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Un viaje sanador por Portugal

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Viaje por Portugal, río Douro

Después de un desengaño amoroso, un viaje parece ser la respuesta para sanar.

Por J. R. Patterson, tomado de Hemispheres

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Una relación llega a su fin y comienza la distribución de bienes. Mis libros, tu biblioteca. Mi plato, tu cuchara. Mi casa, tu casa. Luego de casi una década, todo había terminado. El mundo que mi pareja y yo habíamos construido juntos estaba allí, en pedazos, como un jarrón que cae al piso y se hace añicos.

En nuestros años juntos, habíamos hecho viajes por el mundo, habíamos sido felices, habíamos tomado decisiones importantes y nos habíamos mudado a Portugal, su país natal. Fue allí donde todo terminó, y donde yo era un exiliado llegado tan solo unos meses atrás.

No quería abrirme de todo aquello tan pronto, pero no se sentía correcto estar allí. El país, y todo lo que en él había, parecía pertenecer a otro. Vivía en la ciudad de Oporto, ya tenía amigos, un café favorito, un puesto en una orquesta. Dejar aquello atrás significaba renunciar a las cenas en Cervejaria Diu Palace, a los ensayos musicales con amigos, a las tardes de lectura en el Parque de las Virtudes, a las caminatas por el Río Duero.

Sin embargo, todo parecía actuar en complicidad con mi miseria, los pájaros, las personas en la calle, incluso la mismísima calle. Hice una lista de las cosas que amaba de Portugal: las naranjas, el vino, los mariscos, la luz del sol, los cafés, los bares oscuros, los mosaicos, el alegre caos que gobernaba la vida pública y los buenos modales, la modestia y el amigable fatalismo de su gente.

Mientras veía el espectáculo de fuegos artificiales de Año Nuevo sobre el cielo de Oporto con amigos, decidí hacer un viaje para darle otra oportunidad al país e intentar sentir como propio todo aquello.

Un viaje muy personal

Un viaje sanador por Portugal

Haré el viaje, dije, en auto por la Estrada Nacional 2 (N2). La longitud de esta ruta (más de 700 kilómetros, desde la ciudad norteña de Chaves hasta la costa atlántica meridional), me permitiría, ya sea volver a apropiarme de Portugal o bien experimentar un último banquete de este lugar. Y, si esta resultaba ser mi última travesía, quería encararla tranquilo.

Llegué a Chaves y me dirigí a la oficina de turismo, donde me entregaron un pasaporte amarillo N2. Sus dos docenas de páginas en blanco estaban listas para recibir los sellos que ofrecían en algunos de los destinos que encontraría a lo largo del viaje como pruebas tangibles de mi recorrido.

Caía una lluvia suave y en el punto de partida de la autopista visité el bar KilometroZero, donde tomé una cerveza para consagrar la travesía. Le mostré mi pasaporte al barman, él lo selló y yo sentí una cursi sensación de logro.

Los romanos llamaban a la actual ciudad de Chaves Aquae Flaviae, o “agua amarilla”, en referencia a las aguas termales que circulan por las montañas que rodean la zona. El supuesto poder sanador de estas aguas era popular en toda Europa. A comienzos del siglo XX, el Rey Carlos I de Portugal encargó la construcción de un extravagante palacio en un manantial natural en las afueras de la ciudad de Vidago. Fue asesinado antes de que la obra estuviera terminada, pero la experiencia se puede disfrutar en el Vidago Palace Hotel.

En mi primera noche de este viaje personal, me hospedé allí; nadé en las milagrosas aguas del spa de mármol y sudé en las tarimas de cedro del baño sauna. “Personas de todos los rincones de Europa solían visitar este lugar en busca de sanación”, me contó uno de los encargados del hotel. “El palacio encierra un poder rejuvenecedor. Era sinónimo de un nuevo comienzo para los heridos”.

Esa noche, una fría niebla se instaló en el bosque de pinos del predio del palacio. Paseando al lado de la laguna, podía sentir cómo los sabañones aparecían en mis pies. La espesa bruma aún estaba allí la mañana siguiente y el pasto se veía cubierto por una capa de escarcha plateada. El vapor brotaba del capó de mi auto a medida que se calentaba el motor. El frío, el sol naciente y la niebla se combinaban y daban al aire una sensación ahumada, como la superficie de una crème brûlée.

En las afueras de Vila Pouca de Aguiar, quedé detrás de un patrullero en el que sus dos ocupantes se veían involucrados en una acalorada discusión que los hacía gesticular intensamente. Los seguí gran parte de la mañana, sentía curiosidad de ver cómo terminaría el enredo. No era un espectáculo demasiado dinámico, pero aportaba entretenimiento a mi mente distraída. Y, de cualquier manera, no tenía apuro, la N2 no lo permitía.

