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Yo fui el bebé milagro

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Kerry Lee fue arrastrado por una inundación en donde su madre trató de salvarle la vida, aunque le costó la suya.

El viernes 25 de febrero de 1972 amaneció con cielo azul, un respiro de la lluvia y la nieve que durante semanas habían azotado el valle de Buffalo Creek, una cuenca de 27 kilómetros de largo situada en las estribaciones de los montes Apalaches, en Virginia Occidental. Dentro de su casa de madera en Lorado, Sylvia Albright, de 39 años, apremió a su hijo Steven, de 17, a fin de que saliera y tomara el ómnibus escolar para luego dirigir su atención al bebé Kerry Lee, de nueve meses. El niño terminaba de pasar por una racha de cólicos, Sylvia pensó que con el día soleado podía sacar al bebé un rato. Las nubes se habían disipado, al menos por el momento, también parecían haberse esfumado las preocupaciones por la presa de Buffalo Creek.

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Al llegar febrero la presa se habían llenado tanto que casi se desbordaban y los residentes empezaban a preocuparse. Sylvia, cocinera de la escuela primaria de Lorado, y su esposo Robert, minero, tenían otras cosas en mente. Su hijo mayor, Terry, de 21 años, había muerto a manos de otro soldado 16 meses antes en Vietnam. Unos meses después de la muerte de Terry, a principios de 1971, una joven pariente llamó para decirles que estaba embarazada y que no podría criar al bebé. Ofreció dárselo a ellos. Cuando el pequeño nació, en el mes de mayo, los Albright volvieron a casa con un recién nacido, rubio y con cara de ángel, a quien llamaron Kerry Lee. Siempre habían querido tener otro hijo, y el bebé fue un rayo de luz en la oscuridad que la muerte de Terry había dejado en sus almas. Pero al final de aquel día de febrero de 1972, los nubarrones reaparecieron.

Los truenos sacudían la casa. Cerca de la medianoche, los rayos iluminaban el camino asfaltado por el que transitaba Robert, que se dirigía en su auto Gremlin a la mina cercana para trabajar el último turno. Las condiciones de la presa superior se habían vuelto una amenaza en los días previos. En las 24 horas que transcurrieron entre la tarde del jueves y la del viernes, el nivel del lago lodoso había aumentado casi medio metro. Al anochecer del viernes el agua estaba subiendo 2,5 centímetros por hora, y cuando de nuevo empezó a llover con fuerza, a mayor velocidad: primero a cinco centímetros por hora y después a más de siete.

En Lorado, las luces de las casas seguían encendidas pues la gente esperaba noticias acerca de la presa. A la mañana siguiente, se formó una grieta de nueve metros de largo y tres de ancho en el borde superior de la presa más alta. Los directivos de Pittston Coal ordenaron que se reparara la grieta, pero ya era muy tarde. El agua salió con violencia, por lo que la rotura se hizo todavía más grande.

En cuestión de minutos la presa colapsó por completo. Enseguida siguió una serie de explosiones cuando las aguas chocaron contra algunos montículos de carbón ardiente. No había nada que pudiera contener semejante volumen de agua. El torrente golpeó el pueblo de Saunders y arrasó la Iglesia Baptista del Libre Albedrío, a la que asistían los Albright. Edificios, casas, autos, postes telefónicos, cables eléctricos y árboles enormes eran arrancados del suelo y arrojados a un río de fango oscuro. Saunders fue totalmente devastado en pocos minutos.

Entre tanto, la mañana del sábado había empezado con calma en casa de los Albright. Minutos después de las 8, las luces parpadearon, luego se apagaron. Si bien a veces fallaba la energía eléctrica, en esta ocasión Sylvia y Steven oyeron bocinazos de autos y gritos de personas, lo que les llamó la atención. Steven salió a averiguar qué ocurría y vio una montaña de agua y desechos de unos seis metros de altura que se abalanzaba hacia la casa. Se movía como una marejada y en su cresta las cabañas que había arrancado del suelo se sacudían como barquitos de juguete. En algunas de ellas aún había personas que se aferraban a las ventanas con el rostro petrificado de terror. Corrió de vuelta a la casa y gritó:

—¡La presa se rompió!

