Vivir con lo nuestro. En esta escuela, los alumnos aprenden a producir queso, leche y panes. La mayoría de los chicos son de familias campesinas pobres y están becados. Y hasta tienen un hotel. Al año, facturan 700 mil dólares, por lo que no necesitan de ningún subsidio estatal. El modelo, que propone que los jóvenes se transformen en emprendedores, es estudiado por varios países del mundo.
A 40 minutos de Asunción, Paraguay, comienza a asomar el chaco paraguayo. Allí se encuentra la Escuela Agrícola Cerrito, en el departamento de Presidente Hayes. El colegio se destaca por tener un modelo de educación distinto: apuesta a fomentar el emprendedurismo rural y así evitar que las familias campesinas dejen sus tierras para migrar a asentamientos urbanos.
A la escuela se llega por una calle de tierra colorada. En la entrada se ven estudiantes limpiando el camino de acceso. Antes de llegar, del lado izquierdo, hay 23 hectáreas reforestadas con eucaliptus. Y enseguida aparece el colegio, uno al que visitan desde muchas partes del mundo, principalmente porque es autosuficiente y no depende de ningún subsidio estatal. A ese equilibrio económico se llegó cuando la escuela quedó a cargo de la Fundación Paraguaya, una empresa con fines sociales que se ocupa de implementar soluciones que les permitan a las familias rurales evitar o salir de la pobreza.
La escuela cuenta con 17 unidades didácticas y productivas, agrupadas en cinco grandes áreas: producción animal, producción vegetal, planta láctea, hotel y panadería. Las producciones, que son impulsadas por profesores y alumnos, sirven al doble propósito de generar recursos para sostener la escuela y al mismo tiempo transferir habilidades a los alumnos a través de la metodología “Aprender haciendo, vendiendo y ganando”.
El 60 por ciento de los ingresos provienen de la planta láctea, que es conocida por el queso ibérico que produce, y del Hotel Cerrito, que tiene capacidad para 250 personas. El 40 por ciento de los ingresos restantes se obtienen de la huerta, la chacra, cerdos, vacas lecheras, cabras, huevos de codornices, pollos parrilleros y conejos. En 2018, la escuela tuvo ingresos por 700.000 dólares.
La institución, que cuenta con alrededor de 30 docentes y funciona bajo la modalidad de internado, tiene 150 alumnos de entre 15 y 17 años. Los jóvenes terminan con una doble titulación: técnico agropecuario y técnico en hotelería y turismo.
La gran mayoría de los alumnos vienen de familias rurales, en condiciones de vulnerabilidad económica. Si bien la cuota para asistir a la escuela es de 18 dólares mensuales, el 70 por ciento de los estudiantes tiene una beca. Y de toda la matrícula, el 45 por ciento son mujeres.
“Al comienzo es difícil la convivencia y mantener el ritmo de trabajo. Yo aprendí a quererme a mí misma y valorar lo que sé hacer. Antes, pensaba que había cosas que no podía hacer y ahora me di cuenta de que cuando te organizás podés hacer cosas que ni te imaginás”, cuenta Karen Mendietta, estudiante del tercer año y coordinadora del centro de producción animal. Ella es la responsable de los galpones de gallinas ponedoras y diariamente arma, con estudiantes más chicos que ella, 40 maples de huevos para vender.
En primero y segundo año, los jóvenes pasan por todas las unidades productivas. En tercer año eligen una para especializarse y enseñar a los más chicos. Además, durante el último año todos los estudiantes deben desarrollar un plan de negocio. Por ejemplo, Karen Mendietta está desarrollando un plan sobre la comercialización de facturas.
La jornada suele empezar a las 7.40, pero aquellos que se encargan de producción animal saben que deben ordeñar a las vacas a las 3.30 de la madrugada.
“Durante una semana los estudiantes se dedican a la parte práctica y a la siguiente a incorporar conceptos teóricos. La dinámica de las clases es muy intensiva. Generalmente, los estudiantes regresan a sus casas tres fines de semana al mes. Rotan para cuidar los animales y el hotel. Algunos no quieren salir porque la familia está lejos, pero los incentivamos para que estén en contacto con los parientes que esté más cerca”, explica Amalio Enciso, vicedirector.
