Cuando Jim Bello se puso gravemente enfermo de Covid-19, en marzo de 2020, los médicos y su familia comenzaron a librar una batalla contra la entonces misteriosa enfermedad.
¿Sobrevivirá?”, preguntó Kim Bello mientras apretaba con fuerza el teléfono, a solas en en el patio de su casa.
Se había escabullido de su casa en Hingham, Massachusetts, para proteger
a sus tres hijos de la desgarradora conversación que estaba manteniendo con uno de los médicos que estaba tratando a su marido, Jim.
Era el 27 de marzo de 2020 y Jim, que estaba en el Hospital General de Massachusetts, llevaba ya dos semanas respirando con ayuda de un respirador, y los últimos nueve días había estado conectado a una máquina de derivación cardiopulmonar como último recurso en su lucha contra el coronavirus.
Su doctora, Emmy Rubin, le decía a Kim con delicadeza que aunque era cierto que su marido podría sobrevivir, “si quiere una opinión honesta, lo más probable es que no lo logre”.
Jim, abogado de 49 años, había tenido fiebre de 39,4°C a principios de mes y ahora, a pesar de los esfuerzos de los médicos, sus pulmones aparecían blancos como el yeso en la última radiografía que le habían hecho, y casi no tenían espacio con aire. “Uno de los peores resultados de radiografías que he visto”, comentó el doctor Paul Currier, otro de sus médicos.
El marido de Kim se encontraba en la unidad de cuidados intensivos del hospital y los médicos lo habían intentado todo: medicamentos experimentales, ubicarlo boca abajo para mejorar el flujo de aire e incluso la máquina de soporte vital más sofisticada. Ahora estaban considerando una maniobra médica más “desesperada”, pero para llevarla a cabo necesitaban detener el suministro de oxígeno del respirador durante 30 segundos y en ese punto pensaban que no resistiría desconectado.
La caída en espiral de Jim, pasando de esquiador, ciclista y corredor, a paciente gravemente enfermo, y los angustiosos contratiempos en los incesantes esfuerzos de los médicos por salvarle, acentuaban los desafíos de médicos y hospitales en su lucha contra este caprichoso virus.
El 7 de marzo, después de una salida a escalar en New Hampshire, Jim tuvo una repentina fiebre alta.
Después de muchos días en este estado, empezó a toser y comenzó a sentir una opresión en el pecho por lo que decidió ir al médico, quien le recetó un antibiótico para la neumonía. El día 13 del mismo mes, tenía muchos problemas para respirar y terminó en urgencias del hospital de Boston, donde los médicos decidieron conectarlo a un respirador inmediatamente.
“¿Qué pasa si no lo consigo?”, le preguntó a su mujer.
Después fue trasladado al hospital General de Massachusetts donde lo volvieron a intubar. Como muchas otras personas contagiadas de Covid-19, presentaba síndrome de dificultad respiratoria; sus pulmones estaban tan inflamados y llenos de líquido que los diminutos alveolos que transportan oxígeno a la sangre se habían convertido en globos empapados que le servían de poco.
Los respiradores continuamente ajustan los niveles de oxígeno, frecuencia, volumen y presión respiratorias que mantenían con vida a Jim. En este punto, los médicos trabajan para suministrar solo la presión necesaria para mantener abiertas las vías aéreas, ya que si fuese demasiada, los pulmones se expandirían demasiado y conllevaría un daño mayor.
Los pacientes intubados son sedados y se les administran relajantes musculares para que no traten de respirar por ellos mismos y que la máquina pueda hacer esa función.
Al final del primer día en el hospital de Massachusetts, el ventilador le suministraba el 65 por ciento del volumen de oxígeno que necesitaba, y al siguiente, había disminuido al 35 por ciento, lo que era una buena señal dado que el nivel más bajo, que es del 21 por ciento, equivale al aire que se encuentra en el ambiente.
“En realidad parecía estar mejorando”, recuerda Currier, médico en cuidados intensivos y atención pulmonar.
De repente, su estado empeoró de forma inexplicable y el oxígeno suministrado por el respirador tuvo que ser incrementado al cien por ciento.
Alarmados, sobre las dos de la mañana del 18 de marzo, el equipo médico realizó la maniobra de decúbito prono, colocándolo cuidadosamente boca abajo para minimizar la presión del corazón contra los pulmones, descomprimiendo así sus vías
aéreas.
Los resultados fueron alentadores. “Magnífico”, pensó Currier antes de tomarse un descanso.
