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El abrazo de Ana

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La historia de un proceso interior que rescata los valores más profundos de un ser humano.

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FUE PARA ELLA EL ABRAZO MÁS DOLOROSO. Él se escondía en su hombro mientras lloraba angustiado por su futuro y ella sintió compasión por el joven que había destruido todos sus sueños. “No entendía por qué, pero lo estaba abrazando”, dice Ana María Suárez, de 56 años. Cuando en un momento levantó los ojos por encima de la persona que estrechaba entre sus brazos, Ana miró que enfrente había un enorme ventanal por el que se veían los bosques y las montañas nevadas de esa primavera patagónica de 2006, el mismo paisaje que veinticuatro años antes había buscado para vivir su utopía.

ESTE ABRAZO TENÍA MUCHO EN COMÚN con otro episodio sucedido a finales de los 70 en Ibiza, España. La primera vez que Ana vio a Ricky, un gitanito de oscuro pelo ensortijado que rondaba los siete años, él bajaba corriendo por la calle de la Virgen en dirección al mar. En su mano agitaba un dardo amenazante con el que tenía asustados a otros chicos del barrio. Adelante de Ricky escapaba a toda velocidad el pequeño hijo de Ana, Mariano, un rubiecito de apenas cinco años. Ricky bajaba desde el barrio de gitanos ubicado en la parte alta de la ciudad, y el hijo de Ana corría desesperado hacia la zona costera donde estaba el departamento en el que vivía con su hermano Matías, de siete años, y su mamá, una inmigrante argentina que había llegado a la isla un año antes.
Ana vio la situación desde lejos y corrió a defender a su hijo. Con un sacudón en el brazo frenó la carrera de Ricky y le arrebató el dardo.

—¡Ahora mismo vamos a tu casa! ¡Yo quiero hablar con tus padres!— le gritó.
Con el pequeño Mariano, aún agitado y en sus brazos, Ana subió al barrio gitano, guiada por el cabizbajo Ricky,
—Perdónelo usté, mujé —pidió la abuela de Ricky cuando llegaron a la casa—. Es que este niño ni estudia, ni hace ná y anda por ahí molestando tó el día.

En aquella época Ana estaba entusiasmada con el pensamiento de un pacifista católico francés llamado Lanza del Vasto (1901-1981), que difundió en Occidente la prédica de Mahatma Gandhi. “Si frente al mal reaccionas mal, no reparas el mal: lo duplicas”, decía Lanza. Su propuesta de vida era una singular búsqueda de los ideales de fraternidad y encuentro contemplativo con la naturaleza, a partir de un camino en la vida de fe.

A Ana se le ocurrió entonces hacerle una proposición original a la abuela, que en las familias gitanas oficia de jefa del hogar.
—Yo estoy dispuesta a darle clases gratuitas a Ricky. Me ofrezco como su maestra particular para ponerlo al día con los estudios y ayudarlo también a cambiar estas actitudes.

A partir de ese día la relación entre Ricky y Ana se fue consolidando hasta convertirse en un compromiso de lealtad mutua.
“Yo vua a estudiá y progresá”, prometió Ricky.

Ana recuerda este episodio de Ibiza como un presagio de un hecho que ocurriría años más tarde con final trágico, pero también como una enseñanza de vida frente a la agresión: “Nunca dupliques el mal que te han hecho”.

El bolsón de la utopía

CUANDO LOS VIENTOS DEMOCRÁTICOS soplaron nuevamente en Sudamérica, Ana regresó a la Argentina y se radicó en la zona cordillerana de El Bolsón, junto con su familia. El Bolsón era entonces un paisaje de postal suiza, convertido en la meta de varias comunidades que compartían su búsqueda espiritual y el amor por la naturaleza, lo que muchos llamaban su “utopía”. A finales de los 70 también visitó El Bolsón, Lanza del Vasto. Ana sintió que hablaban el mismo lenguaje cuando lo escuchó decir: “Sólo para los que saben ver, Dios está en el misterio de toda la creación”.

