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Los secretos de un paraíso perdido en el Pacífico Sur

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La isla Pitcairn por dentro: conocé las historias de abusos sexuales

Al mirar desde la parte más elevada de la isla Pitcairn, a casi 340 metros de altura, se puede apreciar su absoluto y opresivo aislamiento. Desde esta meseta rocosa, a la que se llega por un laberinto de empinados y tortuosos caminos de tierra, el horizonte se extiende en todas direcciones. Se trata, sin duda, del lugar más solitario de la isla habitada más remota del mundo.

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El aislamiento extremo de Pitcairn fue la principal razón por la cual los amotinados del famoso barco británico Bounty, dirigidos por Fletcher Christian, decidieron refugiarse allí en 1790. Y fue ese aislamiento lo que permitió a sus descendientes, ocultar sus crímenes durante décadas bajo un manto de secretismo.

Highest Point (“el punto más alto”), como se conoce esta meseta, fue uno de los lugares donde Steve  Christian, el hombre fuerte de la isla, con alrededor de 25 años, perpetró una serie de violaciones en los años 60 y 70. Su víctima, Charlotte, quien entonces tenía 12 años, aún recuerda el dolor. En ese sitio desolado, nadie podía oír sus gritos.

Las chicas como Charlotte, no tenían manera de escapar de la isla Pitcairn —un punto olvidado en el Pacífico Sur, casi a medio camino entre Chile y Nueva Zelanda—, carecía de pistas de aterrizaje y puertos seguros, y las lanchas de la comunidad eran el único medio para entrar o salir. Así que las víctimas guardaban silencio. Hasta que una de ellas, Belinda, de 15 años, le reveló a una mujer policía que viajó a la isla en 1999, que dos de los hijos de Steve Christian la habían violado. Poco después se desintegró el escudo de silencio y complicidad que había protegido a los hombres durante décadas.

Belinda, una adolescente conflictiva e indócil, había pasado toda su vida en aquella comunidad cerrada de menos de 60 habitantes. La isla, donde todos vivían en estrecha cercanía y tenían algún grado de parentesco, era el único hogar que conocía. Su denuncia llevó a investigadores británicos a interrogar a las mujeres de Pitcairn.


Todas ellas contaron historias similares. Aparentemente, el abuso sexual infantil era endémico allí. Casi ninguna niña había salido indemne, y casi todos los hombres eran presuntos violadores.


La noticia fue recibida con incredulidad en el resto del mundo, que había idealizado Pitcairn. La isla era considerada un museo viviente poblado por los herederos de los amotinados, quienes habían adquirido un aura de heroísmo por sobrevivir en un ambiente excepcionalmente difícil. Su reputación como cristianos ejemplares reforzaba también la imagen como un paraíso oculto en los mares del sur.

El mito de Pitcairn empezó a forjarse cuando el capitán del Bounty, William Bligh, logró regresar a Inglaterra en 1790, luego de haber recorrido 5.820 kilómetros de mar abierto en una lancha. Se decía que los amotinados, después de apoderarse de aquel barco de la Marina Real, se habían dirigido a una isla rodeada de palmeras (se cree que Tahití) para divertirse con las bellas mujeres nativas. Los diarios ingleses divulgaron una historia de romance y aventura, y el poeta Lord Byron se inspiró en ella para escribir una balada épica. Muy pronto el villano del relato ya no era Fletcher Christian, el cabecilla de los rebeldes, sino Bligh, cuya tiranía supuestamente los había obligado a sublevarse.

Mientras que algunos de los amotinados decidieron regresar a Tahití, Fletcher Christian y ocho seguidores recorrieron el Pacífico Sur en busca de un buen refugio. Pitcairn, una isla de 4,5 kilómetros cuadrados de superficie, les pareció ideal: como una fortaleza, estaba rodeada por una muralla de traicioneros acantilados golpeados por el fuerte oleaje. Además de ser una isla desierta, había sido mal cartografiada; estaba, literalmente, fuera del mapa.

Cuando, en 1808, un ballenero estadounidense llegó a Pitcairn —el primer barco en toparse con la isla desde el motín—, encontró una próspera comunidad. Los colonizadores eran autosuficientes, habían construido viviendas y cultivaban sus propios alimentos. Además, afirmaban ser cristianos.

La isla empezó a hacerse famosa en 1876, cuando sus habitantes se unieron a la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Varias décadas después Hollywood se interesó por la historia y, luego de filmar cinco películas sobre el Bounty, a finales del siglo XX el mito de Pitcairn se había consolidado. Para entonces, hacía unos 150 años que la isla era una colonia británica, pero el Reino Unido no intervenía mucho en ella. Los isleños se regían sin ayuda y elegían a sus propios policías y jueces.

Aunque las autoridades británicas recibían alarmantes noticias de que la isla no era ningún paraíso —se hablaba de niñas embarazadas por hombres adultos, violaciones, abortos, incestos e incluso asesinatos—, las pasaban por alto, y recién en 1997 una mujer policía, Gail Cox, agente comunitaria, fue enviada allí como instructora. En esta visita se sintió cautivada por el lugar. Sin embargo cuando regresó en 1999, todo había cambiado radicalmente. Advirtió que algo tenebroso ocurría en la comunidad. Pocas semanas después de su llegada, Belinda y otra adolescente confesaron ser agredidas y violadas desde pequeñas.


