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Un amigo para mi hijo

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Dale, un niño autista, vivía en un mundo distante e inaccesible para sus padres, pero un día llegó Henry y les abrió la puerta.

 

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Cada instante de cada día era un desafío para mi esposo, Jamie, y para mí. Dale, nuestro hijo único, estaba completamente encerrado en su mundo autista. Cualquier intento de tocarlo o tan sólo acercarnos a él parecía aterrarlo.

 

A la mañana se ponía rígido cuando yo trataba de vestirlo. Muchas veces se sacaba la ropa y nos hacía ver con toda claridad que prefería quedarse desnudo. Dale no entendía qué era el control de esfínteres, así que yo llevaba pañales a dondequiera que íbamos.

 

Rara vez tenía hambre y se provocaba el vómito si yo incluía un solo garbanzo o rodaja de zanahoria en su deplorable dieta de salchichas, papas fritas, trocitos de pollo rebozados y pizza. Tenía 26 meses de edad cuando dijo su primera palabra: “Árbol”.

 

Dale tenía una reserva inagotable de energía, pero corría de manera repetitiva, casi automática y sin propósito. O se ponía a girar largos ratos como patinador en hielo en el mismo sitio, siempre en el sentido de las agujas del reloj. De noche sólo dormía en lapsos de una hora.

 

Le gustaba ir a jugar al parque cercano a nuestro departamento en Greenock, cerca de Glasgow, Escocia, pero siempre se negaba a volver a casa. Tenía que alzarlo en brazos y llevarlo a la fuerza. En esas ocasiones gritaba, me daba manotazos y puntapiés, me arañaba la cara o trataba de morderme para demostrar toda la fuerza de su furia.

 

Al pobre lo aterraba todo, pero era absolutamente incapaz de comunicar sus temores o entender nuestros intentos de tranquilizarlo. Ni siquiera sabía quiénes éramos, y nuestros esfuerzos por interactuar con él eran profundamente frustrantes, agotadores y, a final de cuentas, inútiles. Mientras que otras madres podían disfrutar de arrumacos, besos y abrazos, con mi pequeño la situación era distinta.

 

Cuando Dale iba a cumplir cuatro años se nos dio el diagnóstico “oficial” de autismo clásico, reconocible por tres impedimentos: interacción social, comunicación e imaginación. Al final fue un alivio saberlo, aunque a Jamie le costó trabajo aceptar el hecho. Nuestro matrimonio se había tambaleado y, en un momento en que me sentí muy deprimida, hasta pensé en suicidarme. Una vez conscientes de que el niño necesitaba educación y estimulación especiales, pasábamos varias horas por día repitiéndole las mismas palabras, instrucciones y canciones. Como muchos niños autistas, Dale se obsesionó con Thomas y sus amigos, unos trencitos de juguete cuyos colores vivos y expresiones faciales elocuentes facilitan a los chicos identificar a los personajes y relacionarse con ellos.

 

La mayor parte de la comunicación humana es no verbal; se realiza por medio de los ojos, la cara y el lenguaje corporal, y es en este ámbito donde los autistas afrontan los mayores problemas. Les resulta difícil en extremo interpretar las señales no habladas, o entender que detrás de la expresión facial de una persona hay pensamientos, sentimientos y emociones muy diferentes de las suyas. Incluso con la palabra hablada, para los autistas es muy difícil entender el significado de los distintos tonos de voz.
Nos mudamos a una casa sola en un barrio tranquilo de Greenock, con un jardín seguro para Dale. Aunque nos acomodamos pronto y estábamos rodeados de vecinos maravillosos, fue triste ver que los chicos que venían a la casa a jugar se quedaban poco tiempo porque no entendían a nuestro hijo. Dale tenía que jugar solo.

Un cachorro en casa

 

«Lo que menos necesitamos es un perro”. Ésa fue la respuesta espontánea de mi esposo. Sin embargo, yo pensaba que sería bueno para Dale tener un amigo cerca, de modo que fuimos a la casa de Val, criador de Golden Retriever. Cuatro preciosos cachorritos se pusieron a jugar alrededor de nosotros.

 

Dale no les hizo el menor caso. Peor aún, empezó a hamacarse y a gemir.
—Está a punto de hacer un berrinche —me susurró Jamie.
Luego el niño señaló algo que había junto al televisor y exclamó:
—¡Thomas!
Era un video de Thomas y sus amigos, así que de inmediato se dispuso a verlo. Se sacó los zapatos y se sentó frente al televisor.

