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Este hombre dio todo por su amigo

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Durante 20 años Derek y yo celebramos triunfos y soportamos reveses juntos, así que cuando una rara forma de cáncer lo postró, lo menos que pude hacer fue invitarlo a vivir conmigo y con mi esposa embarazada.

La primera vez que entré en una sala de urgencias con Derek McCormack fue en 1988. Éramos compañeros de dormitorio en la Universidad de Toronto, Canadá. Durante una fiesta cerca de allí, me metí en una pelea estúpida por una chica; en realidad, ni a pelea llegó: fue un puñetazo inesperado que me hizo saltar un diente frontal como un pochoclo. Me dejó tan atónito, que ni se me ocurrió devolver el golpe.

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Todo ensangrentado, fui corriendo al dormitorio, donde Derek seguía despierto, leyendo, y con justa sensatez me propuso que fuéramos al hospital. Varias horas después, en la sala de urgencias del Hospital General de Toronto, un médico intentó en vano pegar el diente a la raíz apretándolo con sádica fuerza contra la encía. Volví a sangrar. Derek me sostuvo la mano.

Durante los 20 años siguientes fuimos juntos a otras salas de urgencias, a distintos hospitales y por diferentes problemas: accidentes de bicicleta, enfermedades de nuestros padres, etc. Luego, cuando en el otoño de 2011 Derek llevaba varios meses con un dolor abdominal inexplicable, lo enviaron a la sala de urgencias del Hospital Monte Sinaí de Toronto. Fui a verlo en cuanto pude. Cuando llegué, él estaba solo, asustado y parecía mucho más pequeño que su estatura de 1,88 metros. Yo pensaba que era una úlcera. Derek, como de costumbre, creía que era algo mucho peor.

La noticia

No recuerdo de qué hablamos mientras esperábamos, pero sí recuerdo que pensé, y se me escapó decirlo, que yo había sido muy afortunado en la vida. En el acto me arrepentí de expresarlo: es un sentimiento que los supersticiosos nos reservamos. Pero era cierto: a mis poco más de 40 años, había eludido las dificultades que han sufrido casi todas las personas de mediana edad: enfermedades graves y decepciones amorosas; nunca había experimentado una guerra, pobreza ni una catástrofe natural. No había perdido a ningún ser querido. Mientras que otros parecían ir de una crisis a otra, yo habitaba una zona casi exenta de desgracias.

Y de buenas a primeras, entré en crisis. Nos llamaron a las entrañas de la sala de urgencias y, después de más pruebas, hospitalizaron a Derek. Al día siguiente una operación exploratoria reveló que la causa del dolor no era una úlcera, sino una forma rarísima y posiblemente mortal de cáncer de apéndice, tan rara que los médicos no quisieron —ni podían— hacer un pronóstico. Ambos teníamos 42 años: no éramos jóvenes, pero tampoco tan viejos como para que la noticia no nos tomara desprevenidos. Cuando nos tomamos de las manos, estábamos temblando.

¿Cuántos amigos tiene uno a lo largo de la vida? ¿Y cuántos de ellos nos acompañan siempre? Hasta la amistad más sólida y profunda puede disolverse cuando una de las partes se muda de ciudad o de trabajo, o simplemente se vuelve perezosa. Es difícil envejecer, pero separarse es fácil. Los amigos de la juventud, con los que compartimos sueños y a los que acudimos para que nos ayuden a avanzar, son fantásticos. Pero los que nos quedan cuando nos percatamos de que estamos envejeciendo, cuando el dolor auténtico al fin nos azota, son las amistades forjadas.

Toda una vida juntos

A Derek y a mí nos unió el azar en el otoño de 1987. Vivíamos entonces en un dormitorio repleto de bebedores en ciernes, estudiantes indiferentes, campeones de Tetris. Todo eso era yo; Derek, nada de eso. Desde el primer día fue divertido, original, formidablemente agudo. Yo calzaba alpargatas; él usaba chaquetas de diseñadores japoneses y patillas a la rockabilly. Estaba claro que el rústico era yo.

Derek fue mi mejor maestro: me dio a conocer a The Smiths y a Roland Barthes, y corrigió mi pronunciación de Goethe. Ensanchó mi mundo y mi cerebro. Su familia —gente amable y generosa que sabía abrazar— me hacía sentir bienvenido también a mí. En la primavera de 2011 Liz y yo nos casamos y, en el banquete, Derek dijo de mí en su brindis: “Su amistad siempre me ha hecho aspirar a ser digno de confianza; me motiva a hacer cosas que él admire”.

Si 2011 terminó con la noticia triste e incierta de la enfermedad de Derek, 2012 empezó con mejores augurios. El 31 de enero supimos que Liz estaba embarazada. Cuando se lo dije a Derek, se alegró mucho.

