Pensaron que el bebé tendría una severa discapacidad. Pero el amor de sus padres adoptivos logró cambiarlo todo.
Nos conocimos en un hotel de la ciudad de Piteå, en el norte de Suecia, donde participo en un encuentro con padres adoptivos durante el fin de semana. Es una oportunidad para que padres y niños se conozcan, compartan experiencias y escuchen a expertos. En esta ocasión se han reunido miembros de cerca de cien hogares adoptivos en un precioso lugar en la costa norte del Báltico.
Como científica conductual especializada en investigación sobre niños cuyos padres tienen discapacidades intelectuales, daré una charla sobre mi propia infancia, un período de mi vida que pasé junto a una madre con problemas cognitivos. Espero con ganas conocer a personas que tengan el coraje de involucrarse con niños tan temerosos emocionalmente como yo me sentí alguna vez; personas capaces de ofrecer a los niños una segunda oportunidad en la vida. Yo tengo un hijo y una hija propios, pero nunca reuní suficiente coraje para convertirme en madre adoptiva. Es necesario un gran corazón y mucha fortaleza para manejar el dolor y el sufrimiento que estos niños han experimentado.
En la recepción del hotel, el primer día del congreso, una niña que parece tener unos ocho años pasa saltando felizmente, con su largo, ondulado y rubio cabello cayendo sobre su rostro sonriente. Camina de la mano de una mujer, y en la otra mano, lleva una toalla de baño. Está claro que son madre e hija, tienen el mismo pelo ondulado, un lenguaje corporal similar y el fuerte vínculo entre ellas es muy evidente. Asumo que se alojan en el hotel como parte de sus vacaciones, y no para la reunión de familias adoptivas.
La niña se queda atónita al verme o, mejor dicho, al ver mis zapatos. Son de color rosa, llenos de flores y otros detalles decorativos.
“¡Hola señora!” ¡Me encantan sus zapatos! ¡Quiero unos iguales!”, dice sin ningún tipo de timidez. “¿Cómo se llama? Yo soy Elin. Acabo de salir del jacuzzi con mi madre”. Las palabras se escapan de su boca y reflejan su inmensa energía.
Apenas puedo devolverle el “Hola” antes de que sigan su camino. Los ojos azules y la feliz voz de Elin permanecen conmigo mientras tomo el ascensor para subir a mi habitación. Empiezo a pensar en Elin y en su madre. ¿De dónde serán? ¿Qué estarán haciendo en este hotel spa?
Mientras me abrochaba los mismos coloridos zapatos, más tarde antes de bajar a cenar, repentinamente recordé la alegre voz de Elin. ¿Volveré a verla? No puedo dejar de pensar en la niña de pelo dorado.
Mientras se abre la puerta del ascensor, Elin me identifica de inmediato. “¡Hola señora de los zapatos bonitos! ¿Le gustaría sentarse con nosotros?”, dice a gritos. Al instante encuentra una silla en una mesa cercana y la arrastra hasta su mesa.
Así fue como conocí a Elin y a su familia; su madre, Marie, su padre, Jonas, y su hermano mayor, Oscar, de 12 años. Elin no para de hablar durante toda la cena.
“¿Dónde has comprado esos zapatos? ¿Eran muy caros?” Las preguntas y la información no tienen fin. Me cuenta que va a cumplir nueve años, que le encantan los caballos, los perros y los gatos, que toca el clarinete y que, definitivamente, sabe bailar. Quiere saber si tengo hijos. Le cuento que a mi hija Jonna también le encantan los caballos, lo que la entusiasma. Marie ocasionalmente logra introducir algún comentario; le explica que debe comer porque sino se enfriará su comida.
Cuando el reloj casi marca las nueve, Jonas avisa a Elin que es hora de irse a dormir. Su hermano dice buenas noches pero Elin quiere quedarse un rato más y hablar con la “señora”.
“Elin, se llama Lisbeth”, le dice Marie.
“De acuerdo entonces. Me gustaría quedarme y charlar un rato más con la señora Lisbeth”, responde.
Logro meter un comentario: “Elin. Te veo mañana porque voy a estar aquí todo el fin de semana”.
Elin se queda callada. Luego me mira. “Prometeme que mañana vas a cenar con nosotros, y también quiero que desayunemos juntos. ¡Prometelo!”.
Me río y le prometo que lo haré.
La voz de Elin se va desvaneciendo mientras camina hacia los ascensores con su padre, y repentinamente todo se vuelve muy silencioso en la mesa. Marie y yo nos miramos.
