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Más allá del dolor

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Una joven afgana sufre en carne propia los horrores de la guerra, pero también encuentra motivos de esperanza.

TODOS ESTABAN ALREDEDOR DE MI CAMA, pero nadie me decía lo que me había pasado. Al otro día me armé de valor y decidí mirarme las piernas. Entonces me dijeron que había pisado una mina terrestre.

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Aquella fatídica mañana de 1994 me desperté y sentí el sol en los ojos. Todos en casa nos habíamos quedado dormidos. Eran las 8. Las clases ya habían comenzado y me estaba perdiendo minutos preciosos de las historias que contaba mi maestra. Tenía siete años y me encantaba la escuela porque allí vislumbraba un mundo más allá de la casa donde vivía mi familia, incluso más allá de mi ciudad, Kabul, en Afganistán. La maestra de segundo grado era maravillosa. Yo me bebía sus palabras como el desierto absorbe la lluvia.

Muchas veces me había preguntado cómo era el cielo. Me imaginaba subiendo por una escalera larga, larga, y asomándome al otro lado. ¿Qué vería? ¿Qué había más allá? “Pero el cielo no es un techo”, nos explicó la maestra. “Podrían pasarse la vida subiendo hacia él sin alcanzarlo jamás”.

¡No veía la hora de escuchar la siguiente lección! Y aquella mañana ese anhelo fue mi perdición, porque me volvió descuidada. Voy a ir por un camino más corto, pensé al salir de casa. Si cortaba por un campo cubierto de maleza, ganaría dos o tres minutos. Decidí atravesar el matorral.

De pronto vi un destello de fuego y sentí que el suelo se movía bajo mis pies. Recuerdo una lluvia de tierra, y luego nada.

Cuando por fin me desperté en el hospital, sentí como si tuviera una montaña sobre una pierna. Así sentía el dolor, como un peso. Toda mi familia estaba alrededor de la cama, pero nadie me decía lo que me había pasado. Al otro día me armé de valor y decidí mirarme las piernas: estaban destrozadas. Entonces me dijeron que había pisado una mina terrestre.

Durante los 40 días que pasé en el Hospital Infantil de Kabul, el médico fue muy amable, pero no tenía medicamentos, instrumentos ni equipo para trabajar. Habíamos vivido años de guerra, primero con la invasión soviética de 1979 y luego con los guerrilleros integristas que se disputaron el control de Kabul tras la retirada de los soviéticos, en 1989. El país había agotado sus suministros médicos y ya no tenía dinero para importar nada.

Aproximadamente cada tres meses, una institución de asistencia alemana llegaba a Kabul y elegía a un reducido número de niños heridos para darles tratamiento en Alemania. Los médicos afganos les habían dicho a mis padres: “No podemos tratar las heridas de Farah aquí. Dejen que los alemanes se la lleven. Es su única esperanza”.
Cuando supe lo que habían dicho me asusté. Alegué que tenía apenas siete años y no podía ir sola, que mi madre tenía que acompañarme.

El médico que había sido amable habló conmigo en privado.
—Ve con los alemanes —me dijo—. Van a dejarte las piernas como nuevas, y cuando regreses andarás por todas partes con tacos altos.

Cuando por fin llegaron los alemanes, el médico en seguida me señaló y les dijo que yo era el caso más grave. Me alegró que me eligieran. Ellos iban a dejarme como nueva. Podría usar tacos altos.

Sola en un país desconocido

ÉRAMOS UNOS 30 CHICOS AFGANOS que los alemanes llevaron en esa ocasión a su país. Lo primero que hicieron en el hospital fue sacarme la rodilla derecha con parte del hueso de arriba y abajo, y fusionar el fémur y la tibia con una varilla metálica que insertaron unos quince centímetros en cada hueso. En consecuencia, por supuesto, ya no podía doblar la pierna derecha porque no tenía rodilla.

Tiempo después volvieron a llevarme al quirófano y me anestesiaron. Cuando volví en mí, no sabía lo que me habían hecho los médicos. Sólo me di cuenta de que ya no sentía dolor. Empecé a imaginar mi regreso a casa: cómo bajaría a los saltos la escalera del avión y correría por la pista para saludar a mi familia. A lo mejor me recibían con unos zapatos de tacos altos. Quería que fueran rojos.

