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Cigarrillos: lo que no contaban en los anuncios

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Las escenas idílicas que vendía la industria del tabaco no tenían nada que ver con la terrible realidad del cáncer.

En “el país de los cigarrillos,” los anuncios de televisión muestran 2 o 3 vaqueros bonitos y fornidos montando espléndidos caballos. O aparecen autos deportivos, aviones o equipos de buceo. Las escenas siempre se desarrollan en un ambiente limpio y puro. Las personas que en ellas aparecen tienen un aspecto de máxima confianza; las adorables chicas salen siempre sonriendo.

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Yo conozco otro país. Es la tierra de la que pocos vuelven. En esta triste región no hay hombres fuertes, ni chicas bonitas sonrientes. Los ejecutivos y los empleados se parecen mucho, no solo porque llevan el mismo tipo de ropa, sino porque las personas que viven en el filo de la navaja de alguna forma tienen la misma expresión afligida en sus rostros. Me refiero al país del cáncer. Yo he estado allí.

Tengo 49 años, esposa y dos hijos pequeños. En 1963, tenía un buen salario en una compañía de seguros, y el futuro parecía brillante. En mayo de ese año, desarrollé una ligera dificultad para tragar. Nuestro médico de familia me dijo que si persistía una semana más, pediría cita con un especialista de garganta. Persistió. El especialista lo diagnóstico como un simple “caso de nervios” —un diagnóstico que tuvo que reafirmar en octubre. Finalmente, en enero de 1964, convencido de que era algo más que nervios, acudí a un hospital. Y allí el médico me dijo, tan amablemente como pudo, que tenía cáncer de garganta.

La primera cosa que se me ocurrió fue que me iba a morir y que Eileen, mi esposa, tendría que dejar la casa. ¡Qué pena que mis hijos no pudieran crecer en esa casa! La habíamos comprado tan solo dos años antes.

El doctor me sugirió que ingresara en un buen hospital. Dos días después, Eileen y yo nos dirigimos allí en auto. Me designaron una habitación de cuatro pacientes en la séptima planta del ala este. Era conocida como la séptima este.

Cuando vi a los otros tres pacientes de mi habitación, no quise creer lo que veían mis ojos. Era la hora de la cena y los pacientes estaban comiendo. No se parecía mucho a las escenas de las hogueras en el campo de los anuncios de televisión. Los pacientes estaban de pie y vertían cuidadosamente un líquido rosa ligero en tubos de vidrio pequeños. Después sostenían los tubos por encima de sus cabezas. El líquido se deslizaba por los tubos hasta una fina cánula de plástico transparente que desaparecía en uno de los orificios de la nariz.

Tenían que comer así porque les habían extirpado la garganta, boca, lengua y esófago. Podía ver de hecho la parte trasera de sus esófagos —todo el frente de sus gargantas estaba completamente abierto desde justo por debajo de la mandíbula hasta casi el esternón. Cada uno de ellos tenía un gran fajo de vendas absorbentes bajo la barbilla para recoger constantemente la saliva que les caía de la garganta.

La visión de estos “comedores por tubo” me impresionó y deprimió más que ninguna otra cosa desde que me habían diagnosticado el cáncer. En cuanto tuve puesto el pijama y la bata, corrí al solárium donde me esperaba Eileen. Tembloroso, encendí un cigarrillo y pensé en mí y en todos los demás pacientes, algunos de los cuales morirían en una semana.

El doctor al que habían asignado mi caso nos encontró allí, en el solárium. Le dejé claro que no quería llegar a estar como los otros pacientes. Le dije que preferiría morir a que me amputaran de esa manera. Me dijo que no lo pensara, que quizás esa cirugía tan drástica no fuera necesaria en mi caso.

Fuera nevaba copiosamente. Eileen tuvo que marcharse y manejar 100 kilómetros hasta casa. La acompañé hasta el ascensor, simulando mucho más optimismo del que sentía. “Maneja con cuidado,” le dije, y le di un beso de despedida. Las dos primeras horas transcurridas desde que se cerraron las puertas del ascensor tras ella fueron probablemente las peores de mi vida.

Volví al solárium, sin ganas ninguna de enfrentarme a los horrores quirúrgicos de mi habitación. Sin embargo, mirara donde mirara, había pacientes a los que les habían extirpado la lengua, la faringe, la mandíbula, la garganta o la nariz. Muchos de ellos estaban esperando una cirugía plástica de reconstrucción de cara y cuello.

Para ello, es necesario cultivar pedazos extra de piel. Mediante una especie de milagro quirúrgico, estos “pedículos” pueden cultivarse en cualquier parte de la anatomía del paciente que el cirujano decida que es la mejor.  Un paciente tenía carne creciéndole a un lado de su cuello como un tubo en forma de “U”, como si fuera el asa de una maleta. Otro tenía un pedículo creciéndole entre los omóplatos, por encima del hombro derecho hasta un punto en su garganta justo por debajo de la barbilla. Debía medir unos 40 cm de largo.