A Portugal no le faltan autopistas de alta velocidad, de hecho, es posible recorrer el país de norte a sur en una cuestión de horas en lugar de los ochos días que yo había destinado para hacerlo, pero aquellos caminos son distópicos y limitados por concreto. Recorrerlos es como hacer un viaje por el interior de una trinchera.

La N2 envuelve estas autopistas principales, en algunos lugares pasa por encima de ellas y se esconde debajo en otros, como una serpiente alrededor del caduceo, símbolo del dios griego Hermes. De vez en cuando, aparecían marcadores de color blanco al costado del camino que indicaban la distancia a Chaves; los números aumentaban a medida que descendía por las montañas hacia el Valle Douro y la ciudad comercial de Peso da Régua.

Hace mucho tiempo, se trasladaban barriles de oporto aguas abajo en botes rabelo desde los viñedos del lugar hasta las bodegas de la ciudad de Oporto. La magnífica película Gigantes do Douro (“Gigantes del Douro”), de André Valentim Almeida, muestra imágenes históricas de los botes cargados atravesando rápidos feroces, con hombres estoicos de pie frente al timón.

Hoy, el río está contenido por una represa y los únicos botes que recorren las aguas grisáceas transportan turistas curiosos. En Peso da Régua, me detuve a visitar el Museu do Douro en busca de mi sello y fui convencido de participar de una degustación de oportos.

Cuando llegué a la sala de degustación, estaba vacía, excepto por un enorme piano y las botellas de vino que recubrían las paredes. Me senté en el piano y toqué algunas variaciones de Beethoven como invitación a que alguien se aproximara y me pidiera que parara. Un hombre sí se acercó, pero no me dio ese tipo de instrucción, sino una segunda copa de oporto amarillento al finalizar el recital espontáneo.

“Una para la visita y otra para el pianista”, dijo. “Notará que este oporto tiene notas de Brasil en su dulzura y de India en su aroma”. Ese abanico de colores del Portugal colonial se traducía en toques de miel, nuez y canela. Esperé unas horas para que la niebla se disipara, pero allí permaneció, encogiendo el mundo con su abrazo espeso. Manejé en dirección sur colmado de una seriedad malhumorada. Me dolía el alma, y me sentía solo.

Un viaje para escapar de la soledad

Viaje por Portugal, río Douro

La niebla me persiguió dos días más de mi viaje, por las ciudades de Lamego, Castro Daire y Tondela; en las afueras de esta última decidí desviarme de la N2 y avanzar hacia Coimbra. Las rupturas son difíciles por la soledad que traen consigo.

Mientras que todas las demás desgracias, se desvanecen a la distancia, en esto el mundo continúa como si nada hubiera pasado. Se trata de un segundo abandono, esta vez de los amigos y familiares que, aunque ven tu tristeza, no pueden participar de ella. En Coimbra visitaría a unos amigos, pero eran “amigos de la pareja”, y no estaba seguro de cómo me recibirían. “Mis amigos, tus amigos”, un segundo efecto colateral de la separación.

Sin embargo, el frío era solo meteorológico y me abrieron las puertas de par en par con sopa y vino. Esa noche, mientras caminábamos por el centro de la ciudad, las luces doradas no perturbaban a las estrellas que brillaban a través del rocío. “¿Adónde irás?”, me preguntaron. Cuando admití que no lo sabía, dijeron: “Siempre puedes quedarte aquí”.

También se puede perder el humor. Al igual que el sentido de camaradería, es a través de otros que logramos recuperarlo. Al día siguiente de mi viaje, fuera de Sertã, me detuve en un café y dejé la N2 por una bifana (sándwich de cerdo asado). Sobre el mostrador había un cartel con una leyenda que anoté en mi pasaporte N2: “Por causa de alguém, não se fia a ninguém” (“Por culpa de alguien, no confías en nadie”). Cuando el barman agarró la libreta para sellarla, bromeando me golpeó en el hombro. “¡Obrigado! ¡Boa viagem!”, escribió al lado de mis garabatos. “¡Gracias! ¡Buen viaje!”.

Un viaje a lo desconocido

Un viaje sanador por Portugal

Existen partes de Portugal tan desprovistas de turismo que cuando un viajero las atraviesa se puede sentir la adrenalina del descubrimiento. Una zambullida en el corazón de la mayoría de estos sitios, incluso los más pequeños, puede revelar cuán inmenso puede ser cualquier lugar.

Portugal es un mundo. Cada región posee una naturaleza distintiva, cada una se muestra orgullosa de sus extraordinarias propuestas y en todas se sorprenden de que no haya escuchado nunca sobre su pan, su queso, su artesanía en arcilla o su golosina característica. Estas cosas se impregnan en quien las descubre.