 

Me arrodillé y comencé a jugar con uno de los cachorros para tratar de atraer la atención de Dale, y agité una pata del perrito en dirección a él. Totalmente absorto ante el televisor, el niño acarició al animal, aunque ni siquiera dio vuelta para mirarlo.
—¿Te conseguiste un amiguito nuevo, Dale? —le preguntó sonriendo el criador—. ¿Qué nombre le vas poner?
En ese momento el tren favorito de mi hijo apareció en la pantalla.
—¡Henry! —gritó.

 

DALE TENÍA CINCO AÑOS Y OCHO MESES cuando Henry vino a vivir con nosotros, en febrero de 1994. La primera mañana después de su llegada, nos llevamos dos sorpresas: el niño no estaba en nuestra cama, y se oía mucho ruido en la planta baja.
Alcanzamos a oír lo que Dale decía, como cantando:
—Henry, perrito. Pato, perrito. Eso no está bien, perrito. No, no, Henry. Dáselo a Dale.

 

Todo esto iba acompañado de carcajadas del niño y leves gañidos del cachorro. Nunca habíamos oído a nuestro hijo jugar tan verbal y alegremente. ¿A quién podían importarle los charquitos y la suciedad que dejaba Henry? Le dimos carta blanca en la casa.

Clases de obediencia

 

JAMIE Y YO VIMOS A DALE TRANSFORMARSE de un niño desvalido y solitario en un chiquito feliz, que por fin tenía un amigo con quien jugar. Y hubo otro beneficio que no previmos: Henry resultó ser un asombroso recurso educativo viviente. Empezamos a enseñarle a Dale algunas cosas sobre su mascota; luego él se sentaba junto al perro y retransmitía la información: “Ésta es tu nariz… Tu pata… Éstas son tus orejas…”.

 

El niño jamás se había lavado las manos por iniciativa propia; ahora, antes de darle su comida a Henry, los tres nos lavábamos las manos. Con el tiempo Dale aprendió a realizar este ritual por su cuenta y con gusto, pues estaba haciendo algo por su perro. Gracias a Henry (los Golden Retriever son los perros más voraces del mundo), mi hijo aprendió a identificar su propia hambre y a reconocer el momento de almorzar o cenar.

 

Con ayuda del perro, conseguimos también darle un baño a Dale sin que hiciera lío, convencerlo para que se cepillara los dientes y se peinara e incluso para que se dejara cortar el pelo. Y aprendió a ir al baño solo. Por fin pudimos prescindir de los pañales.

 

El cambio de Dale también se hizo notorio para el personal de la escuela de educación especial en que lo inscribimos. Se relacionaba mejor con la gente y día tras día mostraba progresos en sus habilidades. Cuando a Henry ya no le quedó su collar de cachorro, Dale le eligió uno nuevo, de color azul, como el de Thomas. Esto nos permitió comprarle zapatos nuevos, antes motivo de una batalla campal.

 

Tenía dificultad para agarrar un lápiz, pero, por primera vez, volvió de la escuela con un dibujo reconocible: Henry con platos para perro.

 

Unos seis meses después, estaba yo junto a la ventana viendo a Dale jugar con Henry cuando de pronto noté que el perro rengueaba. En los siguientes días la situación empeoró: Henry perdió el apetito, se negó a salir a caminar e incluso al jardín; teníamos que llevarlo afuera en brazos. Me quedé consternada cuando el veterinario me dijo que el perro estaba muy enfermo: rengo de las cuatro patas y con mucho dolor. Al parecer tenía panosteítis, enfermedad de los huesos que causa inflamación y dolor intenso. Le recetaron esteroides en altas dosis. Me sentí desconsolada cuando supe que si el tratamiento no surtía efecto, sería más compasivo sacrificar al animal. El veterinario intentó reconfortarme cuando le expliqué entre lágrimas lo que Henry representaba para nosotros.
—No es sólo un perro —le dije una y otra vez.

 

No pudimos ocultarle a Dale que su perro estaba enfermo. Por suerte, él aceptó la situación y cuidó a Henry; lo acariciaba y le hablaba, mostrándole comprensión y afecto. Una vez, mientras Henry dormía en el sofá, Dale fue a buscar su acolchado de trenes favorito y lo cubrió con él. Luego reunió su preciada colección de trenes y los puso alrededor del perro. A su manera, le contaba cuentos; no los leía, sino que los actuaba.