Sylvia tomó en brazos a Kerry Lee, quien solo llevaba puesto un pañal. Steven sujetó a su madre del brazo y los tres salieron por la puerta trasera al patio, donde el nivel del agua estaba subiendo rápidamente. La única vía de escape posible era subir a lo alto de una colina cubierta de árboles que se encontraba a 15 metros de la casa. Algunos de sus vecinos —entre ellos, Timmy Bailey, compañero de clase de Steven— ya estaban arriba. Cuando por fin se acercaron al pico de la colina, el lodo les llegaba a la cintura. Los vecinos estiraron los  brazos para ayudarlos, pero ni Sylvia ni Steven lograban alcanzarlos. Desesperada por salvar a Kerry Lee, Sylvia intentó balancearlo hacia adelante y hacia atrás para arrojarlo a sus vecinos, pero se había quedado sin fuerzas y el agua ya casi le llegaba al pecho. Soltó al bebé, quien cayó al agua y fue arrastrado ladera abajo. El torrente se llevó también a Sylvia y luego a Steven.

En las profundidades de la mina de Buffalo Creek, Robert Albright había pasado la noche reparando una pala mecánica averiada. Recién cuando iba en su auto camino a su casa vio el valle cubierto de agua, inmediatamente comprendió lo que había sucedido. Manejó lo más que pudo hasta que el agua le bloqueó el paso. Abandonó el auto y se dispuso a recorrer a pie los 800 metros que le faltaban para llegar a Lorado.

—¿Dónde está mi familia? —le gritó Robert a un vecino.
—No lograron ponerse a salvo.

En otro sitio en medio del caos, el predicador Ernest Vanover y su hijo Frank, buscaban a la esposa y a la pequeña hija de este último. Trataban de llegar al pueblo de Lundale, a poco más de tres kilómetros de distancia, donde la familia de Frank había sido vista por última vez. Mientras pasaban junto a una cañería de desagüe, a unos 800 metros de la casa de los Albright, Frank oyó un llanto agudo que provenía de un montón de desechos embarrados.

—Me pareció oír llorar a un bebé —le dijo a su padre.

Frank examinó el montón negruzco, donde alcanzó a ver una piernita que asomaba en el lodo. Parecía ser un muñeco, pero algo llevó a los dos hombres a cavar con las manos en la suciedad. Sacaron un bebé desnudo. Envolvieron al bebé con un abrigo y lo llevaron a una casa cercana. Dentro se encontraba la prima hermana de Sylvia Albright, Katheryn Ghent, quien era enfermera. El pequeño estaba tan cubierto de lodo negro que Katheryn no se percató de que era Kerry Lee. Envolvió al niño con una manta y le lavó la boca con agua limpia hasta que el bebé escupió lodo y empezó a respirar con más facilidad. La hermana de Sylvia, Patty Wright, reconoció al pequeño de inmediato.

—¡Es Kerry Lee, el bebé de mi hermana! —exclamó, y Katheryn se lo puso entre los brazos.

Robert comenzó a escalar la colina situada detrás de donde estaba la casa, en busca de su familia. Perdió la noción del tiempo. En cierto momento un vecino se le acercó.

—Es posible que tu bebé Kerry Lee esté vivo —le dijo.

Robert experimentó un atisbo de esperanza. Le dijeron que bajara la colina y se dirigiera a la casa de su cuñada. Cuando entró, Patty estaba sentada en el piso arrullando a Kerry Lee, que no hacía ruido.

—No logro hacer que llore, Robert —le dijo ella—. Sigo tratando de sacarle esa cosa negra de la boca.

El hombre se inclinó y besó con dulzura a Kerry Lee en la mejilla y enseguida lo tomó entre sus brazos. Finalmente, la criatura malherida empezó a llorar. Al parecer, había reconocido a su padre. Robert y Patty tardaron el resto del día en cruzar el devastado valle para llegar al hospital del pueblo de Man, a casi 18 kilómetros de distancia.

Se apresuraron a curarle la pierna y las otras heridas. Robert permaneció al lado de Kerry Lee en todo momento. Dos días después Robert se presentó en el depósito de cadáveres que habían instalado provisionalmente en la Escuela Primaria de Man del Sur, para identificar los cuerpos de Sylvia y Steven, que habían sido hallados a más de 700 metros de su hogar. Se encontraban entre las 118 personas, de entre tres meses y 82 años, que perdieron la vida en Buffalo Creek. La inundación arrasó el valle en cuestión de minutos, dejando tras de sí 1.110 personas heridas y más de 500 casas destruidas.

“Mi padre tuvo que afrontar la pérdida de su esposa y dos hijos. Al final, lo único que le quedó era el bebé que había adoptado. Creo que le di un motivo para seguir viviendo”.

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