En Vila de Rei, sellé mi pasaporte en la oficina de turismo y almorcé en una churrascaria cercana repleta de hombres. El personal trabajaba con el fervor de un grupo de médicos en tiempos de guerra; repartían platos con pan y aceitunas y distribuían sopa que servían de enormes recipientes de metal con extrema concentración y velocidad.

Me recomendaron el bucho recheado, un plato nuevo para mí. Habría optado por algo más familiar si hubiera sabido que se trataba de una rodaja de tripa rellena de vísceras; cuando llegó a mi mesa, con un aspecto similar a un corte transversal de una pierna humana, mi apetito se esfumó. Mientras yo movía de un lado a otro la comida en el plato, los hombres terminaron sus botellas de medio litro de vino y regresaron a sus puestos como operarios de maquinaria pesada.

A medida que caía la noche, dejé atrás la N2 y viajé un par de kilómetros al este, en las afueras de la ciudad de Évora, hasta el Convento do Espinheiro, que hoy funciona como hotel. Esa noche, el sommelier recorrió la lista de vinos como si se tratara de un catálogo de antiguas amantes. “Este nunca lo olvidaré”, dijo, mientras las puntas de sus dedos bailaban sobre la mesa. “Estaba en una boda y este bellísimo blanco del Douro mojó mis labios. Supe que tenía que beberlo…”. Aquel había sido un romance sin sufrimiento; siempre habría otra botella.

Quería que alguien me mirara como aquel sommelier miraba al Mirabilis, pensé; pero en cambio, estaba comiendo solo, empujando los garbanzos con algas marinas que rodeaban un trozo de pez espada, antes de regresar a mi habitación como un monje, a sentarme en silencio, beber sorbos de vino y leer.

Me hospedaba en la suite en la que se había alojado el poeta Garcia de Resende del siglo XVI cuando visitó el convento. Tenía frente a mí su poema “Não Receeis Fazer Bem” (o “No temas hacer el bien”) que decía: “Ten un corazón sensible/Y pronto verás/los grandes beneficios que trae el bien”.

Mientras conducía en dirección sur, al día siguiente, pasé por un campo de ganado con cuernos en forma de arco. Cuando me detuve a tomar una foto, una bandada de garzas blancas se elevó del suelo como un puñado de pétalos de margaritas arrojados al viento.

Había también otras imágenes singulares en este viaje: un pastor sentado sobre un ladrillo observando a tres corderos. Un hombre en una parada de ómnibus tan desolada que parecía improbable que alguna vez pudiera conseguir traslado. Frené para ofrecerle un aventón, pero me indicó que siguiera adelante. “Siempre algo aparece”, dijo.

Un viaje transformador

Un viaje sanador por Portugal

LLEGUÉ A FARO, el último marcador de piedra de la N2 en el kilómetro 738, pero yo no quería parar. El rugido del tránsito en la ciudad planeaba mantenerme lejos del mar, lejos de aquel espacio abierto que deseaba tanto. Giré al oeste y conduje por la costa hasta Porches, donde me detuve en el complejo Vila Vita Parc.

Después de todos mis viajes, quería parecer esquivo, pero la suntuosidad de la propiedad era apabullante. Era como un país en miniatura, con personas que pasaban en carros de golf, fuentes en los estanques, jardines de rocas y casas blancas con cúpulas sobre la playa privada.

En mi habitación había copias encuadernadas en tela de clásicos de la literatura inglesa. Elegí “Orgullo y prejuicio” y leí: “La distancia no es obstáculo cuando tienes un objetivo”. El final había llegado en el momento justo. Estaba listo para dejar de conducir. Prácticamente había gastado mi CD de “El clave bien templado” de Bach, y no estaba seguro de cuánto tiempo más podría seguir tomando seis expressos diarios.

Pasé los últimos días del viaje en el Algarve, comiendo almejas y carne, y bebiendo oporto con tónica. Con las puertas del patio abiertas, escuché las olas del mar y el golpeteo de las ramas de las palmeras. El color del mar parecía absenta azucarada y los acantilados se veían amarillos y quebradizos, como rebanadas de pão de ló (torta esponjosa portuguesa).

Sentí que había cruzado la línea difusa de la emoción. Tenía un creciente deseo de vida, el anhelo de que todo fuera simple y agradable. Las montañas, el mar, todas las melodías hermosas de este país… no necesitaba abandonarlas. Pareciera que el hogar no solo se encuentra, sino que se nos da.

Como un regalo, los mensajes y buenos deseos que recibí mientras estaba en el camino me hicieron saber que tengo amigos aquí, que soy querido y bienvenido. Buscaba que el viaje fuera de retrospección, como un caminar hacia atrás desandando pasos, pero yo ya me encontraba haciendo planes, pensando en lo que vendría más adelante en lugar de mirar atrás.

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