Pam Bales era una senderista con experiencia. Sabía que esas huellas eran de alguien en peligro. Pero no tenía idea de que la llevarían a un rescate legendario.
Así empezó el rescate: huellas en la nieve
Pam Bales abandonó el pavimento firme del camino base y continuó por la nieve que cubría el sendero Jewell. Planeaba una caminata de seis horas en bucle a través del Parque Estatal del Monte Washington, en Nuevo Hampshire. Estaba preparada para casi todo percance, ya que quería caminar sola. Detalló su itinerario en una hoja de papel que dejó en el tablero de su Nissan Xterra: empezaría en el sendero Jewell, atravesaría la cresta sur a lo largo del sendero Gulfside, subiría a la cima del Monte Washington, seguiría por la vereda Crawford hasta la Cabaña de los Lagos de Nubes, descendería por el sendero del desfiladero Ammonoosuc, y regresaría a su auto antes de que empeorara el clima, como había sido pronosticado.
Bales siempre dejaba una copia de su itinerario de senderismo en su auto, así como en manos de dos colegas voluntarios del equipo de rescate y búsqueda del valle Pemigewasset.
Faltaba poco para las 8 a.m. del 17 de octubre de 2010. Antes de salir, revisó el pronóstico del tiempo de los terrenos más elevados que publicaba el Observatorio del Monte Washington:
Cubierto por nubes, ligera posibilidad de lluvia. Altas: superior a 20; sensación térmica, 0-10. Vientos: del NO 80-120 kph hasta 96-120 con ráfagas aún más intensas.
Su experiencia dictaba que su caminata era razonable. Además, tenía dos planes de emergencia distintos y capas extra de ropa para controlar su temperatura corporal según los cambios del clima.
Fue un agradable ascenso por la sección más baja de Jewell. Bales se sintió emocionada al caminar por los senderos nevados. A las 8:30 a.m., aún por debajo de la línea de los árboles, se detuvo y tomó la primera de una serie de selfies para documentar su trayecto; vestía una camiseta de lana sin mangas y pantalones de senderismo. No llevaba guantes ni gorro porque el viento aún era ligero. El sol brillaba entre los árboles, y estos ensombrecieron su sonrisa.
Tomó otra foto menos de una hora después, donde el aire era más frío y la nieve más profunda. Ahora vestía su chaqueta de lana con cierre de un cuarto y guantes.
A las 10:30 a.m., el clima enseñó los colmillos. Bales se abrigó con aún más capas, incluyendo una chaqueta impermeable suave, gafas y mitones de montañés para resguardarse de los vientos fríos y la densa neblina. Se abrió camino por la cresta nevada de la montaña hacia el Monte Washington y consideró finalizar su marcha. Entonces algo llamó su atención: un par de huellas de pies en la nieve, delante de ella. Todo el día había estado seguido las huellas borrosas de la gente que camina por el sendero Jewell sin prestarles mucha atención. Pero estas, concluyó, habían sido dejadas por unas zapatillas deportivas. Reprendió silenciosamente al marchista ausente por violar las reglas más básicas de seguridad y continuó su camino.
A las 11 a.m. Bales ya sentía frío, aunque avanzaba con rapidez, generando algo de calor corporal. Se puso una camiseta más por debajo de su chaqueta impermeable y un pasamontañas. Qué bueno que traje tanto, pensó. Decidió abandonar sus planes. Alcanzar la cima del monte Washington era una elección; regresar a su camioneta, una prioridad.
El viento aulló y atacó su espalda y su costado izquierdo. El cielo nublado, que antes había sido un toldo, ahora parecía arena movediza, y lo único que mantenía a Bales en el sendero Gulfside eran las huellas de las zapatillas deportivas en la nieve. Luchando contra los fuertes vientos y la abundante aguanieve, buscó algún tipo de refugio con la mirada hasta que notó que las huellas daban un giro abrupto a la izquierda, abandonando del sendero.
Era alarmante de verdad. Estaba segura de que la visibilidad tan baja haría que el senderista se perdiera, dirigiéndose a los complicados senderos del bosque Great Gulf. Bales se detuvo, estupefacta. La temperatura y las nubes estaban en una competencia por alcanzar su punto más bajo y oscurecería en solo unas horas. Si Bales seguía detrás de las huellas, añadiría riesgo y tiempo a su itinerario que había modificado precisamente para evitarlos. Pero no podía dejarlo así. Se volvió a la izquierda y gritó, “¡Hola!”, hacia la neblina congelada.
Nada. Llamó de nuevo: “¿Hay alguien ahí? ¿Necesitan ayuda?”
Los fuertes vientos del oeste arrastraron su voz. Hizo sonar su silbato de rescate. Por un momento creyó escuchar una respuesta, pero solo era el viento. Se quedó inmóvil, escuchando, entonces su giró y caminó con cuidado en la misma dirección que par de huellas. Su ruta de escape iba a tener que esperar.
