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La dramática búsqueda de una madre

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Durante 25 años, Saroo Brierley no supo de dónde provenía. Entonces empezó a buscar, a través de Google Earth, pistas que lo llevarían a conocer a su madre.

La historia comienza en un tren…

El nene de seis años despertó aún acurrucado en el duro asiento de madera donde se había quedado dormido. El traqueteo del tren era ruidoso y constante, como cada vez que él viajaba a casa con su hermano mayor, Guddu. Pero Guddu no estaba allí. Y el paisaje que pasaba rápidamente por la ventanilla no se parecía en nada al lugar donde vivían. El corazón de Saroo empezó a latir con fuerza. El vagón del tren estaba vacío. Su hermano debería haber estado allí, buscando monedas debajo de los asientos. ¿Dónde estaba?

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Este funesto viaje en tren desencadenó una serie de sucesos que Saroo no lograría entender durante décadas, sucesos que lo arrancarían de su familia y de su país. Pero ahora, solo sabía que las cosas no eran como deberían ser. Lleno de miedo, corrió por el compartimiento vacío, llamando a gritos a su hermano y a su madre. Únicamente el estruendo del tren sobre las vías respondió a su llamado.

Fatima Munshi estaba desesperada. Al volver a casa tras un largo día de trabajo, sus dos hijos pequeños aún no estaban allí. Deberían haber vuelto varias horas antes. La mujer vivía para sus hijos. No poseía mucho más. Hija de campesinos hinduistas y huérfana desde los 10 años, ella no tenía una familia que le ofreciera apoyo o protección. Pero tenía agallas. Una vez, cuando era adolescente, mientras acarreaba cemento en un enorme tazón sobre la cabeza, su supervisor se fijó en ella. Tras un romance relámpago, algo poco común en la India tradicionalista, se casaron. Ella se convirtió al islam, se mudaron a Khandwa, y dio a luz a tres hijos.

Su esposo empezó a faltar a casa, primero una noche y después más tiempo. Dejó de proveer dinero y alimentos. Con el tiempo, a pesar de que Fatima estaba embarazada otra vez, él se buscó una segunda esposa. Un día, desesperada, Fatima lo enfrentó. Ella lo golpeó con un zapato, y él la golpeó con una vara. Frente a los ancianos del pueblo, se divorciaron en el acto.

Fatima era una mujer abandonada con cuatro hijos pequeños. Volvió a trabajar. Guddu, de unos ocho años, y Saroo, dos años menor, empezaron a mendigar comida y monedas. A menudo se iban a la cama sin probar bocado, solo agua. No poseo nada, pensó ella una de esas desdichadas noches, pero al menos tengo a mis hijos.
Saroo se esforzó en pensar. Recordó que Guddu y él habían tomado el tren de la estación local a otra estación para ir en busca de monedas. Cuando llegaron, Saroo, exhausto, se desplomó en un asiento del andén. Guddu le prometió que regresaría pronto y se alejó caminando. Cuando Saroo abrió los ojos, un tren estaba allí esperando. Guddu debe estar dentro, pensó, adormilado. Subió al tren y volvió a quedarse dormido, pensando que su hermano lo despertaría cuando estuvieran cerca de casa. Pero ahora el tren se estaba deteniendo. Guddu no estaba allí, y ese lugar no era Khandwa.

Saroo salió para adentrarse en el caos. Había hordas de gente empujándose y apresurándose. Hablaban una lengua extraña. Estaba en Calcuta, a casi 1.500 kilómetros de casa. Para él, bien podría haber sido Marte. Suplicó que lo ayudaran, pero Saroo hablaba hindi, y la mayoría de las personas en ese lugar hablaban bengalí. No conocía su apellido, ni el nombre de la ciudad donde vivía, solo su barrio. Nadie le entendía. Desesperado, subió a otro tren con la esperanza de que lo llevara a casa. Pero el tren regresó a Calcuta. Se subió a otro, y a otro más. Todos volvieron a ese extraño y atemorizante lugar. Saroo hizo eso durante varios días, mendigando comida a los demás pasajeros. Con el tiempo, terminó en las calles.