 

Cuando Jamie y yo estábamos solos, cuidábamos al perro con profundo desaliento. Yo me preguntaba por qué nos pasaba esto, después de todo lo que habíamos sufrido.
Conforme los esteroides iban surtiendo efecto, Henry empezó a comer con algo de su habitual apetito. Un mes después se recuperó y volvió a disfrutar de sus caminatas vespertinas con Jamie y Dale.

Furia desatada

 

PESE A NUESTROS CONSTANTES ESFUERZOS por comunicarnos con Dale cuando estaba en su mundo autista, con frecuencia resultaba imposible acercarse a él. A veces, si levantábamos del suelo o sólo tocábamos uno de sus trenes, se enfurecía. Con Henry, sin embargo, era otra historia. Si el perro levantaba un tren con los dientes, el niño sencillamente le abría el hocico, sacaba el juguete y le decía: “No hagas eso, Henry. Agarraste mi Gordon y eso no le gusta a Dale”.

 

Un día en que fui testigo de uno de estos incidentes, le dije a Jamie:
—Ha dejado al perro entrar en su mundo, pero nosotros seguimos siendo sólo objetos que satisfacemos sus necesidades.
En ese momento yo sentía la falta de ese vital vínculo emocional con mi hijo, que para la mayoría de las madres es lo más natural del mundo. Jamie me comprendió, pero me recordó:
—Tal vez nunca te quiera, Nuala. No sabe qué es el amor.

 

A pesar de la terapia de lenguaje, las técnicas especiales de la escuela y nuestra propia intervención, parecía que iba a pasar mucho tiempo antes de que Dale aprendiera a relacionarse correctamente. Aún tenía gran dificultad para interpretar las expresiones faciales y la comunicación no verbal en general, así como problemas de dicción. No sólo hablaba en el tono incorrecto y se reía sin motivo, sino que oír ciertas palabras, como “okey” o “escuela”, le provocaba un ataque de furia.

 

Un día de la primavera de 1995, mientras Dale dibujaba muy contento con Henry a su lado, hojeé su bloc de notas de la escuela y me di cuenta de que su caligrafía había mejorado.
—Dale —le dije—, tu letra es muy bonita. Me siento orgullosa de ti.
Demasiado tarde recordé que la palabra “orgulloso” era una de las que detestaba oír. Furioso, se tapó los oídos con las manos y gritó:
—¡No digas “orgullosa”!
—No es malo que esté orgullosa de ti —repliqué tratando de tranquilizarlo, y sin pensarlo agregué—: No pasa nada, ¿okey?
—¡No digas “okey”! —me exigió con otro grito, y entonces comenzó a golpearse la cabeza contra la pared.

 

No tuve más remedio que sujetarlo para evitar que se hiciera daño. Me senté encima de él y le sostuve la cabeza. Tan grande era su rabia que me vi obligada a contenerlo unos 40 minutos, durante los cuales me arrancó una manga de la blusa. Así nos encontró Jamie cuando llegó del trabajo.

 

Para tratar de calmar a Dale, se agachó y le dijo:
—Me gustaría que corriéramos un rato en el jardín. ¿Qué te parece?

 

Dale reunió sus preciados trenes y los colocó alrededor del perro. A su manera, le contaba cuentos.

 

El niño seguía gimiendo y luchando por soltarse, rojo de furia y con los ojos a punto de salírsele de las órbitas.
—¡Ay! esto es terrible —le susurré a mi esposo—. Ahora hasta el perro parece preocupado.
En un momento de inspiración, Jamie cambió la voz y dijo:
—Dale, te habla Henry. No me gusta que llores. Me preocupo mucho. ¿Puedes dejar de hacerlo, por favor?
Nuestro hijo se serenó de inmediato, y respondió:
—Está bien, Henry. Lo siento.
Mi esposo y yo nos miramos, perplejos pero aliviados, y en seguida Jamie dijo con la misma voz fingida:
—Entonces qué, Dale, ¿salimos a correr?
Al oír estas palabras, el niño me hizo a un lado de un leve empujón, se enderezó hasta quedar sentado y contestó:
—Vamos, Henry.

