Un año después del fallecimiento de su pequeño hijo asesinado a tiros, Mark y Jackie Barden intentan encontrar sentido a la tragedia y reabren el debate sobre el control de armas en los EE. UU.
El 14 de diciembre de 2012, un joven de 20 años armado con un rifle semiautomático y dos pistolas entró a los tiros en el Colegio Sandy Hook en Newtown, Connecticut, Estados Unidos, y mató a sangre fría a 20 alumnos de primer grado y a seis trabajadores del establecimiento antes de suicidarse. Así comienza la lucha de una familia contra la violencia armada que le ha arrebatado a su hijo y su experiencia en el mundo frustrante y a veces surrealista de la política estadounidense.
Las familias de la Escuela Primaria Sandy Hook estaban colaborando en la carta del Día de la Madre que se enviaría por correo a cientos de políticos de todo el país. Tal vez si Mark Barden encontraba la foto más llamativa de su hijo Daniel, de 7 años, reaccionarían.
Los Barden ya habían intentado que se cambiaran las leyes que regulan la tenencia de armas en los Estados Unidos en una reunión que mantuvieron con el presidente Barack Obama, en varios mítines y en el debate televisivo nacional. Recorrieron los pasillos del Congreso para suplicar a los legisladores que miraran la foto de su hijo, pero habían pasado ya casi seis meses y no se había conseguido nada. Quizás, con la carta del Día de la Madre, se podría llegar a algo más.
Mark encendió la computadora. Estaba sentado en esa misma silla el 14 de diciembre de 2012 cuando recibió la llamada de Alerta de Código Rojo comunicándole lo ocurrido, buena parte del sótano se había conservado tal cual desde ese momento. Nadie había tocado el metegol, porque Daniel había sido el último en jugar. La cara de Daniel devolvía la mirada a Mark desde la pantalla del ordenador. Daniel soplando las siete velas de su torta de cumpleaños en septiembre… llevando galletas a casa del vecino en un video grabado una semana antes de su muerte. “Adiós, papá”, le decía.
Estos momentos hacían que Mark sintiera un dolor cada vez más profundo. Lo más terrible de todo era que estaba comenzando a olvidar las pequeñas cosas de Daniel, por lo que empezó a escribir un diario de recuerdos antes de que desaparecieran.
La masacre dejó un total de 26 víctimas, 26 familias a la deriva en busca de cualquier cosa a la que aferrarse para seguir adelante. Algunos buscaron refugio en la iglesia o en especialistas espirituales, y otros crearon fundaciones sin fines de lucro con el nombre de sus hijos o se refugiaron en el trabajo.
La familia Barden eligió creer en que todo sucedió por el principio de causa y efecto. El sistema estadounidense de salud mental no funcionaba bien, pero podían arreglarlo. La cultura de armas era extrema, pero podrían moderarla. Mark y Jackie se reunieron con una incipiente organización de defensa llamada Sandy Hook Promise y se ofrecieron para ayudar. Se enteraron de la existencia de la National Rifle Association (Asociación Nacional del Rifle), y de los avances tecnológicos en la seguridad de las armas. Viajaron a Washington con fotografías de Daniel para discutir un proyecto de ley que requería la comprobación universal de los antecedentes antes de poder comprar un arma. Cuando la propuesta se sometió a votación en abril, los cuatro miembros de la familia Barden asistieron desde la tribuna del Senado: el padre, la madre, maestra de enseñanza primaria que no podía imaginar volver a pisar un aula; el hijo mayor, de 13 años y la hija, de 11 años, que repentinamente tenía miedo a las grandes ciudades, los ruidos estridentes, la oscuridad y los extraños.
Cuando el Senado votó en contra, Mark se encontró en una situación de absoluta indefensión. “Pero entonces, ¿qué sentido tiene ahora todo esto?”, le preguntó a un empleado de la Casa Blanca. Porque, si no significaba nada en absoluto, ¿cuál era el sentido de que sus vidas estuvieran totalmente rotas? ¿Qué sentido tenían los interminables homenajes?