“Hola, encantada”, decimos al unísono y comenzamos a reírnos. Marie me ofrece una copa de vino, y yo acepto. Dejamos la mesa, nos sentamos en el salón y comenzamos a charlar sobre cómo es ser padre adoptivo.
Amor para compartir
“¿Te gustaría saber cómo llegó Elin a nuestras vidas?”, pregunta Marie.
“¿Elin?”, dije sorprendida. “Pensé que era Oscar a quien habían incorporado a la familia”.
Para mí, era obvio que era Oscar, el callado hermano mayor, quien había sido adoptado. Esa es la única conclusión lógica a la que pude llegar después del breve tiempo que pasé con la familia. No es que crea que los niños adoptados deben comportarse de determinada forma, solo que Elin se maneja con mucha seguridad en sí misma, con total certeza de que es profundamente querida, además del hecho de que ella y Marie son muy parecidas, ambas lucen rizos rubios, vaqueros y gestos similares. Y su cercanía es muy evidente. Sencillamente había asumido que Elin era la hija biológica de Marie.
Marie suelta una carcajada. Luego me mira profundamente a los ojos y me pregunta por qué pienso eso.
“¡Porque sentí que habías llevado a Elin en tu panza!”, respondí con sinceridad.
“Bueno, no precisamente en mi panza —dice Marie—, pero sí sobre ella”.
Le pido a Marie que me cuente la historia. No veo la hora de escuchar lo que sucedió cuando Elin llegó a la casa de Marie, Jonas y Oscar. No sé qué esperar. Me acomodo en la silla con mi copa de vino y me preparo para escuchar la historia.
“Su mamá, que vive en el norte de Suecia, padece una discapacidad mental y tuvo cinco hijos. Elin es la más pequeña. Cuando ella nació, su madre no pudo con un hijo más, y mucho menos cinco así que cuando Elin cumplió siete meses, el departamento de bienestar social retiró a los niños de la casa”, me cuenta. “Todos fueron adoptados, pero encontrar un hogar adoptivo para Elin no fue fácil”.
“Un día, en la primavera de 1997, recibí una llamada del departamento de servicios sociales. Ya habíamos adoptado un niño cuya identidad se mantenía protegida debido a las amenazas de muerte de su padre”, comenta Marie a modo de explicación, y se queda mirando fijamente la copa de vino.
“Imagino que los servicios sociales los habrán registrado como padres adoptivos competentes tras una experiencia así”, dije.
“Sí, probablemente”, respondió. “Me dicen que tienen una niña de siete meses que necesita un nuevo hogar. Tengo el recuerdo de estar sentada con Jonas delante de estos dos trabajadores sociales, mientras pensaba lo maravilloso que sería cuidar a un bebé otra vez”.
“Pero había algo en su lenguaje corporal cuando nos hablaban sobre Elin, como si estuvieran escondiendo algo. Comencé a sentirme inquieta. No podía concentrarme en lo que decían. Mi mente vagaba y recuerdo que pensaba que tal vez las cosas podían terminar como la última vez que habíamos hecho esto, cuando debimos proteger nuestro hogar para que ese agresivo padre no pudiera encontrar al niño ni a nosotros. Había sido una época muy difícil, y no estaba segura de poder hacerlo de nuevo”.
“Mi marido me tocó con el codo, volví de mis pensamientos y a escuchar lo que hablaban los trabajadores sociales. Me disculpé y pregunté: ‘Hay algo que necesito saber. Tengo la sensación de que hay algo que no están diciéndonos’”.
“El silencio invadió la sala, pero finalmente comenzaron a contarnos que creían que Elin tenía una grave discapacidad intelectual y que no podía ver ni oír. ‘No balbucea, no sigue con la mirada, no puede incorporarse, es básicamente un vegetal’, dijeron. ‘No sabemos si se trata de algo congénito o adquirido’”.
“Nadie decía una palabra. Me daba miedo mirar a Jonas. Lo primero que pensé fue si estábamos preparados para cuidar a un bebé con una discapacidad tan severa. ¿Podría manejarlo? ¿Cómo reaccionaría nuestro hijo Oscar cuando yo dedicara todo mi tiempo a cuidar al nuevo bebé? Acababa de cumplir cinco años ese verano”.
“Pero cuando me encontré con la mirada de Jonas supe que no teníamos opción. Ambos sabíamos que teníamos mucho amor para compartir. Entonces dije: “¡Por supuesto que nos arreglaremos!”, Jonas movió la cabeza en señal de aceptación, y en ese momento sentí que juntos podíamos hacer frente a lo que fuera”.