Sin embargo, unas horas más tarde sus niveles de oxígeno en sangre se desplomaron.
Los médicos ya habían comenzado a suministrarle hidroxicloroquina, el medicamento contra la malaria que el presidente estadounidense Donald Trump había estado promoviendo, y una estatina que finalmente suspendieron porque estaba afectando al hígado. También lo anotaron a un ensayo clínico en el que se estaban probando un antiviral conocido como remdesivir para combatir el Covid-19; aunque nadie sabía si lo que recibía era placebo.
Esa misma tarde, ante una creciente preocupación por la inflamación en sus pulmones, los médicos intentaron suministrarle un inmunosupresor llamado tocilizumab.
Nada parecía funcionar así que un grupo de ocho personas colocó a Jim de nuevo sobre su espalda. También insertaron sondas en el cuello y pierna, y lo conectaron a una máquina de derivación cardiopulmonar. En esta técnica, conocida como oxigenación por membrana extracorpórea (ECMO, por sus siglas en inglés), la sangre es bombeada hacia una máquina que la oxigena y luego la devuelve al cuerpo.
Los riesgos incluyen complicaciones hemorrágicas y accidentes cerebrovasculares. Los especialistas en ECMO deben asegurarse continuamente de que el volumen de sangre que circula por dicha máquina no sea ni muy alto ni muy bajo, de manera que los pacientes reciban la cantidad adecuada de fluido para que sus vasos sanguíneos no colapsen.
“La ECMO no soluciona nada”, aseguró el doctor Yuval Raz, director médico del programa respiratorio ECMO en el hospital General de Massachusetts. “Solo te mantiene con vida mientras, con suerte, sucede algo más”.
Los pulmones de Jim estaban tan rígidos que su “distensibilidad pulmonar”, la medida de elasticidad que suele ser mayor a cien en personas sanas, tenía un solo dígito. Sus pulmones podían soportar solo distensiones del tamaño de una cuchara, una fracción mínima comparada con el tamaño normal que pueden alcanzar.
Mientras, las radiografías registraban un deterioro progresivo. El 14 de marzo mostraban una gran cantidad de líquido y mucha inflamación, pero los pulmones aún eran visibles. El 18 estaban peor, aunque todavía se observaba un espacio pulmonar, y el 20 de marzo, Jim ya tenía lo que los médicos denominaron “blanqueamiento total”. los médicos y enfermeras informaban a diario sobre la situación a Kim Bello, de 48 años, quien había pedido permiso en su trabajo de media jornada en marketing para ayudar a sus hijos, Hadley, de 13 años, y los gemelos Riley y Taylor, de 11, a sobrellevar la enfermedad de su padre. También recaudó miles de dólares para comprar comida de los restaurantes locales para el equipo médico de la Unidad de Cuidados Intensivos, además de cubrir otras necesidades.
Kim y Hadley desarrollaron síntomas leves, pero los médicos no consideraron necesario realizarles pruebas para detectar el coronavirus.
Dado que está prohibido visitar a los enfermos en el hospital para limitar el contagio, varias veces al día, la enfermera Kerri Voelkel ponía a la familia en el altavoz del teléfono para que Jim los escuchara.
“Hadley ha hecho un bizcocho y bromea al respecto: ‘no ha salido tan bien como esperaba, papi, lo intentaré otra vez’”, recordaba Voelkel. “Es muy triste escuchar a esos niños hablando a su padre”.
El 27 de marzo, noveno día conectado a la ECMO, Jim no tenía signos de mejoría. De hecho, cuando las enfermeras le ponían almohadas debajo o lo movían un poco para evitar que se le formaran úlceras, sus niveles de oxígeno caían en picada.
La doctora Rubin, especialista en medicina pulmonar y cuidados intensivos, llamó a Kim para explicarle la gravedad. Si Jim entraba en paro cardíaco, comentó, los médicos no creían posible reanimarle. Parada en el patio de su casa, Kim dio el consentimiento para no reanimar a su marido.
“Sea sincera”, le pidió a la doctora. “Honestamente, creo que nuestro diagnóstico indica que probablemente no sobrevivirá”, afirmó la doctora.
Destrozada, Kim cayó de rodillas y apoyó la frente en el pasto.
La mañana del 28 de marzo, el equipo médico disminuyó la dosis del relajante muscular suministrado para ver si él reaccionaba bien con una menor cantidad. El efecto fue asombroso. “Jim despertó”, dijo Voelkel. Levantó las cejas y “se notaba que estaba tratando de abrir los ojos”.
