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El amor le dio fuerzas

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Vio a su novio muy herido, e intentó lo imposible para salvarlo. El amor lo pudo todo.

Aaron Cole no podía decir no a una aventura, y su novia, Shelly Johnson, no podía negarse a acompañarlo. Se dirigían en su auto a través de New Hampshire hacia el Parque Estatal Baxter, en Maine, en un viaje de vacaciones, y ya se habían detenido a darse un chapuzón en un lago. Cuando vieron la cascada Silver, un salto de agua de 185 metros de altura enclavado en las montañas White, Aaron tuvo un solo pensamiento: Quiero escalarla.

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Era un soleado día de agosto, y los jóvenes, ambos estudiantes universitarios, habían emprendido el viaje en traje de baño y sandalias. No tardaron en empezar a sortear las rocas a cada lado de la cascada. El ascenso no era un paseo: algunas paredes eran casi verticales y alcanzaban cinco metros de altura. Un sitio web de alpinismo advierte que las cascadas exigen “una combinación de pies firmes y nervios de acero”, y luego aconseja sin rodeos que no se intente escalarlas. Shelly, de 22 años, tenía experiencia como alpinista, pero aun así necesitaba la ayuda de Aaron, de 24. Y como sucede con la escalada en roca, con el terreno por delante claramente visible, subir es la parte más sencilla.

¿Y cómo vamos a bajar de aquí?, se preguntó Shelly de repente.

Unos 45 minutos después de haber iniciado el ascenso y ya cerca de la cima, Aaron decidió atravesar la cascada, en un punto donde el agua caía sobre rocas cubiertas de musgo.

—Por favor, no —le dijo Shelly. Pero conocía bien a su novio: mostrarse preocupada sólo lo acicatearía.
Como no quería darle ese gusto, miró hacia el otro lado.

Segundos después, cuando se dio vuelta, vio que Aaron se había caído de espaldas y se deslizaba por la resbaladiza ladera. A cada instante se precipitaba con mayor velocidad, en dirección a una pared cortada a pico.

Shelly observó la escena por un momento, atónita, y luego reaccionó.

—¡Rueda hacia un costado! —le gritó a su novio, con la esperanza de que se apartara del agua lo suficiente para aferrarse a alguna de las rocas secas que había a los costados.

Pero Aaron no pudo agarrarse de nada. Ante la mirada de Shelly, se golpeó la cabeza contra una roca y el cuerpo se le aflojó. Luego cayó por la pared abrupta y desapareció.

Aaron y Shelly se conocieron cuando ella cursaba el último año de bachillerato en una escuela de Grass Lake, Michigan. Los padres de Aaron eran sus entrenadores: el papá, de atletismo, y la mamá, en el equipo de animadoras. Shelly y Aaron iniciaron una relación en la primavera siguiente, cuando, en una competencia de atletismo, el joven fue a ayudar a su padre como juez de salto con garrocha, una de las pruebas de Shelly.

En su primera cita salieron a andar a caballo y a pasear en un vehículo todoterreno bajo la luz de la luna llena. Su noviazgo continuó cuando ambos empezaron los estudios superiores, Shelly de enfermería, en la Universidad de Michigan, y Aaron de terapia del lenguaje, en la cercana Universidad de Michigan del Este. Y hacían viajes frecuentes para practicar el esquí acuático y en nieve con tabla, andar a caballo y acampar.

Shelly dice que siempre ha sido una relación feliz, excepto por una cosa: el gusto de Aaron por el peligro. “Hace cuatro años y medio que estamos juntos, y no recuerdo cuántas veces lo he llevado al hospital”, señala. “Él, en cambio, no ha tenido que llevarme a mí ni una sola vez”.

Shelly había visto a Aaron caerse de caballos y estrellar su tabla al esquiar en la nieve, pero esos percances no la prepararon para lo que iba a ver en la cascada Silver. Se arrastró hasta el borde de una saliente para asomarse, y vio a su novio unos tres metros más abajo, con el rostro sobre un charco. Se sacudía y retorcía, y el agua a su alrededor estaba teñida de sangre.

