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Salvarle la vida al enemigo

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En 1984, un soldado iraní le salvó la vida a un enemigo en el campo de batalla. Veinte años después, ese hombre le pagó el favor.

Zahed Haftlang, sobreviviente de años de guerra y tortura, y por la manera en que conecta a Vancouver con un lugar y una fecha decisivos en la historia del Oriente Medio. Esa fecha es el 24 de mayo de 1982. En Irak lo llaman el Día de los Mártires, y en Irán, la Liberación de Khorramshahr; ambos nombres aluden a lo que pasó en una de las batallas más sangrientas de la guerra entre esos países. Ciudad portuaria rica en petróleo de la provincia de Khuzestán, en el suroeste de Irán, Khorramshahr era opulenta antes de la guerra; sin embargo, al estar situada junto a una importante vía fluvial, también era un punto estratégico. Cuando, en 1980, los iraquíes invadieron Irán, uno de los primeros objetivos fue esa ciudad. La batalla fue brutal. Se cree que decenas de miles de civiles murieron durante el asalto. Y aunque miles de soldados iraquíes lanzaron un furioso ataque de artillería con al menos 500 tanques, la defensa iraní fue heroica. Los iraquíes tardaron dos meses en ocupar la ciudad y perdieron más de 6.000 hombres en el proceso. A causa de esto, Khorramshahr se convirtió en símbolo de la resistencia iraní.


Se cuenta que un niño iraní de 13 años viajó a la ciudad sin avisar a sus padres, combatió al lado de los soldados adultos y murió tras arrojar una granada a un tanque iraquí. Pocos meses después de la muerte de este chico y de la caída de Khorramshahr, miles iraníes se unieron voluntariamente a la lucha. Uno de ellos fue Zahed Haftlang. Zahed, que tenía entonces 12 años, vivía en la ciudad de Masjed Soleyman, al este de Khorramshahr, y tenía nueve hermanas y cinco hermanos. La vida en casa era difícil. Un día su padre lo sorprendió robando dinero para ir al cine y, como castigo, le marcó un talón con un hierro al rojo vivo. Dolido, el chico se recuperó en casa de un amigo, con quien trazó un plan para ir juntos a la guerra. Sin avisar a sus padres, los chicos se unieron al regimiento Basij, y un día después los mandaron al frente. Convirtieron a Zahed en  socorrista. Al principio quedó espantado por los horrores, pero con el tiempo se volvió muy competente y seguro de sí mismo en su trabajo. En Khorramshahr, mientras tanto, ya habían pasado 18 meses desde la invasión iraquí, y los iraníes estaban planeando recuperar la ciudad. Al batallón de Zahed lo enviaron allí para ayudar.  En el transcurso de los dos días siguientes, unos 70.000 soldados del Ejército Revolucionario Iraní se abrieron paso hacia la ciudad. Los combatientes más jóvenes e inexpertos se mantuvieron atrás, y el 24 de mayo fueron enviados a Khorramshahr en una segunda oleada. Zahed estaba entre ellos. Cuando entró en la ciudad, aún bajo las bombas y el fuego de artillería, le ordenaron revisar una hilera de búnkers y asegurarse de que no quedaran iraquíes sobrevivientes. A Zahed le ordenaron matar a cualquier iraquí sobreviviente o entregarlo a una muerte casi segura a manos de otros soldados. Deseando en el fondo no encontrar a nadie con vida, Zahed empezó a recorrer los búnkers con una linterna en la mano. En el tercero en que se metió, haciendo muecas de asco por el olor de los cadáveres en descomposición, oyó una voz que pedía algo en tono de súplica. Pedía misericordia. Era un hombre, y pronunciaba palabras en árabe que Zahed no entendía, pero cuyo significado podía deducir. El hombre dijo: “Hermano, hermano, los dos somos musulmanes”. Zahed le quitó el rifle, se colocó frente a él y apuntó con el arma, listo para disparar.

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Najah Aboud no se ofreció como voluntario para combatir. Antes de la guerra trabajaba en un restaurante en Basora, Irak. Tenía 21 años de edad, una pareja y un hijo al que adoraba. Acababa de volver de un viaje por Marruecos cuando las autoridades iraquíes convocaron a todos los varones aptos para que se unieran a la lucha. Como Aboud tenía entrenamiento militar, lo asignaron a manejar un tanque. Su división fue una de las enviadas a tomar Khorramshahr en el otoño de 1980; luego, en la primavera de 1982, esta se enfrentó al contraataque iraní. Cuando el tanque de Aboud fue alcanzado por un proyectil de lanzacohetes, él y sus cuatro compañeros tuvieron que saltar a tierra. Corrieron hacia un búnker, donde se habían refugiado otros soldados iraquíes. Combatieron hasta que se les agotaron las municiones. Luego, cuando el enemigo los rodeó, soltaron sus armas. Levantaron las manos, pero de nada les sirvió: los soldados iraníes irrumpieron en el búnker y los acribillaron sin piedad. “Mataron a todos mis compañeros”, recuerda Aboud con un gesto de dolor. Aboud  estaba herido, una bala le había perforado un costado del casco y abierto el cuero cabelludo. También tenía lesionado un brazo. Estaba sangrando y sentía que iba a desmayarse. Finalmente se detuvo el fuego y los soldados iraníes se fueron. Acostado en el suelo del búnker, Aboud de pronto abrió los ojos y parpadeó; por encima de él, a través de la sepulcral penumbra, vio una luz.

