«Estafado por mi mejor amiga». Me robó casi 92.000 dólares, me llevó a la bancarrota y arruinó mis perspectivas. Pero al final obtuve justicia.
Puedo ayudar”, dijo. Con esas palabras comenzó una pesadilla de cuatro años, ya que caí de lleno en uno de los fraudes más viejos del mundo: la estafa de la herencia.
Pero este plan no fue ideado por un príncipe nigeriano ficticio que se contactó conmigo por medio de un correo electrónico sospechoso. Caí bajo el hechizo de una mujer encantadora que logró adentrarse en mi vida y se volvió mi mejor amiga. Por desgracia, también era una estafadora internacional que huía de las autoridades y yo estaba a punto de convertirme en uno más de sus “objetivos”.
Sus engaños lograron quitarme casi 100.000 dólares mediante una serie de ingeniosos trucos de confianza, destruyendo al mismo tiempo mi sentido de identidad y oscureciendo mi otrora alegre perspectiva. Y mientras arruinaba mi vida, también estafaba a docenas de personas en todo el mundo haciéndose pasar por videntes, agentes hipotecarias, psicólogas, abogadas y agentes de viajes; incluso llegó a fingir que era víctima del cáncer.
Era una auténtica reina de los fraudes que usaba disfraces y cirugía plástica para alterar su apariencia de un crimen a otro. Yo era un productor de programas de telerrealidad en Los Ángeles y me dejé llevar por la mentira de sus magistrales actuaciones. Podría haberse salido con la suya y seguir engañado a más personas, de no ser porque ella misma, sin saberlo, me volvió un justiciero implacable. Porque en lugar de hundirme por completo tras sus acciones (y la quiebra a la que me condujo), encontré la fuerza que no sabía que tenía para levantarme de los escombros. Y me defendí. Comencé mi propia investigación sobre sus estafas, descubrí a otras víctimas y ayudé a llevarla ante la justicia.
En la actualidad está presa y tal vez se pregunte cómo diablos terminó siendo víctima de una de sus víctimas. Permítanme explicar.
“Los quiero, chicos”
Se presentó en la sala de mi casa como Mair Smyth en mayo de 2013, al unirse a un grupo de vecinos enojados para discutir qué hacer sobre la pérdida del acceso a la piscina de nuestro edificio, a causa de un pleito legal con un edificio vecino.
“Yo puedo ayudar”, nos dijo. “¡Mi novio es abogado y puede recuperar la piscina!”.
Al instante me agradó. A todos los presentes nos pareció una persona amena. Se trataba de una mujer atrevida, divertida, inteligente y franca en extremo. Resulta bastante irónico que alguien que resultó ser una mentirosa de ese nivel, diera la impresión de siempre “decir las cosas como son”. También parecía tener mucho dinero. Llevaba unos costosos zapatos Jimmy Choo y una vez me mostró su armario con más de 250 pares de elegante calzado. Más tarde descubrí que todos eran imitaciones.
Tras nuestro primer encuentro en mi departamento esa noche, Mair nos invitó a cenar a mi esposo, Pablito, y a mí. Durante el año siguiente, nos llevó a comer a todo tipo de restaurantes lujosos y siempre insistió en pagar la cuenta. “Los quiero, chicos”, nos decía de una manera muy convincente. “Tengo mucho dinero, ¡déjenme pagar!”.
Pasábamos casi todas las tardes en nuestra terraza para barbacoas, intercambiando intimidades. Mair nos contó que era originaria de Irlanda. Una noche señaló un documento enmarcado colgado en su sala. “Esta es la Constitución irlandesa”, aseguró. “¿Ven esa firma debajo? Es de mi tío abuelo”. Como mi conocimiento de aquella nación era escaso, le creí. No tenía idea de que, al igual que sus zapatos, esa anécdota era falsa.
Mair me traía té y postres irlandeses. Además, me contaba cómo, cuando era niña, su abuela, que según sus supuestos recuerdos pertenecía al Ejército Republicano Irlandés, la llevaba a lo alto de un puente y le enseñaba a lanzar bombas molotov contra los soldados británicos. Yo estaba fascinado y horrorizado. Pero todo lo que me contaba sobre su familia también eran mentira.
Cuando le confesé, con lágrimas en los ojos, que parte de mi familia me había repudiado por ser homosexual, vio la oportunidad. “¡Mi familia también me repudió!”, dijo conteniendo el llanto. “Quieren desheredarme”. De pronto, nos volvimos algo más que solo nuevos amigos, éramos dos almas desechadas, unidas por nuestras muy dolorosas circunstancias familiares.
Me contó que un tío, el patriarca de su familia, acababa de morir y que sus primos estaban repartiéndose una herencia de unos 28 millones de dólares. Dijo que, en principio, a ella le corresponderían 5.5 millones de dólares. A lo largo de varios meses me mostró agresivos mensajes de texto y correos electrónicos de sus primos irlandeses amenazando con que no le darían su parte de aquella fortuna.