También comenzó a asentir con la cabeza para responder a preguntas sencillas, y cuando las enfermeras le decían que iban a ajustar su postura, levantaba los pulgares.
“Estábamos sorprendidos pensando, ‘¡por Dios, está consciente!’”, contó Voelkel, quien más tarde le describiría la escena a Kim por teléfono. Esa tarde Kim le envió un mensaje a Rubin con la foto del perro de la familia con la gorra de Jim, de los Boston Celtics, en su hocico. “Por favor, haga todo lo posible”, escribió.
Los ojos de la doctora se llenaron de lágrimas. “Le doy mi palabra de que estamos haciendo el máximo esfuerzo”, contestó.
Varias horas después de suspender el medicamento relajante, aumentó la presión en sus vasos sanguíneos. Además, sus niveles de oxígeno se desplomaron.
Voelkel y Tyler Texeira, este último terapeuta respiratorio, se pusieron el equipo de protección y entraron de inmediato. “Lo recuperamos, lo hicimos volver”, contó Voelkel.
Tenían que volver a administrarle el medicamento relajante para mantenerlo con vida.
La última opción consistía en tratar de drenar líquido añadiendo otra sonda a la máquina de circulación extracorpórea (o máquina de derivación cardiopulmonar), maniobra que podría causar una interrupción en el flujo de oxígeno.
“Estaba tan débil que pensamos que al desconectarlo aunque solo fuera 30 segundos, no sobreviviría”, aseguró Rubin. Decidieron desistir.
Ella llamó a Kim y sugirió que visitara a su marido esa noche, algo que solo se le había permitido en una ocasión. Se puso el equipo de protección y entró en su habitación.
“Pensaba: ‘Dios mío, si continúo hablándole quizá se estabilizará’”, decía para sí misma. “Solo le decía lo mucho que lo necesitábamos, que debía luchar y que no podía dejarnos”.
“Estoy apretando tu mano, estoy sujetándote el brazo y estoy apoyada sobre ti, ahora estoy tocando tu cabeza”, le contaba a su marido.
Tres días después, los rayos X mostraron que su pulmón izquierdo estaba despejándose. “Después, comenzó a mejorar despacio”, afirmó Currier. “Y luego, simplemente mejoró drásticamente”.
El 5 de abril, lo desconectaron de la ECMO. Cada vez respondía mejor cuando bajaban los niveles de oxígeno del respirador, por lo que comenzaron a disminuir las dosis de relajantes musculares y sedantes.
Unos días más tarde, el fisioterapeuta sentó a Jim en la cama y la enfermera se lo mostró a Kim por videollamada.
“Te quiero, mándame un beso”, gritó ella, mientras Jim, medio atontado por los sedantes, movía la mano.
El 11 de abril, casi un mes después de que fuera hospitalizado, Kim se sentó en la mesa con sus hijos para otra videollamada. “Hola papi. Te extrañamos mucho. Queremos decirte que sigas luchando y que vas a estar bien. Te queremos mucho”.
Jim no podía hablar porque aún estaba intubado, pero abrió los ojos y movió la mano para saludar.
Los médicos dijeron que no sabían cómo había sobrevivido, solo podían pensar que había sido el tiempo. Aunque en algunos casos las probabilidades disminuyen cuanto más tiempo permanecen conectados al respirador, otros se recuperan después de permanecer intubados largos períodos. Los médicos no saben con seguridad si alguno de los medicamentos funcionó.
Currier comentó que no le sorprendería que la visita de Kim hubiera ayudado de alguna forma.
El 14 de abril lo desconectaron del respirador. Cuando su mujer recibió la videollamada del hospital, reunió a los niños y juntos escucharon sus primeras palabras: “Los quiero”.
Mientras salía de cuidados intensivos en silla de ruedas para ir a planta, el personal médico comenzó a aplaudir mientras él saludaba. “Somos optimistas y creemos que se recuperará por completo”, aseguró la Dra. Rubin.
En una charla que dio Jim en el hospital de rehabilitación al que fue trasladado, tres días después de ser desconectado del respirador, dijo que deseaba volver a trabajar como abogado representando al personal médico. “Hoy estoy vivo gracias a esas personas”, afirmó.
Poco después, el viernes por la tarde, Jim por fin estaba en casa.
Adaptación del original publicado en the new York Times (8 de mayo de 2020), Todos los derechos reservados © 2020 por The New York Times.