 

Más tarde, al caer la noche, nos preparamos para la batalla diaria de llevarlo a la cama, que solía durar unas dos horas.
Jamie hizo el primer intento:
—Dale, el piyama. Es hora de dormir.
Henry dormía junto a la chimenea. Dale lo miró, luego se acercó a mi esposo y, sacudiéndole el suéter pero sin mirarlo a la cara, le dijo:
—No, papá, habla como Henry.
Jamie comprendió, y de nuevo cambió la voz:
—Dale, soy Henry. Por favor, ponte el piyama. Estoy cansado.
—Está bien, Henry —respondió el niño de buena gana, y entonces se fue a su cuarto.
Nos quedamos atónitos. Dale regresó con el piyama puesto, lo cual jamás había hecho; incluso había tratado de abotonárselo.
—Henry, es hora de dormir —dijo con firmeza—. Ven.
Jamie habló con su propia voz:
—Buenas noches, hijo.
A esto siguió algo que nunca habíamos oído. Dale respondió:
—Buenas noches, papá.
Yo también quise hacer la prueba:
—Buenas noches, Dale.
—Buenas noches, mamá.
Fue la música más dulce que había escuchado nunca.

Palabras mágicas

 

CUANDO MI ESPOSO Y YO CONSULTAMOS A LOS EXPERTOS, nos enteramos de que es muy común que un tercero reduzca la angustia que la conversación directa le produce a un niño autista. Nos contaron de un chico que sólo podía comunicarse con su maestra cuando ella le volvía la espalda y levantaba un teléfono para hablar con él. Estaban en el mismo cuarto, pero el medio indirecto de comunicación le permitía al niño escapar de la presión no verbal.

 

Henry, con sus ojos mansos, se había convertido en el “teléfono” de Dale. Cuando hablábamos a través de él, el perro ponía atención y meneaba la cabeza. Para mí, había pasado a ser un segundo hijo. El niño aún hacía berrinches, aunque con menos frecuencia; sin embargo, hubo un día en que ni la voz de Henry pudo calmarlo. Se enfureció cuando dije “escuela” con mi propia voz. Al tratar de apaciguarlo, se apartó de mí y empezó a golpearse la cabeza contra la pared. Lo intenté de nuevo:
—Dale, soy Henry. Estoy asustado… Tú me estás asustando.
El niño no reaccionó a mis palabras y, horrorizada, lo vi correr hasta el perro y darle una patada tremenda, al tiempo que gritaba:
—¡Te odio!
El pobre Henry aulló y corrió a echarse en un rincón.
—¡Dale, se acabó! —grité—. No vas a arruinarle la vida a este perro.
Lo voy a llevar de regreso con Val.
Sin entender, el niño sólo se meció de adelante hacia atrás y repitió:
—De regreso con Val.

 

Me preocupó mucho el bienestar de Henry, y más aún que Dale pensara que podía desquitar su coraje maltratando al perro, como lo hacía conmigo. Mi esposo y yo necesitábamos hacer algo.

 

El niño aún hacía berrinches, si bien con menos frecuencia. Pero un día ni la voz de Henry pudo calmarlo.

 

Cuando Jamie fue a consolar a Henry, usó la “voz” del perro:
—Papá, por favor, ayúdame. Me siento triste. Dale me odia. Me lastimó. Me duele mucho el lomo.
Le pusimos un vendaje a Henry. Luego empecé a guardar las cosas del perro: sus platos, juguetes y artículos de higiene. Dale sólo observaba, apretando los dientes, hamacándose y gimiendo.
Fingí llamar al criador.
—Tendremos que llevarlo a vivir contigo otra vez, Val.
Dale soltó un grito de espanto y corrió hasta Henry. Lo abrazó con fuerza y se puso a llorar desconsoladamente.
—Henry, lo siento —dijo—. Por favor, no me dejes. Te quiero.
Nunca antes había expresado sentimientos amorosos, y a nosotros no nos importó que fuera un perro el que los recibiera primero. También nos dimos cuenta de que Dale entendía lo que había hecho, así que Henry, en la voz de mi esposo, le dijo en tono de perdón:
—Yo también te quiero, Dale, y deseo vivir contigo.
Deshicimos la valija, fingimos hablar de nuevo con Val y, a la hora de dormir, “Henry” dijo que se sentía mucho mejor. Le sacamos el vendaje, y el rostro de Dale se iluminó de alivio.
Acosté a mi hijo en su cama y le di un beso. Entonces, cuando iba a salir del cuarto, una vocecita triste me dijo:
—Mamá, Dale quiere a su perro… Y quiere a su mamá.
Cinco palabras mágicas.