Bales continuó con cautela por 20 o 30 metros, luchando para mantenerse de pie. Tras rodear una pequeña esquina, se encontró a un hombre sentado, inmóvil, refugiado entre los peñascos. Miraba hacia el bosque Great Gulf, cuya majestuosidad solo podía imaginar por la terrible visibilidad. Se le acercó y le dijo, “Ah, hola”.
El rescate de Pam Bales
Él no reaccionó. Vestía zapatillas deportivas, pantalones cortos, una chaqueta ligera y guantes sin dedos. Tenía la cabeza descubierta. Parecía estar empapado. Su chaqueta estaba cubierta de una gruesa escarcha. El hombre apenas pudo girar la cabeza para recorrerla con la mirada.
Algo se activó en ella. Dejó de ser una senderista curiosa y consternada. Su búsqueda informal se había convertido en una misión de rescate. Siguió su entrenamiento médico y trató de evaluar qué tan consciente estaba. “¿Cómo te llamas?”, le preguntó.
No obtuvo respuesta. “¿Sabes dónde estás?”
Nada. Estaba pálido, con la piel cerosa y la mirada vidriosa. Era obvio que estaba desconectado de la realidad. Tenía hipotermia y corría un serio peligro. Los vientos soplaban a una velocidad constante de 80 kph, la temperatura era de -3 grados y los balines de hielo atacaban sin tregua a Bales y al hombre, que se había convertido en su paciente.
La idea de abandonarlo si su propia supervivencia llegaba a estar en peligro era terrible, pero había sido entrenada en búsqueda y rescate; sabía que no debía tomar riesgos que la llevaran a que ella misma necesitara de un rescate. También sabía que no tenía mucho tiempo. Con él sentado, recargado contra las rocas, lo desvistió, dejándolo en camiseta y ropa interior. Como no podía hablar y estaban teniendo un contacto cercano, le puso nombre: “John”. Le colocó unos calentadores adhesivos directamente sobre sus pies desnudos. Lo revisó, buscando señas de alguna herida o golpe. No encontró ninguna. De su mochila, Bales sacó unos pantalones impermeables ligeros, medias, un gorro invernal y una chaqueta. Lo abrigó con la ropa. Él no podía asistirla, pues estaba seriamente inhabilitado por la hipotermia.
A continuación, Pam Bales sacó una bolsa de dormir, agarrándola con firmeza para que los vientos no se lo arrebataran. Se la deslizó por debajo y alrededor de su cuerpo inmóvil y lo encerró dentro. Activó más paquetes de calor y se los puso bajo las axilas, en el torso y a ambos lados del cuello. Bales siempre llevaba consigo un termo con chocolate caliente y cubos masticables de electrolitos. Disolvió algunos en el chocolate; tomó la parte trasera de su cabeza con una mano, el termo con la otra, y vertió la dulce bebida caliente en su boca.
A lo largo de la siguiente hora, John comenzó a mover sus extremidades y a hablar. Masculló que cuando salió de Maine esa mañana hacían 15 grados de temperatura. Había planeado seguir el mismo bucle que Bales. Era una ruta que había recorrido muchas veces antes. Dijo haberse perdido por la pobre visibilidad, hasta que se quedó ahí, sentado. Aunque su temperatura había aumentado, seguía aletargado.
Bales sabía que moriría pronto si no lo sacaba de ahí. Miró a su paciente directo a los ojos y le dijo: “¡John, tenemos que irnos ahora mismo!” No le dio oportunidad de discutir. Iba a regresar y él iría con ella.
El viento rugía por encima y los lados de los peñascos que los protegieron durante su reunión de 60 minutos. Bales rodeó a John con sus brazos para levantarlo, temblando, y, con un tono firme pero consternado, le ordenó, “No te despegues de mi trasero, John”. No solía hablarle así a los demás, pero debía ser contundente. Él parecía estar a solo momentos de caer en un estado de resignación total sin remedio, de detenerse y quedarse dormido. Ella no dejaría que eso pasara mientras estuviera con él.
Decidió que la única ruta posible era regresar por donde habían llegado. Volvieron muy lentamente sobre sus propios pasos por la cresta del monte por la visibilidad tan mala. Bales siguió los pequeños agujeros que habían dejado en la nieve sus bastones de senderismo. Se inclinó contra el viento y comenzó a cantar una selección de canciones de Elvis Presley, esforzándose por mantener a John conectado a la realidad, y a ella misma, firmemente concentrada.
Trataba de no desviarse del sendero, y aún más de que John no se diera cuenta de su propia preocupación que aumentaba, cuando él se desplomó sobre la nieve. Cuando volteó vio que él parecía estar dándose por vencido. Se sentó y se encogió en una especie de posición fetal, con los hombros hacia adelante y las manos sobre las rodillas. Dijo estar exhausto y harto. Ella debía seguir sin él.
Bales no iba a aceptarlo. “Esa no es una opción, John. Aún nos falta la parte más difícil, ¡así que levántate, aguántate y continúa!” Se puso de pie lentamente y ella se sintió envuelta por un gran alivio.