Shelly saltó al agua, y logró dar vuelta a Aaron y arrastrarlo hasta un lugar seco. Al ver que no respiraba, se inclinó y comenzó a darle respiración boca a boca, maniobra que había aprendido en un curso de primeros auxilios pero que nunca había aplicado en una situación real. A la cuarta bocanada de aire, Aaron escupió agua, y su pecho empezó a subir y bajar. Volvió en sí, pero sólo unos segundos.

Seguía respirando, así que Shelly examinó sus heridas. Tenía un cortadura sangrante y profunda entre la ceja izquierda y la sien; un chichón enorme en la nuca, y otra cortadura en un antebrazo. Con sus conocimientos de enfermería, la joven pudo interpretar más cosas de las que eran evidentes. Los ojos de Aaron se movían hacia los costados, y las pupilas, recuerda Shelly, eran “diminutas, como la punta de una birome”: señales típicas de traumatismo cerebral.

También se dio cuenta de que la herida en el antebrazo estaba muy cerca de la arteria radial. Si se la había cortado, tal vez moriría.

Los dos habían dejado sus teléfonos celulares en el auto, y no había nadie a la vista. Shelly sabía que estaba muy lejos de cualquier ayuda, así que se dio cuenta de que estaba ante un grave dilema. ¿Debía tratar de bajar a su novio por el escarpado sendero? Si tenía lesionada la médula espinal, moverlo podría paralizarlo. Pero si lo dejaba allí para ir a buscar ayuda, estaba segura de que se desangraría hasta morir. No puedo dejarlo aquí, concluyó.

Shelly sabía que debía vendarle las heridas, pero no tenía nada a la mano, salvo el bikini y el short negro que llevaba puestos. Se quitó el short y con él envolvió la cabeza de Aaron, a modo de torniquete. Luego miró la herida del brazo. “Entonces se me ocurrió usar la pieza superior del bikini”, dice. “En ningún momento pensé que alguien pudiera verme semidesnuda. Cuando estás en una situación así, haces lo que sea. También me habría quitado la pieza de abajo si hubiera sido necesario”.

Shelly aún no logra explicarse lo que sucedió después.

Ella mide 1,68 metros de estatura y pesa 52 kilos; su novio es 10 centímetros más alto que ella y pesa 73 kilos. Normalmente, no puede alzarlo ni unos cuantos segundos, pero con la descarga de adrenalina que había tenido, logró echarse los brazos de Aaron sobre los hombros, enderezarse para sujetarle las piernas y empezar a bajar por las rocas. Para descender por las paredes más inclinadas, pegaba el cuerpo a ellas y se deslizaba poco a poco, presionando la espalda con fuerza para no soltar a su novio. “Me daba terror que se me zafara de los brazos y cayera cuesta abajo”, recuerda.

“Quédate conmigo”, le decía una y otra vez a Aaron a medida que bajaba con él. “Quédate conmigo”.

De pronto gritó pidiendo ayuda, pero el estruendo de la cascada apagó su voz. Esto es como una pesadilla: grito pero nadie me oye, pensó. Al acercarse al pie de la montaña, a unos 800 metros del lugar donde Aaron había caído, Shelly vio a un grupo de personas en el sendero, junto a un estanque natural.

—¡Auxilio! —gritó.

Detrás del volante de su jeep Grand Cherokee, Vernon-John Gibbins manejaba por la solitaria ruta 302 de New Hampshire cuando un auto patrulla pasó zumbando junto a él y se detuvo al costado del camino. Gibbins, enfermero de terapia intensiva, se dirigía hacia el Campamento Cedar deMaine, donde pasa los veranos administrando el centro de salud.

Al ver que el policía iba corriendo hacia la cascada con un botiquín de primeros auxilios en la mano, detuvo su jeep y corrió a reunirse con el grupo que rodeaba a Aaron, quien estaba débil pero consciente.

—Vas a estar bien—le dijo Gibbins al joven luego de examinarle las heridas de la cabeza y el brazo.

Pero no estaba tan seguro. Uno de los excursionistas que estaban en el estanque había llamado al servicio de emergencias, pero no sabían cuánto tardaría en llegar una ambulancia. Entre tanto Shelly, que ya había sacado un vestido de su auto para cubrirse, seguía tranquilizando a su novio y comprimiéndole las heridas. Sin embargo, en cuestión de minutos, Aaron pasó de la calma y la coherencia (recordaba su nombre y que había sufrido un accidente mientras escalaba) a pelear con tres hombres, que tuvieron que inmovilizarlo contra el suelo. Gibbins reconoció en él señales de hemorragia interna en la cabeza, que ejerce presión sobre el cerebro y a veces causa confusión y agresividad en las víctimas.