No me di cuenta de que Mair había creado esos números de teléfono y correos para hacerse pasar por sus “primos”.
Me contó que se había llevado mucho dinero de la familia cuando salió de Irlanda varios años atrás, por lo que era una mujer rica e independiente. Pero afirmó que le gustaba trabajar, así que consiguió un puesto como vendedora de vacaciones de lujo en una agencia de viajes de Los Ángeles. Me explicó que su familia había realizado diversos negocios con esta empresa, lo que le facilitó asegurar un puesto laboral ahí.
Estafa en construcción
A los 14 meses de amistad, Mair y yo éramos como hermanos, tanto así que nuestras llamadas telefónicas terminaban con un “te quiero”. Me contó que a sus “barristas” (tuve que buscar la palabra para saber que significa “abogados”) les estaba costando mucho trabajo asegurar su herencia y le habían advertido sobre una cláusula en el testamento, donde se establecía que si un pariente era condenado por algún delito grave, perdería la parte que le correspondía.
Mair construía el entramado de la estafa con un detalle tan cautivador que me volví una parte activa dentro de su engaño. En lugar de decirme el siguiente paso de su falsa historia, hizo que yo lo expusiera.
“¡Más vale que tengas cuidado!”, le advertí. “Como tu familia hace muchos negocios con la agencia de viajes en la que trabajas, uno de tus primos despechados podría tenderte una trampa para que te condenen por algún crimen y así evitar que obtengas tu herencia”.
Yo había leído noticias de hombres que eliminaban a sus esposas por pólizas de seguro millonarias. Aquí se trataba de 5.5 millones de dólares y, según los correos electrónicos y mensajes que vi, parecía que muchos miembros de su familia la odiaban. ¿Por qué no habrían de intentar perjudicarla?
El ocho de julio de 2014 sonó mi teléfono.
“Usted tiene una llamada por cobrar de una reclusa del Centro de Detención Regional Century. Pulse uno para aceptarla”, me dijo una voz computarizada.
Se trataba de Mair. Presioné el uno al instante.
“¡Tenías razón!”, sollozó. “Me arrestaron hoy. Mi familia manipuló la situación para hacer creer que me robé 200.000 dólares de mi trabajo”.
“¡Te dije que esto pasaría!”, le grité. Estaba consternado. Pagué 4,200 dólares de su fianza. Fue entonces cuando me enteré de que su nombre legal era Marianne Smyth, no Mair Smyth. Pero me devolvió el dinero al día siguiente, al salir de la cárcel. O, mejor dicho, el hombre casado con el que salía en ese tiempo fue quien me pagó. Yo no sabía (ni él) que esa persona era otra víctima de sus estafas.
Al pasar los meses, Mair me mostraba correos electrónicos de sus abogados, asegurándole que el caso en su contra iba mal. Yo no sabía que esos correos venían de cuentas falsas que ella misma había creado, como los mensajes de sus supuestos primos.
Entonces, casi tres años después de conocernos, me dijo que el fiscal de distrito que llevaba su caso había congelado sus cuentas bancarias. Estaba desolada. Empecé a prestarle dinero. Como me había pagado rápido los 4.200 dólares de su fianza, confié en que me devolvería cualquier otra cantidad que le diera.
Pero la cuestión es que el término con artist se puede traducir como “estafadora”, ya que estas personas son expertas en ganársela y usarla luego para quitarte tu dinero.
En el transcurso de varios meses, le presté a Mair casi 15.000 dólares. Se podría pensar que estaría preocupado por darle tanto dinero, pero no fue así. No solo era mi mejor amiga, sino que además afirmaba que estaba por heredar millones de dólares, al menos eso decían todos los correos electrónicos de sus “barristas”. Ni siquiera llegué a considerar que pudiera estar ocurriendo algo siniestro.
Un día, Mair llamó para decirme que el fiscal exigía 50.000 dólares para desestimar el caso. Yo no tenía esa cantidad en efectivo, pero sí tenía un buen historial crediticio. Así que la dejé cargar 50.000 dólares a mis tarjetas de crédito con su cuenta de PayPal para eliminar los cargos en su contra, abriéndole así el camino para obtener su herencia y que pudiera pagarme.
Hasta entonces, yo solo había ido a los tribunales por multas de velocidad. Sabía muy poco sobre el sistema de justicia penal. Además, Mair era ya como de la familia. Nunca pensé que pudiera estar estafándome.
Un descubrimiento devastador
Unos meses después volvieron a detener a Mair. Me contó que el juez de su caso estimaba que cargar a mis tarjetas de crédito su cuenta de PayPal era “lavado de dinero” y la condenó a 30 días de cárcel. El cargo no era un delito grave (era “un tirón de orejas”, dijo) y me aseguró, una vez más, que en cuanto saliera de la cárcel y recibiera su herencia, me reembolsaría el dinero.