Los médicos habían colocado en la cama, sobre mi pierna izquierda, un armazón cubierto por una manta. Durante mucho tiempo no se me ocurrió mirar debajo de la manta, pero un buen día la levanté, miré hacia abajo… y vi que en el lugar donde debía estar mi pierna no había nada. Sentí como si un terremoto sacudiera todo el hospital.

Entonces empecé a llorar. Me había aferrado a las palabras del médico afgano sobre los tacos. Esa creencia me permitía seguir adelante, al igual que todas las historias románticas que me había inventado acerca de la vida que llevaría, del amor que disfrutaría.

Se me dio por llorar todas las noches. Una vez mis lágrimas llamaron la atención de una señora que visitaba a su hijo en el cuarto de al lado. Preguntó a los enfermeros sobre mí, y al saber que venía de Afganistán y no tenía familia en Alemania, fue a consolarme. De ahí en adelante pasaba a verme todas las noches después de visitar a su hijo.

Una semana más tarde dieron de alta al hijo, pero Christina —así se llamaba— siguió yendo a verme y llevándome juguetes, flores, tarjetas y golosinas. También me regaló lápices de colores y papel, y nos poníamos a dibujar juntas. Cosía bien; me hizo algunas prendas de vestir y, cuando me sentí más fuerte, me llevó a cenar a su casa.

La primera vez que un hombre fue a tomarme medidas para una pierna artificial, le dije que no la quería. Él llevaba una pierna modelo para mostrármela, pero la rechacé con enojo. Entonces la enfermera me dijo furiosa:
—¡Vives en el mundo, niña! Ponte esa pierna ahora mismo.
¡Qué favor me hizo al retarme! Hoy quisiera poder agradecérselo.

Un año y medio después de mi llegada a Alemania, estaba bastante repuesta como para volver a Afganistán. Había aprendido a caminar con la pierna artificial. Sin embargo, aún no podían enviarme de vuelta porque se había recrudecido la guerra en Kabul y sus alrededores, y no podían aterrizar aviones en el aeropuerto. Me llevaron a vivir a un albergue con otros chicos que esperaban volver a su país. Visitaba a Christina con frecuencia y supe más de su vida. A esas alturas ya hablaba bastante bien el alemán y conversábamos de muchas cosas. Yo no dejaba de pensar: ¡Qué moderno es este lugar! ¡Cuánta libertad gozan las mujeres! Van a la escuela. Trabajan en toda clase de empleos. La gente es muy amable, y todos conviven en paz.

No quería volver a Afganistán, y sin embargo, extrañaba mucho a mi familia. Los sentimientos encontrados me desgarraban el corazón. En eso nos llegó la noticia: habían dejado de caer bombas sobre Kabul. Me dijeron que juntara mis cosas de inmediato. Regresaba a casa.

Un choque cultural

Los dos años en Alemania me habían transformado. La vida que llevaba mi familia ahora me parecía primitiva. Seguí usando la ropa que me habían dado en Alemania. Pensaba que, al seguir vistiendo así, no pertenecía realmente a aquel país extraño. Y, por supuesto, al deslindarme de Afganistán, me distanciaba de mi familia. Jamás me echaron en cara mi actitud; antes bien, me prodigaban más atenciones y afecto que nunca. Sé que lo hacían por amor, pero detrás de tanta consideración yo vislumbraba lástima.

La guerra en Kabul volvió a exacerbarse. A media noche me despertaban de un sueño profundo y susurraban: “¡Levántate! ¡Tenemos que refugiarnos en el baño!” Era el lugar más seguro de la casa cuando caían bombas, lo cual ocurría por lo menos una vez por noche.

Incluso en esas condiciones mi padre iba todos los días a su sastrería. Nos despedíamos de él con el corazón en un puño, y no nos calmábamos hasta que lo veíamos regresar.

No podía resignarme a esa vida. “No quiero vivir así”, le decía a mi padre. “Quiero irme de Afganistán”. Le hablé de mi experiencia en Alemania y de cuanto había visto allí.
“Pero éste es nuestro mundo, hija mía”, me contestaba. “Tenemos que arreglárnoslas lo mejor que podamos”. Cuando tenía tiempo me enseñaba su oficio con la esperanza de distraerme de la guerra. Con el paso del tiempo yo habría de recordar aquellas lecciones con gratitud.

A los cuatro meses de mi regreso seguía usando mi ropa alemana, pero un día le anuncié a mi padre que en adelante volvería a vestirme como afgana.
—¡Voy a hacerte todo un guardarropa nuevo! —respondió él encantado.