La familia vivió aquellos años en una casita de cuento. Durante la época de clases, que en algunas regiones del Sur se extiende de la primavera al otoño, Ana trabajaba como maestra en una escuela rural de la zona. En el invierno, las ocupaciones se reducían prácticamente a comprar provisiones, amasar el pan y mantener la casa caliente.

Junto a otras familias participaban en todos los proyectos comunitarios referidos al desarrollo y cuidado del medio ambiente y la formación de cooperativas de trabajo. Entre otras actividades asesoraron por ejemplo a las autoridades locales en el rediseño del vertedero municipal. “Aquellos años sentí que estábamos viviendo la utopía”, afirma Ana.

En octubre de 2001, ella comenzó también con un programa de radio semanal dedicado al cuidado del medio ambiente, llamado “Planeta Vivo. Tercer Milenio”, en Radio Nacional El Bolsón.

Entre los hijos, Mariano, un joven alto, de ojos claros y siempre simpático, se había convertido en el miembro más conocido de la familia. Era el más sociable e independiente, alguien que nunca pasaba desapercibido cuando entraba en algún lugar. Además, había heredado de un abuelo famoso, Edgardo Suárez, una hermosa voz de locutor que le permitió lanzarse a conducir junto con otros jóvenes programas de música en distintas FM locales. De su madre aprendió la filosofía del cuidado y respeto por la naturaleza, una consigna que incluyó en algunos de sus programas.

También empezó a trabajar en la municipalidad como vocero de prensa y editor del periódico municipal Futuro para Todos. Por las noches era el discjockey de la discoteca Life, lugar de encuentro obligado para los jóvenes de El Bolsón.

El rubio Mariano era el que siempre tenía un proyecto o estaba por lanzar algún programa nuevo. A los 18 años decidió dejar la casa familiar para instalarse en una vivienda más pequeña en el área céntrica de El Bolsón, y se compró en cuotas un auto Renault Clio, con el que empezó a trabajar como remisero.

EN LOS 90, ANA VIO LLEGAR A SU ESCUELA a una nueva generación de alumnos que reflejaban problemas familiares de desocupación, vivienda y adicciones, una realidad más parecida a la que había visto en los barrios marginales de las grandes ciudades.
“El interés de los alumnos por aprender desmejoró mucho con el paso de los años —recuerda Ana—. Sentí la necesidad de transmitir conceptos cada vez más elementales e incluso pautas de respeto y convivencia”.
El Bolsón no era ajeno a las crisis que estaban asolando al país.

En ese paisaje idílico de El Bolsón habían aumentado los índices de delincuencia. Las crónicas periodísticas dieron cuenta de dos extraños crímenes. En diciembre de 2004, cuatro policías encapuchados entraron con fines de robo al supermercado Todo. Para conseguir su propósito no dudaron en matar de un disparo al custodio del lugar que, coincidentemente, era otro policía compañero de los asaltantes que hacía tareas extras como guardia de seguridad.

En agosto del año siguiente, en medio de una pelea entre jóvenes alcoholizados, un miembro del Servicio contra Incendios Forestales (SPLIF) fue brutalmente golpeado, ataron su cuerpo con cables y lo enterraron vivo.

Ana había llegado al Sur para vivir su utopía, pero estaba sintiendo los mismos temores de cualquier madre en una gran ciudad.

Los diálogos con Mariano, que por entonces tenía 27 años, terminaban siempre de la misma forma.
—Cuidate hijo. Fijate por dónde andás, con quiénes hablás.
—Sí, mamá. Quedate tranquila… quedate tranquila.

“Cuidate, hijo”

UNA Y OTRA VEZ ANA TRATA DE RECONSTRUIR en su mente cada minuto de lo que hizo su hijo Mariano la noche del 22 de septiembre de 2005, para intentar hallar una pista que le permita comprender cómo fue que de un solo zarpazo le fueron arrebatados todos sus sueños. Luego de realizar algunos trámites juntos, a eso de las nueve de la noche, Mariano acompañó a su mamá con el auto a buscar las compras que ella había hecho en el centro. Unas amigas le pidieron a Mariano si podía alcanzarlas hasta sus casas con el auto, pero él se negó porque el vehículo se encontraba con algunos desperfectos y tenía miedo de quedarse en el camino.