“Creí que era un ángel”, dice. “Un ángel que bajaba lentamente hacia mí”.

El corazón le latía con fuerza. Cuando Aboud imploró por su vida, el chico le quitó el rifle y volvió a enderezarse. Apuntó con el arma y disparó una vez. Pero la bala no le dio al soldado iraquí. Fue una copia de bolsillo del Corán lo que detuvo a Zahed. Estaba de pie junto al iraquí herido, quien sacó de su pantalón el ejemplar manchado de sangre del libro y se lo dio. Al abrirlo, Zahed encontró entre las hojas una foto de una mujer joven y un niño: la familia del soldado. Al pensar en los seres queridos que ese hombre había dejado en casa, Zahed de pronto titubeó.

«Pensé que tal vez, igual que a mí, la vida lo había llevado a ese lugar —recuerda—. Así que, contra las órdenes que me habían dado, decidí ayudarlo”.

Desobedecer era un riesgo en todo momento, y en Khorramshahr, durante las primeras y decisivas etapas de una guerra brutal, ayudar al enemigo era una locura, además de una traición. Pese a eso, Zahed no podía matar a aquel hombre. Decidió que, siendo socorrista, si no iba a matarlo, entonces lo salvaría. Le curó las heridas de la cabeza y el brazo, le conectó una sonda intravenosa para suministrarle suero y usó la bayoneta del rifle para sostener la bolsa a cierta altura. Finalmente, arrastró los cadáveres de los soldados iraquíes y los encimó alrededor de Aboud para esconderlo. Durante los dos días siguientes Zahed mantuvo sedado a Aboud, y volvía al búnker en secreto cuando terminaba sus otras tareas. Al tercer día le preguntó a un oficial qué debían hacer con los prisioneros. El oficial le dijo que, como tenían control de la zona, debían trasladar a los prisioneros lesionados a unidades médicas. Zahed fue al búnker a buscar al iraquí herido y lo llevó al hospital de la campaña para que lo curaran. Varios días después, el médico del hospital mandó llamar a Zahed para que se despidiera del soldado iraquí. Aboud le pidió al joven que lo había salvado que se acercara a él. “Que Dios te proteja y te ayude”, le dijo a Zahed una y otra vez.. Los dos hombres se abrazaron y lloraron juntos. Luego, se despidieron.

Najah Aboud nunca supo adónde lo llevaron. Sólo recuerda que terminó esposado y con los ojos vendados en una prisión que los iraníes llamaban Sangabest. Los torturaban sistemáticamente, causando la muerte de varios prisioneros. A Aboud sólo le quedaba esperar que algún día lo liberaran. Con esa ilusión en mente, se dedicó a aprender la lengua de sus captores, se convirtió en el único prisionero que podía comunicarse con los guardias. Un día de 1999 Aboud fue finalmente liberado. Se dirigió a Basora, pero su pareja y su hijo ya no estaban allí. Se puso en contacto con su hermano, quien había emigrado a Canadá en 1974 y decidió viajar para allí.