Mair me llamaba a diario por cobrar desde la cárcel. Cuando le dije que quería visitarla, me rogó que no lo hiciera. “No quiero que me veas así”, dijo. Pero yo insistí y entré en el sitio web de la prisión para programar una visita. Fue entonces cuando todo se derrumbó y empezó a revelarse la enorme devastación que había causado en mi vida.
La página de Internet mostraba que Mair cumplía una condena por hurto mayor. Eso no era “un tirón de orejas”.
Me tomé el día libre y me dirigí a un juzgado de Los Ángeles. Con manos temblorosas, comencé a revisar todos los registros que encontré del caso de Mair. Descubrí que me había mentido en todo. Sentí que me faltaba el aire.
Descubrí que había destinado los 50.000 dólares que le dejé cargar a mis tarjetas de crédito para pagar 40.000, como parte de un acuerdo en un cargo de hurto mayor al que se enfrentaba por haber robado más de 200.000 dólares de la agencia donde trabajaba. Sin ayuda de esos 40.000, la habrían condenado a cinco años de cárcel y no a los míseros 30 días que cumplió.
También supe que sus cuentas bancarias nunca estuvieron congeladas. No tenía familia irlandesa rica ni herencia. ¡Ni siquiera era irlandesa! Fueron todas mentiras para embaucarme.
Regresé a casa y me derrumbé en los brazos de mi esposo. “¿Cómo permití que nos pasara esto?”, sollozaba una y otra vez. Estaba inconsolable.
Con el tiempo, mi dolor fue reemplazado por furia ardiente y determinación para hacer algo.
El día que Mair salió de prisión, me enfrenté a ella en el estacionamiento de nuestro edificio. Le dije que sabía que no era irlandesa. Sabía que nadie había congelado sus cuentas bancarias. Sabía que no había ninguna herencia. Ella lo negó todo. “¡No es cierto, Johnathan! ¡Eso no es verdad!”, imploraba sin cesar, con la cara bañada en lágrimas.
Pero sabía que esas lágrimas, como todo lo demás en su vida, eran una completa invención. Ya no me creía nada de lo que tuviera que decir. Cerré los puños, apreté la mandíbula y me marché. Jamás volvimos a hablarnos.
Unos días después, en marzo de 2017, fui a la policía y presenté una denuncia. El agente que me entrevistó dudaba que pudieran hacer algo. “No entregues tu dinero a desconocidos”, fueron sus palabras de despedida. Así que empecé a realizar mi propia investigación.
Desenterré el anuario escolar de Mair Smyth y descubrí que su nombre era Marianne Andle, nacida en Maine, en el este de los Estados Unidos, y que se había graduado del Bachillerato Bangor en 1987. Luego se mudó al sur, a Tennessee, donde, según los parientes distanciados con los que hablé, afirmó tener cáncer de mama y al parecer estafó a amigos y vecinos con miles de dólares para “tratamientos”.
Me contaron que Mair tenía una extraña obsesión por ser irlandesa. En el año 2000 fue a Irlanda de vacaciones. Acabó casándose con un lugareño y vivió allá nueve años.
Muchas víctimas
Igual que las estacas matan a los vampiros y las balas de plata a los hombres lobo, la publicidad mata a los estafadores. Transformé mi dolor en motivación. Abrí un blog para explicar con detalle la forma en que Mair me estafó. Al poco tiempo, otras víctimas suyas de todo el mundo se comunicaron conmigo.
Una persona me contó que Mair le había robado 10.000 dólares haciéndose pasar por psicóloga. Al parecer, simuló tener cáncer para estafar a nuestro casero con 12.000 dólares de alquiler.
Al investigar, descubrí que Mair tenía anemia ferropénica y evitaba de forma deliberada los alimentos ricos en hierro para internarse en hospitales y recibir infusiones de este elemento. Una vez ahí, le pedía a alguna enfermera que le tomara una foto, que luego enviaba por correo electrónico a sus víctimas para vender mejor su cuento del cáncer. Usaba mucho este truco.
Incluso me llamó un detective de la policía de Irlanda del Norte. Me contó que las autoridades de Belfast llevaban varios años tras Marianne Smyth. Según él, cuando trabajaba como agente hipotecaria en 2008, había engañado a muchas personas y luego se había esfumado.
Estas son solo algunas de las historias que descubrí. En total, Mair Smyth utilizó al menos 23 identidades distintas. Con el nombre de “Mair Aine” trabajó como médium por años; estafaba a las víctimas más vulnerables usando sus secretos y confidencias más íntimas en su contra. También fue acusada de fraude y robo a gran escala en Florida y Tennessee bajo el seudónimo “Marianne Welch”.