Fui al bazar con mi madre y mis hermanos. Nos pasamos la mañana comprando telas. Un sentimiento maravilloso empezó a florecer en mi corazón.

Pérdida tras pérdida

EMPRENDIMOS FELICES EL CAMINO A CASA, pero al llegar a nuestra calle vimos un gentío. Nos abrimos paso a empujones.

Una bomba había arrasado nuestro hogar. Entonces vi los maltrechos cuerpos de mi padre y mis hermanas, que algunos vecinos habían cubierto con chales y mantas.

Me quedé allí helada, sin siquiera poder llorar. Mi madre, en cambio, se quitó de un tirón el pañuelo de la cabeza y empezó a tirarse de los cabellos hasta arrancárselos. Las mujeres se agolparon a su alrededor y le sujetaron los brazos para que no se hiciera daño; para soltarse, ella se puso a forcejear como poseída, con la mirada vacía.

A los tres o cuatro días de esta desgracia, los guerrilleros integristas huyeron de Kabul hacia el Norte y dejaron la capital en manos de los talibanes, ese terrible ejército de jóvenes barbudos. Corría el mes de septiembre de 1996. Ante el caos que reinaba en la ciudad, nadie se atrevió a dar digna sepultura a nuestros seres queridos. Unos hombres vinieron a nuestra casa, se llevaron los cuerpos al cementerio y los enterraron sin más. Los ritos que santifican y honran a los muertos no se celebraron con mi querido padre ni mis adoradas hermanas.

Escuchamos por primera vez a los talibanes por radio cuando dieron a conocer sus reglas: las mujeres no podían salir de casa sin la compañía de un hombre, y aun acompañadas debían llevar puesto el chador, un velo que cubre el cuerpo de la cabeza a los pies. Luego, poco a poco, empezamos a ver a los talibanes: parecían seres salvajes de otro mundo.

Un tío nos alojó en su casa a los cuatro que quedábamos de la familia —mi madre, mis dos hermanos y yo—, pero al cabo de dos semanas, llenos de pesadumbre, decidimos volver a nuestro ruinoso hogar y vivir en los cuartos que no estaban destruidos. Ya hacía bastante frío. Mis hermanos clavaron tablas en las ventanas para taparlas. Las habitaciones quedaron muy oscuras, pero preferíamos la oscuridad al frío.

A casi un mes de la muerte de mi padre, los talibanes anunciaron que necesitaban más soldados para su ejército. Todas las familias debían entregar a sus hijos. A esas alturas sabíamos algo más de los talibanes: les tenían un odio especial a los hazaras, nuestro grupo étnico. Era probable que a los jóvenes hazaras no los quisieran para reclutarlos, sino para matarlos.

Como nuestros vecinos también tenían hijos y casi todos en el vecindario éramos hazaras, una noche nos reunimos a discutir qué podíamos hacer. Alguien propuso que los chicos huyeran a Pakistán. No había más remedio.
—Es mejor que todos se vayan a la vez —agregó el mismo vecino—. Así los mayores podrán cuidar a los menores.

Los vecinos les dieron algo de dinero a sus hijos. Mi madre tenía unas joyas de oro; un amigo con influencias vendió parte del oro en el bazar, le entregó el dinero a mi madre, y ella se lo dio a mis hermanos: Mahmud, que entonces tenía 16 años, y Ghayus, de nueve.

Mi madre y yo nos despedimos de ellos con un abrazo. Todos lloramos. Les dimos la bendición ritual cuando partieron de casa. Mi hermano mayor llevaba al menor de la mano al irse con los demás chicos.

Jamás volví a verlos.

Del otro lado de la frontera

CIERTO DÍA UN VIAJERO SE PRESENTÓ en casa para entregarnos una carta. Nos alegramos mucho porque pensábamos que era de mis hermanos, pero era de una prima de mi madre que vivía en Quetta, ciudad paquistaní situada en la frontera con Afganistán. Se había enterado de la muerte de mi padre y de las circunstancias en que nos encontrábamos, y nos animaba a que encontráramos un modo de cruzar la frontera para irnos a vivir con ella.

Con nuestras pocas pertenencias envueltas en bultos de tela tomamos un ómnibus a Jalalabad, que está a mitad de camino a la frontera. Desde allí viajamos apretujados con otras personas que huían del país en una camioneta que nos dejó como a un kilómetro de la frontera.