Para Zahed Haftlang, el drama tampoco terminó en Khorramshahr. Tuvo que pasar ocho años más combatiendo. Al igual que Aboud, Zahed también fue tomado prisionero, pero por dos años y cuatro meses. Sin embargo, su experiencia fue igualmente brutal. Los guardias iraquíes lo golpearon, lo quemaron con cigarrillos, lo colgaron por los pulgares con cables y ejecutaron a sus amigos en la plaza de armas. Finalmente, un caluroso día de 1991, funcionarios de la Cruz Roja llegaron allí. Escoltaron a los prisioneros iraníes hasta unos ómnibus y los trasladaron de inmediato a su país. Zahed tenía 22 años de edad. De vuelta en Irán, Zahed descubrió que su familia ya no estaba en la casa donda había pasado su niñez. Después de averiguar con algunos vecinos, al final localizó a sus familiares. Se habían mudado a la ciudad de Isfahán, al sur de la capital. Sin embargo, el reencuentro sólo le confirmó que las viejas heridas familiares no se curan fácilmente. Su padre y él se llevaban peor que antes. Un día tuvo la suerte de conocer a una joven de 17 años. Se llamaba Maryam Solaymani. Pronto se casaron y se fueron a vivir a otra ciudad. Con ayuda de un amigo, Zahed probó suerte en varios trabajos hasta que finalmente consiguió uno en la marina mercante. En 1994, Maryam dio a luz una niña sana. Al poco tiempo Zahed se hizo a la mar, convertido en un feliz padre. Sin embargo, la ira seguía bullendo en su interior. En Australia, uno de los 54 países que visitó durante sus años con la marina mercante, un día perdió el control. Le quedaban muchos puertos por visitar y Zahed extrañaba desesperadamente su hogar. Después de un altercado con el oficial, éste le dijo que iría a prisión cuando regresaran a casa. Llevado al límite, Zahed saltó del barco. Tenía 200 dólares en efectivo y la ropa que llevaba puesta. Terminó durmiendo en un parque, empapado y tiritando de frío. Aguantó dos semanas. Luego, trastabillando, entró a una tienda para gastar en comida los 50 centavos que le quedaban. El dueño era iraní, y reconoció en Zahed a un compatriota. Minutos después llegó otro iraní, quien le consiguió a Zahed un cuarto en un albergue de la Sociedad de Servicios para Inmigrantes de Columbia Británica. En ese lugar estaría a salvo, y sólo tendría que esperar unos meses a que se aprobara su solicitud de asilo como refugiado. Sin embargo, se encontraba a 18.000 kilómetros de su esposa y su hija, y no tenía manera de regresar a Irán a buscarlas. Se sentía desconsolado. A finales de 1999, solo en su habitación y sin poder imaginar un futuro para él en ese país extraño, intentó matarse.

Najah Aboud no sabía nada de lo que le había ocurrido al joven que lo salvó. En el año 2000 llegó a Canadá, perseguido por sus recuerdos, y se estableció con su hermano y su padre en Richmond, donde abrió una pequeña empresa de mudanzas. Después empezó a ofrecer asesoría en la Asociación para Sobrevivientes de Tortura de Vancouver (VAST, por sus siglas en inglés). Aboud recuerda que un día se encontraba en la sala de espera de la agrupación, hojeando una revista, cuando de pronto entró un desconocido y se sentó en el sofá de enfrente. Era un hombre más joven que él, y le llamó la atención el aire de pesadumbre que tenía, el gesto de un sobreviviente dolido. Se miraron a los ojos e intercambiaron saludos en inglés. Luego, como al hombre le pareció que Aboud era de Oriente Medio, le preguntó si era iraní.
—No —contestó Aboud en persa—. Soy iraquí. Aprendí a hablar esta lengua porque pasé mucho tiempo en Irán. Estuve allí porque no tenía alternativa. Fui prisionero de guerra durante 17 años.
El hombre se puso muy serio, pero en seguida se relajó y dijo: «Bueno, supongo que estamos parejos, porque yo también pasé dos años en un campo de prisioneros de guerra en Irak.» Hubo un silencio. Luego, el hombre miró a Aboud y le preguntó: —¿En qué lugar lo capturaron, si me lo puede decir?
—En Khorramshahr.
—Khorramshahr —volvió a decir—. Yo también estuve allí.
Después que Zahed había intentado quitarse la vida, amigos lo alentaron y convencieron de que buscara apoyo en la VAST. Zahed recuerda que acudió a un par de sesiones. Luego, antes de empezar la tercera, entabló conversación con un caballero iraquí que hablaba persa sorprendentemente bien. Cuando ese hombre le contó que un joven soldado iraní lo había tomado como prisionero de guerra y después le había salvado la vida, Zahed lo interrumpió. Le dijo que lo sabía, que eso había ocurrido en un búnker.
—Supongo que mi hermano ya le contó mi historia —señaló Aboud.


—No —replicó Zahed—. ¡Ese soldado joven era yo!


Para Aboud, cuyos recuerdos del drama que había vivido eran imprecisos, las cosas de pronto empezaron a aclararse. Con todo, no podía creer  que ese hombre realmente fuera el ángel que había bajado del cielo para salvarlo. Aboud se puso de pie, con los ojos humedecidos, y dio algunos pasos hacia el sofá de  enfrente. Lleno de emoción, Aboud se puso a llorar, y Zahed también. Rieron, se abrazaron y gritaron.

Aboud y él ahora son como hermanos.

Se visitan con frecuencia, y a veces van al cine con sus familias. “Quiero a Najah tanto como a mi hijo”, señala Zahed, refiriéndose a Niayesh, a quien su esposa, Maryam, dio a luz en 2006, después de que la familia se reunió nuevamente en Vancouver.

Si hay algo que desea hacer si pudiera, dice Zahed, es juntar suficiente dinero para buscar por todo el mundo al hijo desaparecido de Aboud. Porque si bien una vez le salvó la vida al iraquí, reencontrarse con él 20 años después salvó la suya. “Cuando hablé con Najah en aquella sala de espera —dice—, una nueva ventana se abrió en mi vida y mi depresión desapareció.”

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