Al caer la noche, Fatima entró en pánico. Acompañada de una vecina, acudió a la estación de trenes a buscar a sus hijos. Registraron el mercado donde los niños solían mendigar y la fuente donde les gustaba jugar. No había rastro de ellos. Ella nunca se había subido a un tren, pero al día siguiente, en compañía de su vecina, se trasladó a otras poblaciones preguntando a los oficiales de policía si habían visto a sus hijos. Fatima amplió su búsqueda. Lloró y oró en una cripta sagrada. Se acercó a un vidente. “Ya no hay dos flores”, le dijo. “Una flor ha caído, y la otra ha ido a un sitio muy lejano. Él no recuerda de dónde es. Regresará, pero después de un largo, largo tiempo”. Fatima no le creyó. Sus hijos iban a estar bien. Entonces, vio a un oficial de policía al que conocía. Él le dijo que Guddu estaba muerto; había caído del tren, o quizá lo habían empujado. La policía tomó una foto del cuerpo aplastado pero identificable que estaba cerca de las vías, y luego lo cremaron. Fatima se desmayó.

Saroo terminó en un centro estatal para niños abandonados. Los chicos mayores lo molestaban. Nadie hablaba su lengua. Trató de explicarles quién era, pero fue en vano. Semanas más tarde lo transportaron a la Sociedad India para el Patrocinio y la Adopción. Tenía una cama cómoda, ropa limpia, comida en abundancia. Los empleados buscaron a su familia a partir de los pedacitos de información que recordaba Saroo. No fue suficiente. El gobierno lo declaró como un niño perdido. Pasaron los meses. Luego, un día, le informaron que una nueva familia estaba interesada en él. Vivían en un lugar llamado Australia. Mientras tanto, Fatima se preguntaba ¿dónde estaría su alegre hijo menor, que solía acompañarla a su lugar de trabajo y construir pequeños caminos con piedras? Ella lo había cuidado durante ocho días cuando un caballo le pateó la cara. No se rendiría ahora. Volvió a subirse a los trenes. Buscó en estaciones de ferrocarril en Bhopal y Secunderabad, en estaciones de policía en Hyderabad, en prisiones de Bombay. Pero no fue a Calcuta; jamás imaginó que el niño podría haber llegado tan lejos.

Saroo aterrizó en Tasmania con las fotos de sus nuevos padres y de su nueva casa que le había entregado en la agencia de adopción. Se sentía nervioso y tímido, pero sus nuevos padres eran pacientes y bondadosos. Su nuevo hogar era como un palacio: tenía cuatro habitaciones y un gran jardín. De ahora en adelante, su apellido sería Brierley. El niño fue a la escuela, aprendió inglés e hizo nuevos amigos. Pero en las noches de insomnio pensaba en su madre y en Guddu. A menudo rezaba “Si existe algo mágico en el mundo, ¿podría ayudarme a encontrar a mi familia?”

Luego de tres meses de viajar en distintos trenes, Fatima estaba agotada. Abandonó la búsqueda física, pero cada jueves caminaba una hora hasta una tumba sagrada a ofrecer incienso y rosas como una plegaria para el retorno de Saroon. Sus otros dos hijos, Kallu y Shakila, la veían llorar.

Saroo creció. Ahora estudiaba comercio y hotelería en la universidad. Habían pasado años desde aquel terrible viaje en tren, pero él no había cesado de buscar respuestas. Todo lo que tenía eran vívidos recuerdos de su ciudad: la cascada en la que jugaba, la fuente cerca del cine. Los callejones que rodeaban su casa. Su casa… recientemente había usado el servicio satelital de Google para obtener una vista aérea de su casa en Australia. ¿Podría ofrecer imágenes similares de su tierra natal? Solicitó un mapa de la India y luego se acercó al azar a una vía de tren y la siguió, en busca de algo que le resultara familiar. Se enfocó en Calcuta y partió hacia atrás desde allí. Redujo la zona de búsqueda multiplicando el tiempo aproximado que había pasado en el tren por un cálculo de la rapidez con la que podría haber viajado un tren indio. Era como buscar una aguja en un pajar. Su búsqueda se extendió por años. Noche tras noche su novia lo veía realizar una búsqueda, y se preguntaba si alguna vez se detendría.

En Ganeshi Talai, Fatima se rehusaba a darse por vencida. Jamás había oído hablar de Google, pero durante 25 años había visitado con frecuencia a varios adivinos. Esta vez, el vidente tenía noticias para ella. “Tu Saroo viene a casa. Regresará en 40 días”.