Cuando esa noche llevó a Ana hasta la casa con las compras, Mariano le explicó además que estaba apurado por regresar a su vivienda porque había dejado una olla al fuego para preparar la comida de los perros, y también estaba abierta la llave de paso con que llenaba el tanque de agua.
—Cuidate, hijo, advirtió Ana como siempre.
—Sí. Quedate tranquila. ¡Hasta mañana, mamá!

La jornada siguiente Ana tuvo un encuentro interescolar de todo el día en el gimnasio municipal de Lago Puelo, a veinte kilómetros de El Bolsón. Almorzó en la casa de una amiga y cuando regresó por la tarde al gimnasio vio que todas sus compañeras volvían su rostro hacia ella, desconcertadas. Pero nadie le dirigía la palabra.

Ana traducía mentalmente lo que escuchaba con viejas enseñanzas de lanza del Vasto: «Nunca dupliques el mal que te han hecho».

De entre el montón de docentes salió una compañera que comenzó a hablarle, como intentando tranquilizarla, mientras la llevaba hacia afuera del gimnasio.

Lo que escuchó en la hora siguiente fue una serie de frases entrecortadas que venían de diferentes personas y que en medio del sinsentido llegaban a aturdirla. Era imposible asimilar lo que le decían. Además nadie terminaba de hablarle con claridad.
“Mariano tuvo un accidente”, “Está muy grave”, “Te vamos a llevar a la comisaría”.

Allí escuchó que iban a comunicarla telefónicamente con un “fiscal del caso”, que correspondía a la jurisdicción de Esquel. El hombre ya no se refería a “Mariano” sino al “cuerpo de Mariano”, y decía otras palabras terribles para los oídos de una madre como “autopsia de su hijo” o “traslado de los restos”. Luego llegaron frases aún más duras de la jerga policial: “Lo asesinaron… el rostro está irreconocible”.

La última palabra que escuchó del fiscal, quizá la más cruel, fue la tabla de esperanza a la que se aferró en las horas siguientes. “Si está ‘irreconocible’… ¿cómo pueden saber que es mi hijo?”. “¡Quédense tranquilos… No es Mariano!”, “¡No puede ser Mariano!”, repetía a todos intentando contagiar optimismo.

Pero las noticias que seguían llegando vía telefónica iban en la misma dirección: “Detuvimos a un muchacho joven… parece que tuvo una discusión con Mariano y lo mató a pedradas”.

Ana abrigó en vano una última esperanza y pidió que la acompañasen a la casa de su hijo en El Bolsón. Pero todo permanecía tal como lo habían dejado casi veinte horas antes. Los perros ladraban, la olla sobre el fuego estaba totalmente carbonizada y el agua desbordaba desde el tanque.

En medio de la confusión de esas horas, familiares y amigos le insistieron en que no viajase a Esquel, donde estaban realizando la autopsia. “No vayas detrás del cuerpo. Mariano ya no está ahí”, le decían.

A Ana le costó aceptar la decisión de no volver a ver a su hijo, ya no poder tocarlo, y ni siquiera preparar su cuerpo para el entierro.

Empezar un camino

LA PRIMERA VEZ QUE FRAY JOSÉ LUIS GENNARO recibió a Ana en el sencillo despacho parroquial, había pasado casi un mes desde la muerte de Mariano. Ella describía su situación interior como un nudo, una “piedra” en la panza. Sintió una puntada en el vientre cuando tocó el cajón con el cuerpo de su hijo, y a partir de ese momento le fue imposible recordar a Mariano sin sentir al mismo tiempo un dolor visceral, como un calambre en las entrañas.