Quince minutos después llegó un socorrista en una ambulancia, pero carecía de preparación para administrarle un sedante al joven, lo que era necesario para poder insertarle un tubo de respiración. No podía transportarlo sin el tubo porque había riesgo de que dejara de respirar en el camino. Entonces llamó a un paramédico para que lo ayudara.

A estas alturas, Aaron arrastraba las palabras y seguía dando puñetazos al aire. Pero aun así, cuenta Gibbins, la voz de su novia parecía calmarlo. Shelly se arrodilló junto a él, le tomó la mano, le acarició el pelo y le dijo:

—Te amo. Quédate quieto.

Al cabo de otros 15 minutos llegó la segunda ambulancia. El paramédico rápidamente le inyectó un sedante a Aaron y después le insertó el tubo laríngeo. Ya habían perdido tiempo valioso, así que, aunque el joven aún se sacudía, decidieron levantarlo y llevarlo a través de las rocas hasta la ambulancia.

Media hora después, se acercaban al Hospital de Littleton.

—Ya casi llegamos —gritó el conductor de la ambulancia.

Gracias a Dios, pensó Gibbins, que había acompañado a la pareja. Sin embargo, le preocupaba que el pequeño hospital no tuviera el equipo necesario para atender al herido.

Una vez en el hospital, llevaron al joven a la sala de guardia. Luego de revisarlo, los médicos solicitaron un helicóptero para trasladarlo al Centro Médico Dartmouth-Hitchcock, en Lebanon, a fin de que lo examinara un neurocirujano. Cuando Gibbins se miró al espejo en el baño de la sala de urgencias de Littleton, se dio cuenta de que estaba manchado de la cabeza a los pies con sangre de Aaron.

En el centro médico, Shelly pasó la noche durmiendo en un sofá en el cuarto de su novio. Cuando se despertó, de inmediato sintió los estragos del esfuerzo que había hecho el día anterior. “Soy corredora, y a menudo he quedado muy dolorida — dice—, pero esa mañana no podía moverme, literalmente”. Y estaba tan ronca que sólo podía susurrar. Al dolor físico se sumaba la angustia.

Los médicos mantuvieron a Aaron en coma inducido durante dos días con la esperanza de que cediera la inflamación cerebral. No sabían en qué condiciones estaría al despertar.

Cuando salió del coma, Shelly seguía a su lado. Un médico le pidió a Aaron que moviera los dedos de los pies, y él obedeció. Entonces su novia le hizo una señal con los dedos: alzó uno, luego cuatro y después tres; era su manera de decir “Te amo”.

Al ver la señal, Aaron alzó la mano y repitió la secuencia. Entonces Shelly soltó un respiro de alivio.

No fue la única. En cuanto Aaron pudo hablar, Shelly llamó al teléfono celular de Gibbins.

—Aquí hay alguien que te quiere saludar —le dijo.

Entonces Gibbins oyó la voz de un joven al otro lado de la línea.

—Hola, amigo —le dijo Aaron, y el enfermero se largó a llorar.

“Sé que algo me hizo estar en esa ruta en el momento preciso para poder ayudarlo”, señala Gibbins.

Aaronno sólo se libró de un daño cerebral, sino que se fue a su casa sin más huellas de lo ocurrido que cicatrices en el antebrazo, una pierna y la frente. No recuerda mucho de lo que pasó luego de resbalar en la cascada, pero sí se acuerda de que Shelly le pidió que no la atravesara. “Creo que después de esto seremos un poco más cautelosos”, dice. “Ya no quiero ser tan temerario”.

Shelly confía en que, en el futuro, cuando le diga a Aaron que no haga algo, él la escuche. No se explica cómo bajó a su novio de la montaña: “Por más que lo pienso, no tengo la menor idea de cómo lo hice. Definitivamente, siento que existe un poder con mucha más fuerza que la mía”.

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