 

Varios días después, mientras hacíamos fila para pagar en el supermercado, Dale de pronto se inclinó hacia delante y me besó la mano, que tenía apoyada en la barra del carrito. Al darse cuenta, una señora que estaba formada detrás de nosotros me dijo:
—Nunca había visto a un niño hacer eso. ¡Qué chico tan cariñoso! Debe de quererla mucho.

 

Sonreí y pensé: Dios mío, ¡si supiera toda la historia! Ahora que Jamie y yo sabíamos lo importante que Henry era para Dale —y que el niño nos quería y entendía el significado del amor—, comprendimos que no había límite para lo que nos faltaba descubrir en el fondo de su corazón.

Un nuevo comienzo

 

DESPUÉS DE UNOS TRES AÑOS, poco a poco dejamos de usar la voz de Henry para comunicarnos con Dale. El niño entró en una escuela dominical y luego en una organización cristiana juvenil. Durante todo ese tiempo mejoró su manera de relacionarse y empezó a hacer amigos de verdad. Toleraba viajar y dormir fuera de casa. Participó en talleres de teatro y pintura, y asistió a una escuela primaria normal.

 

En la secundaria, ninguno de sus compañeros sabía que era autista, y pasarían cinco años antes de que sus nuevos amigos conocieran la verdad. Con maestros decididos a ayudarlo a desarrollar todo su potencial, y gracias a su propio esfuerzo, aprobó los cursos. Ya podía asistir a una escuela superior y obtener un certificado básico en educación temprana y cuidado infantil, pues tenía deseos de usar sus experiencias para ayudar a otros. ¡Qué camino tan largo ha recorrido desde que era un niñito desvalido, y qué deuda tan grande tenemos con cierto Golden Retriever!

 

HENRY NO HABÍA DEJADO DE TOMAR MEDICAMENTOS para su enfermedad, pero lo afectaban mucho. Tenía 12 años, una edad avanzada incluso para un ejemplar sano de su raza. A principios de 2006 se agravó. En las primeras horas del domingo de Pascua nos dimos cuenta de que estaba sufriendo mucho. Jamie y yo tratamos de ponerlo en pie, pero no pudo sostenerse y se derrumbó ante nosotros, terriblemente débil pero todavía alerta y consciente. Lo llevamos a una clínica veterinaria en Glasgow. Dale iba en el asiento trasero del auto, con la cabeza de Henry apoyada en su regazo, y no dejaba de acariciarlo, en silencio y con rostro sereno.

 

Traté de explicar lo imposible al veterinario y a la enfermera cuando dejamos a nuestro perro bajo su cuidado. Sencillamente no había palabras para expresar lo que Henry significaba para nosotros. Cuando regresamos al día siguiente, había empeorado. Al oír la opinión del médico, Dale me miró a los ojos y, con voz quebrada por el llanto, dijo:
—Mamá, es la decisión más difícil que he tenido que tomar en mi vida, pero sé que es hora de dejar que mi perro se vaya.
Con la madurez y dignidad del adolescente que era ahora, dio su consentimiento para que el veterinario preparara la inyección.
—Ya vas a estar bien, Henry —le susurró a su perro—. Con este pinchazo te pondrás mejor.
Sentado en el suelo, con su adorada mascota en el regazo, le besó la cabeza una y otra vez.

 

Lo dejamos un rato a solas con Henry, cuyo viejo y maltrecho cuerpo por fin iba a descansar. Cuando salió del cuarto, con el collar de su perro en la mano, rompió a llorar con gran desconsuelo. Esa última noche, como todas las siguientes, Dale durmió con el collar de Henry bajo la almohada.

 

Dale (a la izquierda, con su nuevo perro, Wee Henry) hoy día tiene 19 años. Terminó sus cursos de cuidado infantil, y ahora quiere estudiar para obtener un certificado superior. A mediados de 2007 lo invitaron a unirse a la tripulación de un velero que iba a competir en una regata. En la actualidad trabaja como voluntario en Barnardo’s, organización no gubernamental británica que ayuda a niños desamparados.

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