“¿Para qué le pedí aquella noche que me acompañase a buscar las compras?” “¿Por qué no lo retuve un poco más en casa”, se culpó Ana frente al sacerdote.

En esas primeras reuniones, el acompañamiento que podía ofrecer fray José Luis se limitaba a escuchar, y no contener sus propias lágrimas cuando le brotaban. “Era muy poco lo que me animaba a decir. Yo sentía el mismo desconcierto que ella y no encontraba ningún sentido a lo que había pasado”, recuerda fray José Luis, un sacerdote franciscano de 52 años nacido en Entre Ríos, un hombre con mucha nobleza muy querido en la zona.

“Dale tiempo a tu corazón”, le repetía el sacerdote. “Pero aférrate a la vida: no te culpes por lo que podrías haber hecho o por no haber despedido su cuerpo como hubieras querido. Con todo eso te estás haciendo mal. Te estás haciendo daño a vos y a Mariano; eso no lo ayuda en nada”.

Ana María “traducía” mentalmente lo que escuchaba con viejas enseñanzas de Lanza del Vasto: “Nunca dupliques el mal que te han hecho”, y aprendió de memoria la oración simple de San Francisco de Asís: “Señor, haz de mí un instrumento de tu paz”.

Por aquella época Ana comenzó a sentir también un impulso muy fuerte por conocer la verdad de lo que había pasado, y se mantenía en estrecho contacto con el fiscal Fernando Rivarola.

Así se enteró de que el detenido era alguien desconocido para Mariano. Se llamaba Héctor Fabián Chávez, tenía 19 años, y su primera reacción al ser detenido fue preguntar: “¿Qué pasó con el hombre?”, como si ignorara el desenlace trágico.

Su versión fue que la noche del crimen estaba haciendo dedo en la ruta que va de Lago Puelo a El Bolsón, y que Mariano pasó por allí, frenó y él subió a su Renault Clio.

Luego los jóvenes se detuvieron a comprar cervezas y comenzaron a beber dentro del auto. Chávez se puso borracho y se produjo una discusión que terminó trágicamente fuera del vehículo, cuando Mariano cayó al suelo y Chávez soltó una enorme piedra sobre el rostro del joven. Pero su relato tenía muchas incongruencias en cuanto a los horarios y el camino que habrían tomado, teniendo en cuenta además que Mariano había dicho a su madre que estaba apurado porque su auto tenía desperfectos, había dejado en su casa una olla al fuego y la llave de paso del tanque abierta.

Sin embargo, como estaban ellos dos solos, nunca hubo otra versión de los hechos más que la de Chávez. Ana se hacía estas preguntas: ¿por qué razón Mariano habría de subirlo a su auto si, asustado con las cosas que estaban sucediendo en la ciudad, le había dicho a ella que jamás se detendría para llevar a un desconocido… y menos de noche? ¿Por qué apareció muerto junto al lago Epuyén en Puerto Patriada, a veinte kilómetros de donde supuestamente había levantado a Chávez; y muy distante de la ruta que va al centro de El Bolsón? Si horas antes se había negado a llevar a unas amigas a sus casas por temor a quedarse en el camino, ¿iba a aceptar conducir voluntariamente a un desconocido por una ruta sinuosa, llena de pozos y solitaria como la que va al lago Epuyén?

Además, Chávez tiene una contextura muy pequeña y no aparenta la edad que tiene. ¿Podría levantar una piedra tan pesada como la que destrozó el rostro de Mariano? Entonces, ¿Chávez actuó solo o con otras personas?

Ana nunca dejó de hacerse preguntas en la búsqueda de la verdad de lo que había pasado aquella noche, pero también comprendió que había un proceso que debía recorrer. ¿Cómo recuperar la paz interior?

Ella confiesa que nunca sintió odio hacia Chávez, pero al mismo tiempo tenía necesidad de comprender lo que había sucedido.
—¿Qué es lo que puede llevar a una persona a matar a otra con tanta crueldad? —preguntó una tarde de angustia a fray José Luis.
—Te vas a desgastar mucho si intentás entender algunas cosas —contestó el sacerdote. En todo caso el “sentido” se lo podés dar vos de ahora en más, en lo que hagas a partir de esta experiencia.

