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Las cosas que nunca cambian

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Incluso en los peores momentos, siempre hay algo que nos mantiene enteros y nos ilumina brindando un poco de alegría. En esta historia de vida, esa luz la dio Misty…

En 2004, cuando mi hija Becky tenía 10 años, ella y mi esposo, Joe, querían un perro. En cuanto a mí, no compartía su deseo. Me preguntaron por qué y yo respondí: “Porque no tengo tiempo para cuidarlo”. Dijeron que ellos lo harían. “¿En serio? ¿Le darán de comer, lo bañarán y lo sacarán a pasear?” “¡Sí, sí!”, prometieron, pero no les creí.

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No lo hicieron. Desde el segundo día, ninguno quería sacar a pasear a Misty, como llamamos a la perrita (el primer día se pelearon por hacerlo). Me costó aceptar que yo sería quien se encargaría de darle de comer, bañarla, hacer las visitas al veterinario y llevar registro de las vacunas, pero Misty lo sabía desde el primer día. Al ver a esos tres nuevos seres en su vida (uno grande, uno mediano y uno chico), quizá pensó: el mediano es el que une a esta manada.

La perrita y yo establecimos una especie de comunicación mental en muy poco tiempo. Ella me miraba de manera triste con sus ojos cafés para transmitirme su necesidad, y luego esperaba, confiando en que yo entendería lo que, curiosamente, casi siempre pasaba. Muy pronto Misty ya no se separaba de mí: dormitaba en el sofá del estudio mientras yo trabajaba, se acurrucaba a mis pies mientras leía y se tendía sobre mi regazo cuando veía la televisión. 

Aun así, en el fondo seguía resistiéndome a sacarla a pasear. Becky y Joe habían prometido hacerlo. No es justo, pensaba yo mientras paseábamos. “No es justo”, repetía en voz alta al volver a casa.

Luego, un día, a mi esposo le dieron un diagnóstico médico impensable: leucemia. Con ello, mis quejas por los paseos se disiparon; mi angustia era tan grande, que en mi mente no había cabida para pequeños rencores. Pasaba hasta 10 horas al día con Joe en el hospital, haciendo todo para ayudarlo a soportar la quimioterapia, una operación y un trasplante de células madre. 

Durante seis meses de entrar y salir del hospital, Becky, quien ya tenía 12 años, se acostumbró a que hubiera otros adultos en casa cuando regresaba de la escuela. Mis compañeros de trabajo se habituaron también a verme salir corriendo cada vez que Joe recaía.

Mi vida familiar cambió en todos los aspectos, menos en uno: Misty aún necesitaba salir a pasear. Al principio, cuando mis amigos se ofrecían a llevarla, no aceptaba porque sabía que tenían sus propias obligaciones en casa. Luego, al transcurrir los meses, me fui dando cuenta de que necesitaba salir a pasear con Misty. La caminata matutina, antes de irme al hospital, era un momento apacible en el que podía meditar, o tan solo respirar antes del drama médico de la jornada. El paseo nocturno ayudaba a relajarme y permitía que las preocupaciones que bullían en mi cabeza se volvieran simples ruidos.

Cuando una enfermedad grave visita el hogar, no solo las actividades diarias y las suposiciones sobre el futuro dejan de serte familiares. Casi toda la gente que uno conoce empieza a actuar de manera diferente.

Misty no. Si la llevaba a dar un paseo, no mostraba ningún interés en el conteo de plaquetas, las sesiones de quimioterapia, ni los resultados de las pruebas de médula ósea de Joe. En la calle o en el parque, solo tenía una cosa en mente: ¡ardillas! Si veía pasar otro perro, su objetivo era distinto: ¡olfatearle el trasero! Misty era tan feliz, que hasta en los peores días me hacía sonreír. A diario me recordaba que la vida continúa.

Después de que Joe murió, en 2009, Misty dormía sobre la almohada de mi esposo. Cuando un nuevo ser humano llamado Bob entró en escena, ella lo entrenó rápidamente para que la sacara a pasear.

Me siento agradecida, hasta cierto punto. La verdad es que, después de años de reticencias, he llegado a disfrutar mis paseos con Misty. Mientras la observo perseguir a una ardilla —un ejercicio al que consagra todo su ser y en el que nunca ha logrado salir victoriosa—, me hace recordar también otra cosa: que sin importar lo duro que sea el presente o lo impredecible del futuro, casi siempre es posible encontrar motivos de alegría en cada instante de la vida. 

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