Ambas dimos un sorbo de vino. De algún modo puedo comprender lo que quiere decir, por qué se sentía tan segura de que podrían lograrlo. Tras pasar la noche en compañía de esta familia, puedo decir que el vínculo que lo une es sorprendentemente sólido y armonioso. Es obvio que se quieren sin límites.
Animo a Marie a que continúe.
“Elin estaba en un hogar adoptivo temporal y nos permitieron verla esa semana. Me encontraba muy nerviosa antes de ir, no estaba segura de cómo reaccionaría. Ni siquiera sabía si era posible ver si tenía una discapacidad mental”.
“Recuerdo esa primera vez, lo que sentí al sujetar su delgado y rígido cuerpo. Era como si no tuviera articulaciones. Parecía un tronco. Y sus ojos estaban muertos. No había vida en ellos. Vacío, eso era lo único que podía ver. Me estremeció notar que podía existir un vacío tan grande en un bebé tan pequeño”.
“Llegó el día en que vendría a casa. Tenía nueve meses. Recuerdo que fue un día muy cálido, una semana antes de la celebración de mitad de verano, la tercera semana de junio. El viento era algo fresco, pero el sol nos daba calor. Levanté a Elin del cochecito, acaricié su delicado cabello suavemente y le hablé. Le conté que viviría con nosotros, que habíamos preparado una de las habitaciones superiores para ella, y que la pintaríamos de colores pasteles. Le conté también que habíamos comprado una cama nueva. Ninguna reacción. Solo miraba fijamente el espacio”, Marie frunce el ceño al recordar el momento.
“En este instante me sentí un poco insegura, solo un poco. Podíamos manejarlo. Si pudiera sentirse a salvo con nosotros, todo iría bien”.
Marie se muestra convencida al decir esto; puedo detectar una voluntad de hierro detrás de esa sonrisa.
“Oscar había estado esperando con mucho entusiasmo al nuevo bebé. Les había contado a todos en el colegio que pronto tendría una hermanita. Los otros niños lo habían llamado mentiroso, porque su madre no tenía la barriga grande. Oscar les explicó que era posible tener una hermanita sin tener una barriga grande. Tenía una foto de ella, y su nombre era Elin”.
“Cuando llegamos a casa vino corriendo a recibirnos. Examinó a Elin largo rato. Luego dijo: ‘Es muy linda’, y la besó en la frente. Inmediatamente se encontraron. Bueno, no es que Elin lo reconociera o mostrara que podía verlo, pero el instantáneo amor de Oscar iluminó el corazón de todos”.
“Esas primeras semanas fueron como una luna de miel. Elin comía y dormía con normalidad, nunca lloraba, no hacía ni un sonido. Simplemente estaba allí. Yo confiaba en que esto iba a funcionar, que íbamos a manejarnos bien. Habíamos afrontado desafíos más difíciles”.
“Pero en el preciso segundo en que tuve ese pensamiento, repentinamente todo cambió. Elin llevaba con nosotros cerca de un mes cuando algo sucedió. Jonas se había ido al trabajo y había dejado a Oscar en el colegio. Yo me había servido una taza de café y estaba a punto de ir a la terraza a sentarme a leer el diario. Allí fue cuando Elin comenzó a gritar, no a llorar, sino a gritar, muy fuerte y a reclamar ayuda”.
“Estaba segura de que la había picado una avispa o algo. Corrí a su habitación y la levanté, pero no lograba ver cuál era el problema”.
El contacto
“Intenté consolarla de todas las maneras posibles, pero no lo conseguía. Sus gritos eran cada vez más fuertes; el ruido era ensordecedor. Lloró sin parar durante cuatro horas hasta que finalmente se quedó dormida, exhausta, sobre mi pecho. Pero pronto se despertó nuevamente y el eco de su grito desgarrador comenzó a golpear las paredes. Gritó hasta vomitar. Le di de comer, la arrullé para que se durmiera, le canté, me acosté a su lado, la paseé en su cochecito una y otra vez por la calle, pero nada funcionaba”.
“Llegó un momento en que era imposible estar fuera, porque nuestros vecinos me miraban con desconfianza. Nos encerramos dentro de casa. Cuando Jonas y Oscar regresaron por la tarde yo estaba al borde de las lágrimas, entonces Oscar me reemplazó. Pero él tampoco logró calmarla. El llanto de Elin nos mantuvo despiertos toda la noche. A la mañana siguiente, llamé al centro médico infantil y pedí cita. ‘¿Le duele algo?’, preguntaron. Por cómo gritaba, podría haber sido cualquier cosa”.
