras dos semanas en Australia, estaba lista para recibir más PD-1, pero me dijeron que no podía recibir la dosis porque tenía la tiroides desequilibrada.

Estaba destrozada. Había dejado a mi marido e hijas para recibir el tratamiento, pero no podía hacerlo. ¡Podría haberme quedado en casa!

Más tarde ese día, me llamó el doctor Urba para decirme que la medicación había revolucionado mi sistema inmune y que “lamentablemente, a veces, ataca la tiroides, pero eso suele significar que está siendo efectiva. Así que creo que es una señal positiva”. Dos semanas después, tenía los niveles de hormonas tiroideas en su lugar y recibí mi dosis de medicación.

La semana siguiente, mis hermanas Michelle y Nicole vinieron a pasar mi cumpleaños conmigo. Era el 8 de junio de 2013. Fuimos a la ciudad a celebrarlo: ¡había llegado a los 51!

Un par de semanas más tarde, llegó Scott para la siguiente ronda de pruebas y para grabar un video para recaudar fondos para el centro oncológico. Contar mi historia era más difícil de lo que había previsto. Revivir los sentimientos de mi pronóstico era traumático y exacerbó mi sensación de aislamiento de mis hijas. En ese momento, decidí que volvería a escaparme a casa con Scott después de mi siguiente tratamiento.

Además del costo emocional, este viaje tenía un costo financiero. Ya era evidente que no podíamos mantener los viajes entre Sídney y Portland. Pero antes debía ir a la graduación de Remy y al cumpleaños de 21 de Morgan.

Llevaba dos semanas en Sídney cuando Scott me dijo que me había reservado un vuelo a Portland ese día.

“No volveré. No puedo. Quiero estar en casa”. Sabía que estaba siendo irracional. Debía volver. Luego, vi que tenía un email del hospital Mater, en Sídney.


Querida Julie:

Su próxima dosis de Nivolumab (PD-1) se la administrarán en el Patricia Ritchie Centre del hospital Mater, en Sídney. Por favor, llame para pedir turno.

¡Me quedaría en casa con mi familia para siempre!


Actualización: “Todavía recibo medicación en el hospital, como una especie de póliza de seguro, aunque dos médicos me han dicho que estoy libre de cáncer”, cuenta Julie. “La medicación de inmunoterapia está dando esperanzas para los pacientes con cáncer, y yo estoy orgullosa de haber formado parte de la ciencia detrás de ella”.

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