La gran operación

Un mes después lo acompañé a Nueva York, donde los especialistas del Centro de Cancerología Memorial Sloan Kettering confirmaron el tratamiento. Tras el diagnóstico inicial y los exámenes de rigor, habían decidido que la mejor opción era una rara operación radical: retirarle muchos de los órganos digestivos (algunos completamente), eliminar de ellos las células cancerosas por raspado y verterle en la cavidad abdominal una solución quimioterapéutica caliente. Sus médicos la llamaban “la Gran Operación”.

Dos años antes Liz y yo habíamos comprado una casa en el lado oeste de la ciudad, y el verano anterior el sótano se había inundado; seguíamos reconstruyéndolo. Empecé a tomar clases de tap y meditación. Junto con la hermana de Derek, Melissa, y otro amigo organizamos un evento de recaudación de fondos para Derek (la Gran Operación lo dejaría incapacitado para trabajar durante un año o más).

El 27 de marzo Derek entró al quirófano cantando; dieciséis horas después seguía con vida, pero apenas. Habían desechado su apéndice, bazo, vesícula y parte del intestino. Cuando llegamos a la unidad de terapia intensiva, el efecto de la anestesia había pasado y, como él seguía intubado, creía que lo estaban estrangulando. Las alucinaciones de la morfina lo transportaron a la Guerra de Secesión de los Estados Unidos. Sus agujeros de drenaje parecían balazos.

Me aterraban mis visitas diarias, sobre todo porque la persona a quien visitaba no era el verdadero Derek. Las tres semanas que estuvo en el hospital me parecieron tres años. El doble trauma del cáncer y la cura lo había imposibilitado para comer, beber, leer y hablar. Dejó de sonreír por varias semanas. En el lapso de dos meses perdió unos 36 kilos. El huevo de chocolate cubierto de lentejuelas que le llevé para festejar la Pascua se echó a perder.

La convivencia

De repente, Derek podía marcharse a casa… o no precisamente. Como no podía cuidarse solo y no quería molestar a sus padres ancianos ni a su hermana, que vivía en un departamento pequeño, se fue a vivir con Liz y conmigo (en mi situación de autoempleo y trabajo en casa, podía ser un cuidador de tiempo relativamente completo). Por la razón más calamitosa, éramos una vez más compañeros de casa. Luego, cuando Liz estaba en el segundo trimestre del embarazo, renunció a nuestra cama tamaño queen y nos fuimos a dormir a un futón en el estudio.

Derek se pasaba el día recostado en el sofá de la sala, aún algo irreconocible, mirando en silencio a un abismo. Trastorno cognitivo posquimioterapéutico, nos decían. Dormir le era imposible; ducharse, poco menos. No podía digerir nada de lo que yo cocinaba. Las infecciones no le daban tregua. A veces ensuciaba el pijama o la cama. Yo lo obligaba a dar vueltas a la manzana conmigo, paseos atrozmente dolorosos que parecían maratones en cámara lenta. Yo surtía sus recetas de Lorazepam, y a veces me tomaba algunas de sus píldoras.

Por fin, a mediados de mayo volvió a ponerse la laptop encima del pecho. A principios de junio comió fuera por primera vez, en público. Por esos días recibió el informe de patología, y supimos que el número verdadero de células cancerosas halladas durante la operación había sido menor de lo esperado, y que las habían extirpado todas. A los pocos días, seis semanas después de haberse mudado a nuestra casa, Derek dijo que quería volver a su departamento para tratar de reanudar una vida relativamente normal; a las dos semanas se fue.

Una amistad sanadora

Derek y yo sabemos lo rara y extraordinaria que es nuestra relación, pero antes de su enfermedad no era algo en lo que yo pensara mucho. Su amistad era el mayor halago de mi vida, pero también un hecho cuya permanencia nunca cuestioné. Por eso cuando algunas personas se sorprendieron de que Liz y yo hubiéramos ayudado a cuidarlo, yo no podía creerlo. Me había enfrentado bruscamente con la inconcebible posibilidad de perderlo, y no quería sino tenerlo cerca el mayor tiempo posible.

Nuestro hijo, Jack, nació en septiembre de 2012, en casa, en la misma cama donde Derek se había recuperado. El nacimiento del bebé fue auspicioso: no era solo el Yom Kipur, sino el Año del Dragón, y él nació con la cabeza cubierta todavía por el saco amniótico, todos supuestos signos de buena ventura. Derek vino a conocerlo al día siguiente. Ambos parecían muy frágiles. Todos lloramos. Se nos habían acumulado mucha vida y mucha muerte en solo seis meses.

Derek y yo no decidimos vivir juntos cuando nos conocimos, pero sí en adelante, durante años. Nuestra relación necesariamente ensanchó nuestro concepto de familia; cuando me casé con Liz y tuvimos a Jack, y Derek siguió siendo central en mi vida, ese concepto se amplió aún más.

Jack no tiene hermanos, solo unos cuantos primos, pero su familia es grande. Empieza a crecer, y llama a Derek “Baba”, una palabra de género neutro que al parecer significa padre en algunas culturas y abuela en otras. La descubrió por accidente; no sé cuándo ni cómo. Mi poema favorito en estos días es “Te quiero, Baba”.

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