Marie respira hondo. Yo muevo la cabeza en señal de ánimo, mientras trato de comparar los recuerdos de Marie con la imagen de la vital Elin que acabo de conocer.
“Mi pediatra la examinó, pero no encontró nada, por lo que cambiamos la leche que tomaba y compramos algunos chupetes nuevos. Pero tampoco sirvió. Entonces, tras otros tres días de llanto permanente y gritos, llamé a la clínica y pedí ayuda porque sabía que algo le sucedía”.
Una mirada de tristeza invade el rostro de Marie. “La operadora me dijo que los bebés lloran. ¡Como si no lo supiera! Pero no me rendí e insistí en hablar con un médico. Fui hasta la habitación de Elin con el teléfono de modo que el médico pudiera oír los gritos, que eran lo suficientemente fuertes como para despertar a los muertos. La pediatra nos indicó que la lleváramos de inmediato”.
“‘Los bebés no gritan así a menos que estén sufriendo’, dijo. Fuimos al hospital durante dos semanas, pero nadie encontraba nada raro. Yo estaba destrozada”.
Todo lo que puedo hacer es un gesto con mi cabeza. Mis hijos no lloraban tanto, pero si lo hubieran hecho me hubiera sentido fatal. Intentar consolar a un bebé durante días de forma continua debe ser increíblemente difícil.
“Finalmente, no pude soportarlo más”, dice Marie. “Me sentía completamente inútil como madre. Llamé a mi marido al trabajo y le dije: ‘Me rindo. No creo que estemos hechos para cuidar a un bebé con una discapacidad tan grande, Jonas. Tendremos que devolverla. Ha estado gritando sin parar más de tres semanas’”. “Y ahí fue cuando mi fuerte marido dijo: ‘Marie, calmate un poco’”.
“Si no hubiera estado en el trabajo, lo hubiera matado. ¿Yo? ¡Que me calme! No me quedaban fuerzas. Me había convertido en una sombra de lo que era. ‘Alguien tiene que ceder’, dije, ‘o no podré continuar. No creo que Elin esté cómoda con nosotros, Jonas’. ‘¿Por qué no se lo preguntamos simplemente?’, dijo. ‘¿Preguntarle? Ambos sabemos que no puede ver ni oír. ¿Cómo debo hablar con ella?’”
“Jonas se quedó en silencio un momento, luego continuó. ‘Solo hacé lo que te digo. Sentate tranquila con Elin en tu regazo. Explicale que querés ayudarla, pero que para eso tiene que decirte qué es lo que le pasa. Ella sabe. Solo confiá’”.
Ahora una pequeña sonrisa se dibuja en los labios de Marie.
“Hice lo que Jonas me dijo. Me senté en mi sillón preferido en el salón con Elin en mis brazos. Miré a sus ojos vacíos y dije: ‘Elin, necesito que me digas qué es lo que te sucede. Quiero ayudarte, querida Elin, pero no sé qué hacer. Por favor, ayudame a comprender’”.
“Y algo pasó. Era como si la pequeña hablara directo a mi cerebro. La miré y dije en voz alta: ‘¿Estás segura? ¿Lo decís en serio? ¿Eso es lo que querés?’”.
“Miré alrededor de la habitación, temiendo que alguien me hubiera visto. Casi con certeza pensarían que me había vuelto loca. ¡Pero allí estaba yo, hablando con una bebé sorda, ciega y severamente discapacitada!”.
“Y en ese momento lo hice, tal como ella me había dicho, o tal como yo había pensado. Me desnudé hasta la cintura, y también le quité la ropa a Elin hasta el pañal. Suavemente la levanté y la tumbé sobre mi pecho desnudo. Parecía como si se estuviera acoplando, como una pequeña nave espacial, luego se calló. Aún estaba tiesa como una vara, pero estaba tranquila. Comencé a caminar”.
“Caminé con ella por la casa, piel con piel, todos los días, día tras día, con la blusa desabrochada y colgando por mi cintura. Cuando acostaba a Elin para cambiarle el pañal, inmediatamente comenzaba a llorar, pero apenas volvía a colocarla sobre mi pecho, se calmaba. Por la noche dormía encima de mi pecho en la cama”.
“Debo confesar que en ese tiempo desarrollé músculos bastante fuertes en mis brazos y abdomen. Era un bebé completamente nuevo tras esas semanas de llanto desconsolado. Pero no podía soltarla”.