Los ojos de Saroo recorrieron la imagen de una estación más de tren, y se detuvieron en seco. El puente peatonal, el tanque de agua… eran exactamente como los recordaba. Siguió desplazándose por la pantalla. Allí estaban la cascada donde solía nadar. La fuente. Su corazón empezó a latir rápidamente. El mapa identificaba a la población como “Khandwa”. Buscó el nombre en Facebook y encontró un grupo llamado “Khandwa, mi pueblo natal”. El 31 de marzo de 2011, escribió en él: “¿Podría alguien ayudarme? Creo que soy de Khandwa. No he visto ni he vuelto a ese sitio en 24 años. Quisiera saber si hay una fuente grande cerca del cine”.

La respuesta fue vaga. El 3 de abril de 2011, Saroo lo volvió a intentar: “¿Podría alguien decirme el nombre del pueblo o suburbio que está en el lado superior derecho de Khandwa? Creo que empieza con G…” Al día siguiente, el administrador del grupo le respondió: “Ganesh Talai”. Ganesh Talai. Su hogar. Sabía que tenía que regresar, ¿pero a qué?

El 12 de febrero de 2012, Saroo Brierley bajó de un vagón de tren al caótico paisaje que había visto en sueños. Sus seres queridos en Australia le advirtieron que no abrigara esperanzas. Él recordó la pobreza, el hambre. Había pasado años preguntándose sobre el destino de su familia, y ahora trataba de prepararse para lo peor. Todo parecía mucho más pequeño que en su memoria. Pero los olores y los sonidos eran los mismos, y la distribución era casi exactamente igual a como la recordaba. Empezó a caminar, siguiendo caminos que se grabaron en su mente cuando era niño. Saroo fijó la vista en la casa que estaba frente a él, desconcertado. Era el lugar al que había llamado su hogar hacía tanto tiempo. Lucía increíblemente pequeño. De la casa de al lado salió una mujer. Le preguntó, en una mezcla de hindi e inglés, si necesitaba ayuda o indicaciones para llegar a algún sitio. Saroo sacó la copia de una fotografía de su infancia que le habían tomado sus padres australianos. Se la mostró a la mujer y trató de explicarle. Dijo los nombres de sus hermanos y de su madre, en espera de una señal de reconocimiento. Otros vecinos se acercaron. ¿Sabía alguien, cualquiera de ellos, dónde estaba su familia?

Un hombre tomó la foto de la mano de Saroo. “Espera aquí”, le dijo, y se alejó rápidamente. Minutos después, regresó. “Ven conmigo”, le dijo. “Te voy a llevar a donde está tu madre”. El hombre lo guió a la vuelta de la esquina, donde tres mujeres esperaban de pie. Solo la que estaba en medio le parecía remotamente familiar. “Esta es tu madre”, dijo el hombre, señalándola. Detrás del rostro avejentado había algo inconfundible. Inolvidable. Era una madre. Su madre. Los dos se abrazaron fuertemente. Él no pudo decir nada, así que solo la abrazó.

La cicatriz de la patada del caballo seguía allí, en su frente, y tenía el hoyuelo en la barbilla que compartían todos sus hijos, pero Fatima lo habría reconocido de cualquier manera. Ella lo llevó de la mano a su nuevo hogar y lo abrazó durante lo que pareció una hora entera. “Mi Saroo ha vuelto”, dijo ella. “El todopoderoso por fin escuchó mis súplicas”. Saroo lloró, abrumado. Fatima le contó sobre su búsqueda y le dijo que jamás había perdido la esperanza. Él se sintió desolado al enterarse de la horrible muerte de su hermano. Fatima llamó a Kallu y a Shakila para darles la noticia. Kallu se apresuró a llegar allí. “Debes estar feliz ahora”, le dijo a su madre. “Tu hijo ha vuelto”.

Para él, ha sido un milagro. “En vez de irme a la cama todas las noches pensando: ¿Cómo estará mi familia? ¿Seguirán con vida?, me quedo tranquilo”. Él espera poder visitar la India una o dos veces al año, pero no puede mudarse allá. Tiene otras responsabilidades, otra familia y una vida completamente distinta en Tasmania. Ahora es australiano. Fatima solo quiere que Saroo la vea de vez en cuando y que la lame ocasionalmente, aunque solo puedan decirse unas cuantas oraciones. “Por el momento —comenta ella—, es suficiente para mí que haya podido encontrarlo, y que él me haya llamado Amma”. Madre.

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