Llevar a mi niña en mis viajes por el mundo me permitió verla de formas nuevas e inesperadas.
LA PRIMERA VEZ QUE MI HIJA Maia advirtió que me estaba yendo de viaje sin ella se alarmó. Maia tenía tres años, y como escritora novata en el ámbito de los viajes, yo estaba entusiasmada con la idea de viajar sola a Carolina del Sur.
Al ver fotos del lugar que iba a visitar, no contuvo en absoluto su desesperación: “¿Para qué me tuviste si vas a dejarme atrás?”, dijo llorando. Intenté explicarle que algún día comprendería el encanto de viajar.
Pero mientras mi esposo Evan trataba de despegarla de mi pierna para que yo pudiera partir, me pregunté si mis viajes sola valían el esfuerzo de ir sin ella. Al regresar a casa luego de unos días afuera, me sentía inspirada.
Los frascos de mermelada en miniatura que traía a casa de los hoteles causaban sensación y Maia siempre quería escuchar los detalles de mis travesías. Pero esta era la edad de aprender a negociar y llegar a acuerdos. Por ejemplo: “Debes ponerte un abrigo, pero el trato será que podrás elegir cuál usar”.
Y entonces me dijo que podía seguir yendo a mis viajes de trabajo, pero este sería nuestro acuerdo: ella me acompañaría. Evan y yo esperábamos que Maia adorara viajar. Ella nació a bordo de nuestro velero, en medio de una aventura de seis años por doce países. Con el deseo de que pudiera conocer a sus abuelos, regresamos a Vancouver cuando tenía 14 meses.
La paternidad y los viajes
NUESTRO OBJETIVO ERA retomar los viajes en barco cuando Maia tuviera siete años, una edad que le permitiría recordar el viaje y ser un poco más independiente.
Hasta entonces, el plan era que yo viajara sola por mi carrera como escritora y compartir con Maia viajes familiares cortos. Pero luego, un año después de aquel viaje decisivo a Carolina del Sur, me invitaron a la experiencia Rocky Mountaineer para una travesía padres-hijos en tren por las Montañas Rocallosas.
Y por más aterrador que me resultaba llevar a una niña en un tren de lujo, la propuesta parecía demasiado buena para no aprovecharla. Vestida con su ropa más sofisticada para un viaje en tren, la pequeña Maia de cuatro años me observaba tomar notas sobre el paisaje mientras avanzábamos por el río Fraser.
Queriendo demostrar su valor como asistente, comenzó a entrevistar a la pareja australiana que se encontraba del otro lado del pasillo. Como apenas podía deletrear unas pocas palabras, dibujaba sus respuestas con crayón.
La mujer le dijo a Maia que desde pequeña soñaba con un viaje en tren por las Montañas Rocallosas, cuando un pariente le envió para Navidad un calendario con un hermoso paisaje. Una foto de una montaña con un carnero en primer plano había mantenido vivo un deseo de viaje durante su existencia.
Decidida a ayudar a nuestros nuevos amigos a divisar montaña y carnero exactos, nos sentamos juntos para el almuerzo. Maia rechazó el menú infantil y pidió salmón. Explicó que desde que era pequeña soñaba con viajar por el mundo con sus padres y como no siempre es posible encontrar un menú especial para niños, su lema en materia de comidas era “probar de todo”.
Mi hija, compañera de viajes
Me sorprendí al ver que Maia era, en realidad, una muy buena compañera de viaje. Si bien me encantaban mis aventuras sola, encontramos un ritmo especial al viajar juntas. Cuando tenía seis años, viajamos a la Riviera Maya en México.
Me pareció sorprendente lo alegre e intrépida que se mostró cuando nadamos en los cenotes o cuando practicamos snorkel en un arrecife. Pero fue durante el vuelo de regreso a casa, al escuchar a mi pequeña siempre pegada a mí decir que no había problema si la aerolínea no nos conseguía asientos juntas, cuando advertí cuánto estaba modelando su carácter la aventura de viajar.
Los beneficios de los viajes
Distintas investigaciones señalan que viajar puede expandir el mundo de los niños y ayudarlos a volverse más empáticos y adaptables, además de estimular su creatividad e imaginación.
Cuando retomamos nuestras recorridas en barco, esta vez por casi 30 países y ocho años de duración, pudimos ver todas estas ideas en acción. En Fiyi, Maia con sus nueve años quedó cautivada por las mujeres jefas de tribus que conocimos y decidió que quería convertirse en líder.
Durante un viaje a Sri Lanka cuando tenía 13 años, aprendió que según cómo caiga la moneda del destino que defi ne tu país de nacimiento pueden verse afectadas tus oportunidades en la vida.
Cuando regresamos a nuestro hogar para el comienzo de la secundaria, no nos sorprendió que nuestra hija tuviera otros planes: Maia estaba entusiasmada al ver que le habían otorgado una vacante para terminar la secundaria en la escuela Waterford Kamhlaba United World College, en Esuatini, Sudáfrica.
Había llegado mi turno de ver cómo me dejaba atrás. Mi madre me dijo que era de esperar que un niño que creció recorriendo el mundo en un velero desarrollara su propio espíritu aventurero.
Pero durante esa primera despedida en el aeropuerto, yo solo quería sujetarla de la pierna y rogarle que no me abandonara. En comparación con aquella torpe joven de 17 años a la que le dije adiós, la mujer de 21 años que regresó a casa y, más tarde, de la universidad en Francia, parecía madura y desconocida.
Fue un viaje a Tofino, en abril de 2023 lo que nos ayudó a reconectar. Viajar siempre me sirvió para ver a Maia con más claridad. Pareciera como si después de quitar del medio aquello que resulta familiar, todo lo que queda es ella.
Mientras saboreábamos un plato de huevas de arenque sobre ramas de abeto, noté que su lema “probar de todo” no había cambiado. Sus ojos se llenaron de lágrimas al ver una conmovedora danza Tla-o-qui-aht acerca de la pérdida de identidad indígena que se realizó durante el naa uu, una celebración que incluye un increíble festín tradicional, y sentí que su compasión se había vuelto aún más profunda.
Al día siguiente, viajamos en barco al sendero Big Tree Trail en el Parque Tribal Wanachus-Hilthuuis. Bajo la sombra de imponentes abetos, píceas y cedros, ella escuchaba al cuidador, un representante que administra el terreno según las leyes indígenas tradicionales y contemporáneas, contar la historia de la “Guerra en el bosque”, una serie de bloqueos organizados por poblaciones indígenas en la década de 1980 y 1990 con el fin de detener la tala de árboles en el área cercana de Clayoquot Sound, en el norte de Tofi no.
Al observar aquellos árboles antiguos y luego a mí, Maia recordó algunas de las historias que yo le contaba sobre las protestas a las que había asistido cuando tenía su edad para salvar los bosques. Podía ver cómo mi propia imagen se volvía nítida ante ella, no solo como su madre sino como par, como compañera de viaje. Ella sujetó mi mano y yo esperé a que hablara, pero simplemente caminamos entre los árboles, absorbiendo el momento y gestando un nuevo recuerdo.