Todo el segundo tramo del camino hervía de gente que esperaba cruzar la frontera ese día: cientos de familias. La entrada a Pakistán estaba cerrada, y se veía que los guardias fronterizos no dejaban pasar a nadie. La gente se abría paso a empujones, y los guardias la hacían retroceder con garrotes y carabinas. Ni siquiera pudimos acercarnos a la puerta.

Estaba oscureciendo, y nos encontrábamos desamparadas en el desierto. Lo bueno es que no hacía frío ni estábamos solas. Nos dispusimos a pasar la noche en pleno desierto junto con centenares de compañeros que compartían nuestra suerte, gente común y corriente que no le deseaba mal a nadie.

Al otro día supe que cruzar la frontera era todo cuestión de sobornos, sólo que para llegar a Quetta necesitábamos el poco dinero que teníamos. Esa noche acampamos cerca de una amigable familia. La señora nos dijo que su esposo, Ghulam Alí, había hallado otro modo de cruzar la frontera: por una senda de cabras que atravesaba las montañas a varios kilómetros al noreste de ese puesto fronterizo. Nos invitó a acompañarlos.

A la noche siguiente nos levantamos antes del alba, rezamos y seguimos a Ghulam Alí y su familia. Después de varios kilómetros, la senda empezó a ascender, y mi madre iba respirando con dificultad por el asma que padecía. Teníamos que descansar a menudo, y el viaje llevó muchas horas. En cuanto a mí, me quedo perpleja al recordarlo: ¿cómo subí la montaña tan fácilmente? ¿Cómo bajé la otra ladera? Tal vez las dificultades de mi madre hicieron que me olvidara de las mías.

Ghulam Alí era un buen hombre, muy paciente y compasivo con nosotras. En cuanto llegamos al pie de la pendiente nos dijo que ya estábamos oficialmente en Pakistán. Nos echamos a reír, sin poder parar. El júbilo nos llenaba el corazón. No teníamos idea de lo que nos deparaba el futuro, pero por un momento saboreamos una felicidad absoluta.

Un campo de refugiados

LLEGAMOS POR FIN A QUETTA y nos quedamos un año con la familia de la prima de mi madre. La casa era diminuta y estaba atestada, pero tenían teléfono. Conocíamos la dirección de Ghulam Alí y le escribimos para darle el teléfono y pedirle que, si por casualidad sabía de mis hermanos, les dijera dónde hallarnos. Sin embargo, nunca recibimos ningún llamado.

Al cabo de un año, nuestra situación se hizo intolerable debido al hacinamiento. Terminamos poniéndonos en manos de la ONU, que administraba un inmenso campamento de refugiados en las afueras de la ciudad.

Nos dieron una carpa para nosotras solas. Al llegar el invierno bajó la temperatura y empezó a ulular el viento. Mi madre, sentada en la carpa envuelta en una frazada liviana, se demacraba cada día más, y su tos empeoraba.

Acepté algunos trabajos de costura, pero todo lo que ganaba se iba en visitas al hospital cuando mi madre sufría ataques de asma. Nos las arreglamos para sobrevivir un año en aquella carpa; pero al acercarse el siguiente invierno la salud de mi madre se deterioró aún más y pensé que, si no volvíamos a la ciudad, no sobreviviría las bajas temperaturas.

Fui a la ciudad a buscar un sitio para vivir. Sabía que no tenía posibilidad de encontrar trabajo. ¿Quién en Quetta iba a contratar a una niña afgana de 12 años a quien le faltaba una pierna? Por fin una familia accedió a darnos alojamiento y comida a cambio de trabajo. En el invierno de 2000 salimos del campamento de refugiados, nos mudamos a un cuartito del tamaño de un clóset y nos volvimos poco menos que esclavas.

Yo sentía como si llevara todo el peso del mundo sobre los hombros. Me enojé con Dios. Pero cierta noche, cuando toda la familia se había acostado, salí al jardín, alcé la vista al cielo estrellado, el mismo que tanto me maravillaba cuando estaba en segundo de primaria, y entonces, no sé cómo, recobré la sensación de asombro que hacía tanto había olvidado.

Me dirigí a Dios con el corazón. ¡Ay, Dios mío, sácame de aquí!, le dije. Me entrego por completo a ti, sin más resistencia. ¡Ayúdame, por favor! Ya no soporto esta carga.

Poco después me enteré de un programa por el que los Estados Unidos recibirían a 1.000 refugiados afganos de Pakistán. Esto viene de Dios, me oí decir. Mi madre y yo estaremos entre esos 1.000.