Cuando se cumplió un mes del crimen, con sus incertidumbres y su dolor a cuestas, con el apoyo de su madre Ana decidió retomar las actividades en su programa radial semanal “Planeta Vivo. Tercer Milenio”.

Gran parte de su camino interior comenzó a hacerlo así “al aire”.
“Estoy enormemente agradecida a todos los oyentes que se han comunicado conmigo —dijo—. Cuando una madre tiene que enterrar a un hijo penetra en su ser un profundo dolor. Siempre acompañé desde mi corazón a las Madres del Dolor, aquellas que perdieron a sus hijos, pero ahora me toca vivirlo a mí. Al despertarme cada día debo remontar este dolor, miro y agradezco la vida. Todos nos preguntamos por qué… por qué se quebró este derecho que tenía Mariano a la vida. Hace 24 años vine a El Bolsón con la esperanza de hallar aquí la paz y la tranquilidad y poder alejarme de la violencia de las ciudades. Pero este pueblo cambió vertiginosamente. Nos ha llegado todo lo que hay en una gran ciudad y la lucha por la justicia es lenta y complicada. Pero tendremos que tomar entonces el valor de la defensa de la vida. Junto a ese hijo mío que nació de madrugada hace 27 años, cuando salía el sol, esta madre que lo llevó en el vientre les dice a sus queridos oyentes: ¡Adelante con la vida… aunque sea con este dolor en las entrañas!

La senda del dolor

OTRA PERSONA QUE AYUDÓ A ANA en su camino interior fue la hermana Basilia Ostapowicz, una monja de la orden basiliana nacida en Misiones y de familia ucraniana, que había aprendido de sus propios padres a transitar el camino del dolor luego de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial.

“A veces uno cree que ya no carga rencores en su corazón, pero mientras no encuentres la paz, todavía te falta un camino por recorrer, y en esto no hay ‘recetas’ —le dijo la hermana Basilia, a quien había conocido en la parroquia de El Bolsón—. Hay tantos procesos para la sanación espiritual como personas en el mundo. Es muy difícil andar este camino, pero nadie lo puede recorrer por vos”.

Luego de esta conversación, hubo un hecho muy particular que le sucedió a Ana un día que estaba sentada en un banco de la parroquia, con el rosario en la mano, llorando junto al altar.

“En un momento —recuerda— me estaban viniendo una y otra vez imágenes de mi hijo en el momento del crimen cuando me dije: ‘¡Calma! Mariano ya terminó su lucha y está con Dios. Lo ayudaste como pudiste y tenés que perdonarte si hubo algún riesgo que no supiste advertir a tiempo’.

“En ese instante el eje se corrió de mi hijo para comenzar a pensar en Chávez. ¡Qué infierno interior debe vivir alguien que elige la violencia para resolver conflictos! ¡Cuánto miedo habrá sido sembrado en su corazón para llevarlo a esta situación límite? Estas reflexiones sobre Chávez me pusieron frente a dos alternativas —dice Ana— : juzgar y enloquecer, o aprender y tratar de sanar heridas…”

Chávez contó que su vida se parecía a la de otros chicos marginales. Su padre era alcohólico y la madre lo había abandonado cuando él era chico, a los tres años. Así creció en un ambiente difícil. Cuando era pequeño, la abuela lo golpeó en la cabeza con un palo de escoba y le provocó una profunda herida en la oreja. Además había estado en un instituto de menores, y prácticamente no había asistido a la escuela. Apenas sabía algo más que leer y escribir.

UNA MAÑANA, CUANDO SE CUMPLIERON ocho meses del crimen, la abuela de Mariano, que vivía en una zona rural montañosa, salió al aire en un programa radial con un mensaje muy claro. “Uno trata de cicatrizar las heridas… pero no es fácil. Yo me paso el día diciéndole a Mariano: ‘Te amo, te amo’. Sé que ahora me toca amar su alma, pero yo extraño su cuerpo, me falta su sonrisa y su ternura… ¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué lo hicieron?