Me debatía entre el horror y la pena. ¿Y qué, si yo tuviera ese aspecto pronto? Me recordé a mí mismo que quizás no necesitaría la cirugía y procuraba dirigir la mirada a las paredes, el suelo… a cualquier lugar que no fueran los pacientes.

La televisión estaba puesta, y los anuncios de cigarrillos se sucedían monótonamente, ensalzando el maravilloso sabor del producto. Pero estas personas que habían fumado toda su vida no podían seguir saboreando los cigarrillos, ni ninguna otra cosa. La comida les llegaba a través de cánulas de plástico. No hay papilas gustativas en las cánulas de plástico.  

Las voces que salían en todos los anuncios publicitarios eran maravillosamente atractivas, jóvenes y llenas de energía, pero la de los pacientes que me rodeaban en el solárium no eran tan agradables. De hecho, algunos ni siquiera tenían voz; les habían extirpado las cuerdas vocales. 

Estos espectros sin voz llevaban cuadernos y lápices para comunicarse. Otros, a quienes se les había practicado la traqueotomía eran capaces de utilizar un dispositivo electrónico parecido a una especie de linterna. La sostenían contra la garganta y recogía las vibraciones de la sección donde solía estar la cuerda vocal. Produce una voz fina y electrónica, débil pero comprensible.

A la mañana siguiente, me llevaron al quirófano para un reconocimiento broncoscópico. Es una sensación parecida a tragarse una espada. Uno echa la cabeza para atrás todo lo que puede y los médicos le meten un tubo metálico por la boca y por toda la tráquea. Te  invaden las arcadas mientras uno intenta expulsar el tubo, y descubre que corta completamente el suministro de aire. Durante todo este tiempo, los médicos miraban el conducto por turnos.

De vez en cuando uno de ellos tomaba una muestra para una biopsia, deslizando algo por el tubo que cortaba muestras de carne aquí y allá. Perdí el conocimiento por la falta de aire durante el reconocimiento y volví a recuperar la conciencia cuando volví a la cama. Me dijeron que no comiera ni bebiera nada y que me quedara en la cama durante al menos dos horas.

En un esfuerzo por salvar la voz, tan importante en mi trabajo en la compañía de seguros, acordamos que intentarían sesiones de radioterapia. El tratamiento no hizo efecto y en agosto de 1964 los médicos dijeron que tendría que someterme a una cirugía.

La noche anterior a la operación, como sabía que nunca más volvería a hablar, intenté decirle a Eileen lo mucho que la quería a ella y a los niños. Fue muy valiente. A la mañana siguiente, de camino al quirófano, me acordé de rezar y repetir el nombre de “Jesús” una y otra vez. Parecía claro que esta tenía que ser la última palabra que pronunciara.

Once horas después, me llevaron de nuevo a mi habitación. Exceptuando una hora en la sala del despertar, había estado el resto del tiempo en la mesa de operaciones. Al día siguiente, me dijeron que los cirujanos me habían extirpado la laringe, la faringe, parte del esófago y algunas otras partes aleatorias. 

Me había convertido en uno de esos “frikis quirúrgicos” cuya apariencia tanto me había impactado algunos meses antes. Desde ese momento, respiraría por un agujero en la base de la garganta llamado “estoma”. 

Sabiendo el aspecto que debía tener con la garganta abierta, me sentí completamente exento de humanidad, un mero espécimen biológico durante un período difícil y solitario de reajuste. Necesité ocho operaciones sucesivas para que me reconstruyeran la parte delantera del cuello. La televisión me ayudaba a pasar el tiempo. Confieso que todos los pacientes de la séptima-este estábamos morbosamente fascinados con los anuncios de cigarrillos. Después de fumar aproximadamente 19.000 atados de cigarrillos, mi aspecto y el de todos nosotros era un poco diferente al de los tipos guapos y las chicas monas que aparecían en ellos.

Hoy en día la gente joven cree mucho en el realismo. Por lo tanto, sería interesante que algunas agencias de publicidad hicieran un anuncio de cigarrillos que mostrara a un paciente que ha perdido la garganta debido al cáncer provocado por el tabaco. Podrían elegir a un hombre al que le crece uno de estos pedículos de carne. Con la cámara podría pasearse lentamente por la habitación, mostrando como todos nosotros fumamos la marca X o la marca Y, aquellos de nosotros que todavía tienen una boca completa donde colocar el cigarrillo. 

También podría mostrar al adicto total que conocí que incluso tenía que fumar introduciendo el cigarrillo en el agujero que llega a la tráquea, a través del que llevaba el aire a sus pulmones.

No montamos a caballo ni subimos en helicóptero o en autos deportivos en la séptima-este. Subimos en camillas con ruedas hacia el quirófano, y somos afortunados si regresamos de vuelta. 

La séptima-este es solo parte del país del cáncer. El cáncer de pulmón lo tratan en la tercera planta. Gracias a Dios todavía no he tenido que visitarla. 

De Christian Herald (octubre del 67), © 1967 por Christian Herald Assn., Inc., 27 E. 39 St., New York, N.Y. 10016

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