La fe, a prueba

WORLD RELIEF, UNA INSTITUCIÓN CRISTIANA PRIVADA, auspiciaba el programa. Fuimos a presentar nuestra solicitud a una oficina fuera de la ciudad, donde había una muchedumbre de mujeres y niños. Pero no era caótico como en la frontera: cada vez que se abría la puerta pasaban dos o tres personas. Poco a poco iban recibiendo las solicitudes. Al tercer día, un paquistaní anunció que ese día atenderían primero a los heridos y a quienes tuvieran alguna discapacidad. Luego, mirándome, dijo:
—A ver, tú, muchacha, acércate —el gentío tuvo que apartarse para dejarnos pasar—. ¿Qué te pasó?

Le conté que de chica había pisado una mina terrestre. Mi madre no dijo nada; jadeaba como un pez fuera del agua y apenas podía mantenerse de pie.
—Está bien —dijo el hombre—. Ustedes dos pueden pasar.

En el patio había otro hombre, sentado tras un escritorio. Nos llamó y nos preguntó de dónde éramos y quiénes componían nuestra familia. Mi madre se puso a llorar. Respondí que sólo éramos nosotras dos, que habíamos perdido a todos los demás.
—Hermana querida —agregó él entregándome un papel con algo escrito—. Vayan a esta dirección en Quetta para una entrevista.

Como yo no sabía leer, tuve que pedirle que me dijera la dirección y la hora, y aprendérmelas de memoria.

Fue el principio de un largo y angustioso proceso que por fin resultó en un viaje a Islamabad, a la Embajada de los Estados Unidos.

—¡Felicidades! —nos dijo una señora estadounidense de pelo canoso en una imponente oficina—. Viajarán a los Estados Unidos. Ahora vuelvan a Quetta y esperen a que nos pongamos en contacto con ustedes.

Una traductora paquistaní nos ayudó y anotó el teléfono de la prima de mi madre para avisarnos cuando llegara el momento. Volvimos a Quetta, casi sin poder creer en nuestra buena suerte. Era agosto de 2001.

Esperanzas frustradas

VARIAS SEMANAS DESPUÉS NOS DESPERTAMOS con la noticia del 11 de septiembre de 2001. Hicimos un desesperado llamado telefónico a la oficina en Quetta.
—Se cancelaron todos los vuelos a los Estados Unidos —nos dijeron—. En cuanto al programa para llevar refugiados afganos a los Estados Unidos, olvídenlo. Osama bin Laden embarró la palabra “afgano”.

A la semana siguiente la Embajada por fin nos llamó.
—Por el momento nadie está viajando a los Estados Unidos —dijeron—. Nos pondremos en contacto si hay algún cambio.

En las semanas anteriores al 11 de septiembre estábamos rebosantes de felicidad y esperanza, pero desde que nos llamaron de la Embajada pasábamos los días como zombis. Nada parecía importarnos. Y sin embargo, en lo más profundo de mi ser, jamás perdí aquella semilla de certidumbre. Dios todo lo puede, y yo estaba segura de que nos ayudaría.

Transcurrieron seis meses de espera. Al séptimo volvieron a llamarnos de la Embajada. El programa se había reanudado. La semana siguiente viajaríamos en avión de Quetta a Islamabad, y de allí a los Estados Unidos.

HOY MI MADRE Y YO VIVIMOS en un cómodo departamento en un suburbio de Chicago. Ella ha hecho amistad con otras mujeres afganas. Cuando hace calor van juntas al parque y se sientan sobre el césped a conversar y a tomar el té. Los fines de semana nos visitan familias afganas o nosotras vamos a su casa. Celebramos las fiestas religiosas con el resto de la comunidad.

Mi madre incluso asiste a un curso de inglés tres veces por semana. Como una planta que por fin recibe agua, ha empezado a animarse y a cobrar nueva vida. Al verla sentada tranquilamente, respirando con facilidad, me digo: Por lo menos hice una cosa bien en la vida: la salvé.

En cuanto a mí, he aprendido a manejar y asisto a una universidad local, pero aún no me decido por una especialidad. Tal vez trabaje en el campo de la computación o me dedique a algún negocio. Quizá diseñe prótesis. Si son buenas, significan mucho para quien ha perdido una pierna o un brazo. La mía me dio una nueva vida. Me gustaría poder darles a otros la oportunidad de una vida nueva.

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