Ana contestó también al aire: “Mamá. Sé fuerte porque te necesito viva. Te necesito a mi lado. Vos me podés ayudar a salir. No dejes que me meta en el ostracismo del dolor”.

Frente a frente

EL FISCAL RIVAROLA TERMINÓ de reunir todas las pruebas del caso y el juez fijó la fecha del juicio oral para noviembre de 2006, catorce meses después del asesinato. Ana recorrió los casi doscientos kilómetros que separan El Bolsón de Esquel en una camioneta que condujo el fiscal.

Ya en Esquel, el día del juicio, Ana caminó sola las cuadras que separaban el hotel del juzgado. Era una mañana radiante de primavera, como aquella de un año antes, cuando Mariano apareció muerto junto al lago Epuyén.

La sala de audiencias estaba llena de público, fotógrafos y prensa, todos conmovidos por el crimen que había sacudido la comarca andina. Ana se sentó junto a los abogados, y Chávez en una silla contigua, frente al tribunal.

Era la primera vez que lo veía personalmente. Le llamó la atención su cuerpo pequeño y su rostro asustado. Chávez se declaró culpable inmediatamente, lo que frustró la presentación de otros testigos que conocían a Mariano y a Chávez, y que quizá podrían haber respondido a algunas de las dudas de Ana.

Cuando terminaron todos los alegatos el tribunal le preguntó al acusado si deseaba decir algo más. Chávez se paró, miró hacia Ana y le dijo con lágrimas en los ojos: “Yo no quise hacerlo”.

Entonces la mujer pidió permiso a los jueces para acercarse a Chávez y entregarle un rosario. Los magistrados comenzaron a deliberar entre ellos en voz baja cuando Ana los interrumpió y les dijo: “Por favor… es algo humano que me nace del corazón”.

Tras la autorización, Ana se paró y comenzó a hablarle a Chávez acercándose a él. “Mariano era un chico muy bueno —le dijo— y era incapaz de hacerte daño. Sé que estamos en un mundo violento y que la violencia atravesó toda tu vida desde que eras chico, pero el amor cura todas las heridas y acercarse a Dios es una buena manera de comenzar a andar ese camino”.

La mujer abrió entonces la mano, le dio el rosario, y Chávez se quebró en llanto. Ana lo atrajo hacia su pecho y lloró junto a quien que había destrozado todos sus sueños. Fue para ella el abrazo más doloroso.

AL DÍA SIGUIENTE, la foto del abrazo de Ana recorrió las redacciones de todos los diarios y canales de televisión de la Argentina. La Nación, el diario más antiguo del país, destacó en su editorial “el valor del perdón como instrumento para transformar la realidad y para rescatar lo mejor del espíritu del hombre, aun desde las más oscuras y tenebrosas profundidades”.

La nota del diario concluía: “En un mundo muchas veces extraviado y enfermo, sólo quien sabe perdonar es capaz de cambiar al prójimo y de cambiarse a sí mismo”.

Esa misma tarde Ana regresó a El Bolsón. Cuando fue al cementerio, lloró sobre la tumba de su hijo y puso sobre ella plantas llenas de flores.

“Descansa en paz, hijo —murmuró—. Yo también buscaré cada día la construcción de la paz. Tus ojos color cielo me van a acompañar siempre con tu última frase: Quedate tranquila. Hasta mañana, mamá”.

Fabián Chávez cumple su condena a nueve años de prisión en la comisaría de El Hoyo, a más de diez kilómetros de El Bolsón. Allí está completando sus estudios primarios.
Ana María (
) continúa con su programa de radio “Planeta Vivo. Tercer Milenio”, y accedió a contar este testimonio de vida sólo para Selecciones. No habla públicamente del juicio y desea agradecer a las personas que la acompañan cada día “desde la fe y por el amor a Mariano”.

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