“Finalmente, después de aproximadamente un mes, el cuerpo de Elin comenzó a relajarse un poco, aunque sus ojos aún estaban vacíos y sin vida. Pasaron los días, y Elin todavía seguía acurrucada contra mi pecho como un bebé canguro. Era pequeña para su edad y parecía más bien un bebé de seis meses que de nueve. Colocaba la cabeza entre mis pechos y siempre se apoyaba sobre el lado derecho. Entendimos el motivo de esta costumbre tiempo después cuando conocimos toda su historia”.
“Luego, un día, unos tres meses más tarde, comenzó a mover su pequeña cabeza y a mirar a su alrededor. Su mirada no parecía tan vacía. Estábamos comenzando a tener esperanza, y a creer que Elin podría volver a la vida”.
En cuanto Jonas y Marie comprendieron la necesidad de cercanía y contacto corporal que tenía Elin, acordaron que sería ella, Marie, quien la alzaría y le daría siempre de comer. Elin necesitaba la seguridad de poder aferrarse a una sola persona.
“Estuve mucho tiempo sola con Elin durante estos meses. Era bastante parecido a cuidar a un bebé prematuro. No salía mucho de casa”.
“Un día, cuando ya hacía cuatro meses que llevaba a Elin pegada a mi cuerpo, fui a cambiarle el pañal. La tumbé sobre el cambiador y, como siempre, jugué un rato con ella e hice ruidos sobre su barriga. Ya había hecho esto cientos de veces antes. Esta vez, sin embargo, me sonrió, su primera sonrisa, y luego soltó una carcajada. Casi me muero, mi corazón estaba a punto de estallar”.
“Levanté su ligero y pequeño cuerpo y corrí a llamar a Jonas. Cuando me atendió, dije: ‘Ha vuelto a la vida, Jonas. Elin ha logrado renacer’. Después, simplemente, me puse a llorar”.
Amar la vida
Veo una chispa en los ojos de Marie mientras continúa con la historia.
“Todo cambió a partir de ese día. Ya no necesitaba estar pegada a mí día y noche. Había llenado su depósito. Estaba lista para la vida, y tenía prisa. Ya la conociste”.
“Es una pequeña señorita feliz, charlatana y llena de energía, que cumplirá nueve años en casi un mes. Esa misma niña que pensábamos era un caso perdido, sin ninguna oportunidad de vivir su propia vida”.
Estoy sentada cómodamente en mi silla, luchando para no dejar escapar las lágrimas. Luego Marie dice que le gustaría contarme lo que había atravesado Elin antes de llegar a vivir con ellos. Había sido muy importante para ella saber todo esto.
“Necesitaba saber para poder contárselo a Elin algún día, si ella quería. Creo que nuestra historia es importante”, dice Marie. “Para que Elin pueda tener una buena vida y convertirse en una persona completa”.
“Los primeros meses de la vida de un niño son increíblemente importantes”, continúa Marie. “Elin fue el quinto hijo de una pareja de padres discapacitados mentales. Sobrevivió gracias a su fortaleza interior, nunca se rindió, aunque en muchas ocasiones su vida pendiera de un hilo”.
En este punto de la historia de Marie no estoy segura de querer saber, ni si podré soportar saber qué había tenido que experimentar Elin. Pero luego pensé que si Elin había podido experimentarlo y sobrevivir, yo podría escuchar la historia. Marie continuó.
“El trabajador social comenzó diciéndonos que no sabían que la madre estaba esperando su quinto hijo. Ni siquiera estaban seguros de que la madre lo supiera. Un día, simplemente nació una niña a la que llamaron Elin. Durante años, el personal de servicios sociales había intentado que la familia aceptara su ayuda, pero solo funcionaba por períodos muy breves. Nadie dudaba que a los niños los maltrataban, sin embargo el servicio social no podía forzar a los padres”.
“Elin pasaba días tumbada sobre un pañal sucio sin que nadie la cambiara. Tenía llagas en sus nalgas cuando llegó al hogar temporal. También nos enteramos de que la madre preparaba cuatro o cinco mamaderas y simplemente las dejaba en la cuna, y la pequeña tenía que alimentarse sola. Básicamente no salió de la cuna durante los primeros siete meses”.
La seriedad en su rostro se interrumpe para abrir paso a una sonrisa.
“Pero ella amaba la vida. Era como si hubiera estado esperándonos”.
La sonrisa de Marie se vuelve aun más grande.
“Así que no, Lisbeth. Nunca llevé a Elin en mi barriga, pero la mantuve lo más cerca posible hasta que logró colmar su necesidad de amor, cercanía y calor. En ese momento Elin volvió a nacer”.
“Elin” continúa creciendo y ha terminado la secundaria en Suecia. Quiere ir a la universidad para ser trabajadora social y ayudar a los niños.