La historia de la escuela se remonta a 1963, cuando misioneros franciscanos compraron una finca con donaciones de Alemania. Al año siguiente, con el nombre de San Francisco, abrió la escuela y recibió una primera camada de estudiantes.
En 1978, los franciscanos orientaron la escuela hacia la agricultura. De esta forma, lograron obtener un subsidio del gobierno paraguayo para cubrir los salarios de los profesores y los gastos de funcionamiento. Pero, en 1980, la orden religiosa decidió desprenderse de la escuela y la dejó en manos de la Congregación de los Hermanos La Salle. Más allá del subsidio que recibían del Estado, la situación económica de la escuela se volvió asfixiante.
En 2002, un grupo de sacerdotes se acercó a la Fundación Paraguaya para pedir ayuda financiera. La organización, fundada en 1985 y desde entonces es pionera en microfinanzas y emprendedurismo, propuso al grupo religioso ayudar a armar un nuevo modelo para que la escuela fuera autosustentable. Y finalmente, la congregación decidió ceder la propiedad y la dirección de la escuela. La Fundación Paraguaya compró 14 de las 62 hectáreas de la escuela. El grupo de sacerdotes donó el resto junto con los edificios de la escuela.
Si bien al principio nadie en la fundación tenía experiencia en el manejo de una escuela o una granja, sí tenían en claro cómo generar desarrollo económico y promover el espíritu emprendedor en los jóvenes rurales.
La primera medida fue abandonar el subsidio del Estado y trabajar para que la escuela funcionara de forma rentable. Se propusieron como meta alcanzar la sostenibilidad en cinco años, y lo cumplieron. Mientras tanto, la Fundación Paraguaya cubrió el déficit operativo de la escuela con los beneficios que obtenían de su programa de microfinanzas. Se calculó que la escuela requería alrededor de 150.000 dólares para cubrir los costos e implementar el modelo educativo que buscaban.
Además de vicedirector, Amalio Enciso fue alumno en 2003. Fue parte de la primera camada de alumnos que cursó durante la gestión de Fundación Paraguaya. “Cuando era estudiante, para mí fue una experiencia desafiante porque venía de una comunidad totalmente rural, del departamento de San Pedro. Me costó sobre todo el primer año, pero me fui adaptando. En el entorno rural se habla mayormente el guaraní. Uno entiende cuando le hablan en castellano, pero no se practica. Una vez que me acostumbré, me fue bien. Alejarme de mi familia no me costó, me entusiasmaba encontrarme con personas de diferentes partes de Paraguay”, cuenta.
Al terminar la escuela, Enciso consiguió una beca para estudiar agronomía en Honduras. Luego, volvió a Paraguay y se mantuvo en comunicación con la Fundación. En enero de 2014, comenzó a trabajar en la escuela como encargado de producción vegetal. Desde abril de 2016, ocupa el cargo de vicedirector.
“Una de mis responsabilidades es encontrar el equilibrio entre generar rentabilidad y cuidar los espacios educativos. Los estudiantes están practicando y merecen oportunidades. No podemos inclinarnos solo en lo productivo”, comenta Enciso y asegura que después de los tres años que pasan en la escuela, los estudiantes salen con el autoestima fortalecido: “Pasan por muchas situaciones. A veces se frustran, pero luego superan los obstáculos”.
Un modelo observado
Un aspecto interesante de la escuela es que constantemente fomenta el intercambio de profesores y la llegada de estudiantes de universidades extranjeras. “Todos los años, llegan alrededor de 70 pasantes de universidades de los Estados Unidos que vienen por un mes y medio con la tarea de resolver un desafío, crear una solución o aprender sobre el modelo”, cuenta Bruno Vaccotti, gerente de comunicaciones de Fundación Paraguaya.
El 22 de mayo de 2019, en la escuela se realizó el Cerrito Forum 2019, un encuentro que reunió a 200 expertos nacionales e internacionales para intercambiar ideas, estrategias y soluciones innovadoras para combatir la pobreza. Hubo profesores de Harvard y de otras universidades, así como empresas y organizaciones sociales.
La Fundación Paraguaya replicó el modelo de escuelas autosuficientes en dos instituciones más dentro del país. La escuela agrícola de Belén, que se encuentra en el departamento de Concepción, y el centro educativo Mbaracayú, que se lleva adelante una alianza con la Fundación Moisés Bertoni y está dirigido a mujeres adolescentes, se encuentra en Alto Paraná.