Los ataques sexuales eran muy comunes en Pitcairn y que no había niñas que llegaran vírgenes a los 12 años de edad.


Poco después la policía decidió localizar a todas las mujeres que se habían criado en Pitcairn desde 1980. Muchas vivían en el exterior, principalmente en Australia y Nueva Zelanda. Al concluir, la policía había hablado con 31 víctimas, cuyas historias abarcaban cuatro décadas, y mencionaban a 30 agresores: eran casi todos los hombres de la isla de las tres últimas generaciones.

En Pitcairn, la reacción fue de furia hacia las víctimas, que fueron acusadas de incitarlos. Los isleños, incluidas las ancianas, dijeron que las chicas habían accedido voluntariamente a tener relaciones sexuales, y que el juicio era una conspiración de los británicos para destruir la comunidad.

Pese a la violenta reacción, nueve mujeres aceptaron comparecer en el tribunal. Pero ¿cómo hacerlo en un lugar tan aislado? ¿Qué efecto tendría en una pequeña comunidad integrada por familias estrechamente entrelazadas, en cada una de las cuales había un supuesto transgresor o una víctima?

Luego de descartar una amnistía, el gobierno británico designó abogados, un magistrado y tres jueces para que se ocuparan del caso. Sin embargo, recién en 2003 Simon Moore, el fiscal principal, formuló 96 cargos contra 13 hombres. Siete vivían en la isla y fueron enjuiciados en Pitcairn en 2004. Habían pasado casi cinco años desde el inicio de la investigación y la comunidad se sentía muy presionada. La isla se dividió en dos bandos: una minoría deploraba la presunta conducta de los acusados, y la mayoría la negaba o la disculpaba. Mientras tanto, las víctimas debían soportar una angustiosa espera.

En septiembre de 2004 llegaron a la isla 29 personas que iban a ocuparse del que para entonces quizá ya era el caso más extraño de la historia judicial británica. El viaje hasta Pitcairn había requerido varios vuelos y una travesía en barco de 30 horas desde la Polinesia Francesa. Los extranjeros se apretujaron en unas cuantas casas vacías, y algunos de ellos tuvieron que dormir en la nueva prisión de la isla, construida por los acusados. Todos los días se cruzaban con los hombres o con sus familiares, y recibían un trato poco cordial. Ninguno de ellos era bienvenido. Se sentían vigilados muy de cerca.


Steve Christian, ya de 53 años y alcalde de la isla, fue el primero en ser juzgado. Vestido con pantalones cortos, sandalias y una camiseta con el logotipo del Bounty, parecía indiferente al proceso.


Usando sus largas togas negras, los jueces y los abogados ocuparon sus sitios en el recinto. Las víctimas testificarían por enlace de video desde Nueva Zelanda. En la pantalla, una mujer de edad madura, Jennifer, contó un terrible episodio de su infancia en que la violaron. Luego, Charlotte, describió la violación que sufrió en Highest Point. ¿Por qué no se lo dijo a sus padres? “Así es la vida en Pitcairn. Las mujeres son víctimas de abusos, de violaciones… En el mundo exterior todos piensan que la isla es un paraíso, pero en mi infancia fue un absoluto infierno”.

No hubo público en el tribunal. Con su ausencia, los isleños revelaban su desprecio por los procesos, pero también sus ilusiones: si se comportaban como si nada estuviera ocurriendo, quizá los extranjeros harían sus valijas y se irían.

Dave Brown aceptó cierta responsabilidad y Dennis Christian se declaró culpable; los demás negaron los cargos y, mientras los jueces resolvían, continuaron con su vida normal. Steve y Randy Christian recibieron sentencias de prisión; y sólo un hombre fue absuelto: Jay Warren.

La comunidad se conmocionó con los veredictos. El proceso legal había terminado, pero nadie había respondido aún algunas preguntas perturbadoras. ¿Cómo pudo degradarse de esa forma una pequeña sociedad tan alejada del resto del mundo?

Belinda ha pagado un alto precio por su denuncia. Rechazada por su familia y su comunidad, jamás podrá volver a la isla. Aun así, piensa que valió la pena, que se hizo “cierto grado” de justicia y que por fin puede dejar atrás su pasado. Ahora vive en Nueva Zelanda, con su pareja y tres hijos pequeños. Si siente alguna amargura, no es por lo leve de algunas sentencias (seis y tres años y medio de cárcel), sino porque aún se niegan a admitir su culpa y pedir perdón.

El gobierno británico anunció que las víctimas serían indemnizadas por los perjuicios que sufrieron en su descuidada isla, y ellas celebraron este reconocimiento oficial del dolor que soportaron. El Reino Unido ha mejorado la infraestructura y las comunicaciones de Pitcairn, pero aún falta ver si ha cambiado la mentalidad de los isleños. En público, siguen negando los ultrajes; en privado, algunos empiezan a reconocer que nunca fue un paraíso; al contrario, era un “absoluto infierno”.

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