Bales y su renuente acompañante habían recorrido poco menos de un kilómetro cuando llegaron de vuelta al cruce de los senderos Gulfside y Jewell, el cual era un poco más seguro. Habían comenzado su descenso a eso de las 2 p.m. El sol se pondría en tres horas. Aunque los árboles los resguardaban del viento, su follaje oscurecía el camino. Bales encendió su linterna, pero con una sola luz para los dos, primero debía descender lentamente las secciones más empinadas para luego volverse e iluminar el camino para que John pudiera seguirla. Constantemente lo animaba: “Sigue, John; lo estás haciendo muy bien” y le cantaba un popurrí de canciones de los sesenta.
Su descenso fue arduo y Bales temía que él volviera a desplomarse sobre la nieve y se resistiera a sus esfuerzos por salvarlo. Poco antes de las 6 p.m. llegaron a la entrada del sendero, exhaustos y maltrechos.
Bales encendió su auto y metió la ropa de John en él para descongelarla con la calefacción. Entonces vio que él no llevaba ropa extra.
“¿Por qué no traes un cambio de ropa y comida en tu auto?” le preguntó.
“Es prestado”, respondió. Minutos después, se puso su propia ropa, ahora seca, y le devolvió a Bales la que usó para abrigarlo.
“¿Por qué no revisaste el pronóstico del tiempo si ibas a estar vestido así?”, le preguntó. Él no respondió. Solo le dio las gracias, entró a su auto y cruzó el estacionamiento hacia la salida. A esa hora, las 6:07 p.m., el Observatorio del Monte Washington registró su viento más fuerte del día, 141 kph. Pasmada, en medio de la oscuridad, Bales exclamó “¿qué acaba de ocurrir?”, sin que nadie la escuchara.
La recompensa inesperada del rescate
Su pregunta no sería respondida sino hasta una semana después, cuando el presidente de su grupo de rescate recibió una carta en el correo con una donación entre sus pliegues. Decía: “Espero que esto llegue al grupo de rescatistas correcto. Me es difícil hacer esto, pero debo intentarlo, es parte de mi terapia. Prefiero permanecer en el anonimato, pero me llamaron John. El domingo 17 de octubre, ascendí por mi sendero favorito, Jewell, decidido a quitarme la vida. Decían que haría mal clima. Creí que nadie más estaría ahí. Me vestí para irme sin demora. Cuando me di cuenta, una mujer me estaba hablando, cambiándome la ropa, alimentándome, resguardándome del frío. No dejaba de hablar, me llamaba John y yo la dejé. Finalmente me enteré de que ella se llamaba Pam.
“Las condiciones eran horrendas y le pedí que me dejara y continuara ella sola, pero se rehusó. Me levantó y, sin dejar de hablar, me ordenó que la siguiera. Lo hice, pero pensé en huir, ella no podía verme. Sin embargo, solo quería terminar solo con mi propia vida, no con la de nadie más, y creo que ella hubiera ido a buscarme.
“Todo el tiempo me trató con compasión, con autoridad, con confianza y me dio la impresión de que yo le importaba. Con todo lo malo que ha pasado en mi vida recientemente, ni siquiera a mi me importaba lo que me pasara, pero a Pam sí. Por mi atuendo, ella seguramente creyó que yo era el senderista más estúpido del mundo, pero nunca me menospreció, sí me regañó, pero con un tono amable. Quizá no era mi momento de morir. De alguna manera, mi vida aún importaba.
“Más tarde me sentí avergonzado y nunca se lo agradecí apropiadamente. Si ella representa a su organización, ustedes deben ser los mejores rescatistas del área. Por favor acepten esta pequeña ofrenda de aprecio por sobrepasar todos los límites de su propia seguridad por ayudarme. El NO parecía no existir en su vocabulario.
“Estoy recibiendo tratamiento para mi salud mental. También hay quien me está ayudando a conseguir un empleo y por ahora tengo donde vivir. Cuento con una nueva motivación gracias a personas increíbles como ustedes. Vi el nombre de su organización en el parche en su mochila y la estampa en la defensa de su auto.“ Mis más sinceras gracias, John”.
Algunos me han preguntado si, para finalmente publicar esta historia, intenté encontrar a John. Sentí que era inapropiado. Al reflexionar sobre esta historia y su relación con la salud mental, mi respuesta a esa pregunta ha ido cambiando con el tiempo. En realidad, sí encontré a John, y se trata de alguien muy querido. John es mi vecino; un buen amigo, un colega cercano, un familiar. John podría ser yo.
Alguna vez, todos nos hemos sentidos impotentes ante alguna tormenta personal en nuestras vidas. Solos, sin el calor o seguridad emocional, ahogados en la oscuridad de nuestras emociones, hemos buscado aquel lugar, lejos del sendero, en donde librarnos de nuestros problemas.
Tristemente, algunos lo llevan a cabo. Muchos otros, en silencio, se rescatan a sí mismos. Otros, como John, son rescatados por personas como Pam Bales.
Tomado de New Hampshire Union Leader (5 de enero, 2019), Copyright © 2019 por Ty Gagne, Unionleader.com