Según Vacotti, de las 130 escuelas agrícolas orientadas para jóvenes de 15 a 17 años que existen en Paraguay, solo las dirigidas por Fundación Paraguaya lograron ser autosostenibles.
Desde 2005, la Fundación Paraguaya se esfuerza en difundir el modelo de Escuela Autosostenible a todo el mundo buscando que otras instituciones lo adopten y repliquen. Para ello, creó la red Teach A Man To Fish, con sede en Londres. Con el mismo objetivo, en el 2012, la Fundación se convirtió en una ONG registrada en Tanzania y desde entonces apoya cinco escuelas independientes en las regiones de Morogoro, Iringa y Njombe.
¿Qué pueden aprender las escuelas productivas argentinas?
En la Argentina existen alrededor de 600 cooperativas escolares activas, pero tampoco logran cubrir todos los costos de la escuela. “En el país hay escuelas rurales que elaboran productos para vender, pero el problema es que falta fortalecer los canales de comercialización y hacerlas más visibles”, opina José Antonio Rolón, quién conoció el modelo de la escuela agrícola Cerrito, trabajó en distintas organizaciones sociales y fue voluntario de la Red Comunidades Rurales. Y sigue: “Además, el trabajo en red y la articulación es un desafío que siempre tenemos en la Argentina y es necesario como paso previo a la comercialización”.
Uno de los aspectos que hace posible este modelo de escuela autosustentable es que cuentan con una cadena de comercialización fortalecida. El queso ibérico que producen en la planta láctea es uno de los productos estrella y lo venden a restaurantes en Asunción.
El maestro quesero Ricardo Negrete es el responsable de la planta láctea. Hace cinco años y medio vino desde España para enseñarle a los alumnos las técnicas que había aprendido en una quesería artesanal en su país de origen.
“En la Fundación Paraguaya me dijeron que podíamos revolucionar la región con estos productos. En ese entonces eran tiempos difíciles en España y me vine sin pensarlo tanto. No me arrepiento. Estoy muy contento por haber tomado esta iniciativa”, asegura Negrete.
La escuela agrícola Cerrito produce 500 kilos de queso ibérico al mes y ya se encuentran en la capacidad máxima de producción. Por eso, el próximo paso es hacer una planta nueva con mayor capacidad. El queso ibérico lo venden en distintas maduraciones: tierno, madurado, extra madurado, madurado con finas hierbas y en aceite de oliva. También producen, en menores cantidades, ricota, queso burgos, queso Paraguay y dulce de leche.
“Lo que más me gusta es darle la oportunidad a los jóvenes de hacer un producto único en el país, que tiene buena aceptación a nivel comercial. Estamos abriendo posibilidades para que los chicos hagan cosas nuevas y puedan pensar en negocios futuros”, comenta Negrete.
El mayor aprendizaje del maestro quesero en estos cinco años fue que con ilusión y esfuerzo se puede conseguir todo. “Cuando pusimos el queso a la venta tenía un costo más alto que la media de los productos locales y por eso costaba introducirlo. Era impensable que íbamos a tener la demanda que tenemos ahora”, enfatiza.
Si bien Negrete es el responsable de la planta, trabaja codo a codo con estudiantes de tercer año que eligieron especializarse en la planta láctea. Carlos Peñayo es uno de esos jóvenes. “Cuando estaba en el segundo curso, no pensaba quedar como supervisor de la planta láctea. Me gustaba más el tambo, pero al momento de elegir me sentí más seguro para elaborar el queso. Estoy aprendiendo mucho”, cuenta el joven de 17 años.
A Pelayo lo que más lo atrajo de la escuela es la metodología de aprender haciendo. “Nuca pensé que iba a entrar a una institución con modalidad de internado, pero una vez que empecé me gustó y ya estoy por terminar. El mayor desafío es adaptarse a un lugar que no conocés y dejar a la familia, pero de a poco te vas haciendo amigos que se vuelven como hermanos”, cuenta el estudiante, que proviene de una familia de pequeños campesinos del departamento de San Pedro. Su objetivo es trabajar por la zona y estudiar en una universidad cercana: “Me gustaría desarrollar mi plan de negocio sobre producción de estevia, pero todavía necesito capital para invertir”.
© Tomado de redaccion.com.ar (octubre 2019)