Decidido a conseguir justicia, llamaba al Departamento de Policía de Los Ángeles todos los días. Terminaron dedicando 11 meses a investigar mi caso.
Mi labor rindió frutos y, a principios de 2018, un año después de haberla visto por última vez, Mair fue detenida y acusada de hurto mayor por estafarme. Quedó libre bajo palabra, lo cual fue un gran error. Nunca me acerqué a ella, pero un mes antes del juicio pidió una orden de restricción en mi contra, afirmando que yo la amenazaba con violencia. Me costó 1.500 dólares contratar un abogado para rebatir su falsa acusación.
“Si un juez le concede la orden de restricción, usted sería incapaz de testificar contra ella durante su juicio penal”, me explicó el abogado.
¿Podría ser esta la jugada maestra con la que me derrote?, me pregunté. Estaba furioso.
Por fortuna, el juez se negó a conceder la orden de restricción y el juicio de Mair siguió como estaba planeado. La fiscalía presentó una montaña de pruebas irrefutables. Aunque solo se le acusó de crímenes contra mi persona, el juez permitió el testimonio de otras tres víctimas para corroborar un patrón.
Mair no declaró en su propia defensa. Mientras los testigos describían cómo los había estafado, ella permanecía sentada sin expresión alguna en su rostro. Esa fue tal vez la mayor prueba para el jurado. Era una actriz estupenda cuando engañaba a las personas, pero, cosa sorprendente, no sabía fingir inocencia.
La única defensa que su abogado ofreció fue que yo había inventado toda la historia y que convencí a los demás testigos (a quienes ni siquiera había visto antes de conocer a Mair) de que mintieran bajo juramento para poder hacer un documental impactante sobre mi experiencia con ella. Sus palabras sonaron aterradoramente convincentes.
Era verdad que había decidido hacer un documental sobre Mair. Cuando subí al estrado, su abogado me preguntó por qué testificaba contra ella.
“Quiero advertir a las personas sobre sus actividades”, respondí. “Cuando acabe con Marianne Smyth, el mundo entero conocerá su rostro y nunca más volverá a estafar a nadie”.
Testificar en el juicio fue difícil. El fiscal revisó de manera minuciosa cada dólar que Mair me robó. Revivir la experiencia ante una sala llena de desconocidos me hizo sentir furia, vergüenza y un nuevo y doloroso arrepentimiento. Estaba hecho polvo en cuestión emocional.
Justicia, al fin
Pasé dos años persiguiendo a Marianne Smyth. Me consumió. Tuve que declararme en quiebra por lo que me hizo. Y mis 24 comparecencias ante los tribunales, incluso antes del juicio (para aplazamientos, mociones previas y audiencias), me hicieron perder muchos días de trabajo y aún más dinero, sin mencionar el costo de contratar investigadores privados en varios estados y países para desentrañar todas sus estafas.
Pero valió la pena.
El nueve de enero de 2019, Marianne Smyth fue declarada culpable de engañarme por 91.784 dólares (lo que le había prestado más miles de dólares de intereses acumulados en mis tarjetas de crédito). La condenaron a cinco años tras las rejas.
De todas las víctimas que descubrí en mi investigación, solo dos habían denunciado a Mair. Esto le permitió seguir con sus crímenes por años antes de conocerme. Casi todas sus víctimas, como las de cualquier estafador, estaban demasiado avergonzadas para contar lo que les había sucedido. Como yo. Pero mi deseo de impedir que dañara a más personas era mucho más fuerte que mi vergüenza.
La experiencia de ser estafado me ha cambiado de forma permanente. Ahora desconfío de todo y de todos. Casi siempre, cuando conozco a alguien, capto hasta las más insignificantes inconsistencias en su historia y se las comento de forma explícita, exigiendo una explicación.
Ya no soy bueno para hacer nuevos amigos. Pero eso no es algo que pueda evitar. Alguien a quien le entregué mi confianza (y a quien quería) se aprovechó de mí; y cuando te destrozan de esta manera tan específica e inconcebible, es imposible volver a ser quien eras antes.
Aunque tal vez mi vida no vuelva a ser la misma, espero que otros puedan aprender de mi experiencia con Marianne Smyth y evitar que los estafen. Si conoce a alguien cuya historia está llena de drama e intriga, o solo de circunstancias muy insólitas (sobre todo si hay dinero de por medio), es muy probable que esté tratando de engañarlo.
Quizá nunca conozca una persona tan insidiosa, astuta o tramposa, pero los juegos de confianza son más comunes de lo que uno cree. La vida entera puede cambiar por confiar en alguien que desea lo que tiene y que no se detendrá ante nada para conseguirlo.
Tomado de Huffpost.com (16-VIII-2019). © 2019 por Johnathan Walton.