La peor hora del día era de 7:30 a 8:30 de la mañana, cuando Daniel se quedaba con ellos a esperar el ómnibus. Una mañana en particular, los Barden vieron a su vecina de la puerta de al lado y la invitaron a tomar un café. Tenía tres hijos, entre ellos una niña de segundo grado que era una de las mejores amigas de Daniel.
Mark, volvía a tener la mente en el colegio aquella mañana. La imagen que Jackie tenía de lo ocurrido llegaba hasta el momento en que Daniel se encontraba en la puerta de su clase, pero no iba más allá. Quería protegerse de los detalles. Mark, sin embargo, se sentía obligado a saber más. Un viernes por la mañana se había acercado al colegio y los agentes le habían narrado el ataque de cuatro minutos y 154 balas. Así Mark pudo imaginar con precisión al tirador, con su rifle Bushmaster, sus tapones en los oídos y su chaleco verde oliva, disparando seis veces a la puerta de cristal de la entrada. Pudo oír los pasos del tirador cuando entró en la clase de Daniel. Pudo ver al maestro sustituto luchando para llevar a todos los niños hacia la esquina. Pudo ver a los 15, allí amontonados y, en algún lugar de ese montón de cuerpos, a su hijo Daniel.
Mark pudo verse a sí mismo aquella mañana salir corriendo de casa, con la única noticia de que se había producido un tiroteo en el Sandy Hook y que los padres debían reunirse con sus hijos en el parque de bomberos. Mark se imaginaba a Daniel escapando por el bosque de detrás del colegio. Más tarde el gobernador se dirigió a ellos y les dijo: “No hay más sobrevivientes”.
Unos días más tarde, Mark y Jackie decidieron ir a Delaware. Las leyes sobre la tenencia de armas se habían estancado en Washington y la única oportunidad que les quedaba era ganar fuerza estado por estado. En Delaware era el Proyecto de Ley 58 presentado por la Cámara. Dicho proyecto proponía ilegalizar la posesión de cargadores de gran capacidad —10 balas o más— a menos que se los tuviera en la casa o en un campo de tiro, o separados de un arma de fuego, o a menos que fuera policía o militar activo, o que tuviera licencia para vender armas. Los que violaran la ley por primera vez se enfrentarían a una multa de 75 dólares. “Como si se tratara de una multa de tránsito”, le dijo Mark a Jackie.
Ambos viajaban con un grupo que incluía a un experto en relaciones públicas, el director de la ONG Sandy Hook, y los padres de otras dos víctimas. En el Capitolio un asistente del gobernador Jack Markell les explicó que su misión era mostrar las fotos de sus hijos. “Queremos que cada uno de estos legisladores los vea. Queremos que sientan nuestra pérdida y entiendan lo que está en juego”. Se les permitió sentarse en la sala de la Cámara donde una joven legisladora recitó el Juramento de Fidelidad. “Hoy tenemos algunos invitados especiales”, dijo. La sala se quedó en silencio mientras la legisladora comenzó a leer los nombres de sus hijos muertos.
Antes de abandonar Delaware, los padres asistieron a una conferencia de prensa con el gobernador en su despacho. Quince cámaras y 12 periodistas cubrían el evento. El gobernador terminó su introducción y un periodista levantó la mano para hacer una pregunta. “Esta es para los padres”, dijo. “¿Cómo la prohibición de cargadores de gran capacidad podría evitar algo como la carnicería del Sandy Hook?”. ¿Carnicería? Mark apretó la mano de Jackie. Ella miró al suelo. “Por favor, sepa que no es una cuestión de control de armas, sino de responsabilidad”, respondió Mark mientras el gobernador hacía un gesto afirmativo con la cabeza.
Mark habló de anécdotas pasadas conmovedoras y llenas de esperanza, pero lo que realmente quería contar era lo que ocurría en su casa una mañana tras otra cuando llegaba el ómnibus del colegio y se marchaba sin Daniel.
El pasado septiembre, veinte estados aprobaron leyes más estrictas sobre el control de armas, según el Centro Legal para la Prevención de la Violencia con Armas de Fuego. En California todavía están pendientes de modificar la legislación.