La excursión de pesca de una familia en una represa se convirtió en una lucha por sobrevivir…
Jarred Knavel detuvo su cuatriciclo sobre el hielo, se irguió en el asiento y escudriñó con la mirada lo que había al frente: una delgada capa de aguanieve cubría la superficie congelada de la represa Flaming Gorge, en Wyoming, donde llevaba a pescar a sus dos hijos. El menor de ellos, Kaeleb, de siete años de edad, iba en el asiento trasero, y Tristen, de 12, se deslizaba en un trineo enganchado a la parte posterior del vehículo.
No era raro encontrar aguanieve en enero, pero a Jarred le pareció arriesgado seguir y decidió volver a terreno firme, unos 12 metros atrás. De pronto, sintió una sacudida.
—¡Papá! —gritó Tristen desde el trineo—. ¡El hielo!
Es un punto débil, pensó Jarred. Uno no lo nota hasta que se encuentra encima de él. El cuatriciclo se inclinó hacia delante, y un instante después el hielo cedió bajo su peso.
Menos de 15 minutos después de enganchar el trineo al cuatriciclo y ocupar sus asientos, el cuatriciclo se hundió de nariz en el agua con sus dos ocupantes. Tristen se quedó flotando en el trineo. Jarred intentó subir a Kaeleb al hielo firme, pero el borde se resquebrajó con su peso. Entonces empujó al chico hacia el trineo para tratar de subirlo, pero justo cuando Kaeleb alargaba la mano para trepar junto a Tristen, el cuatriciclo resbaló hacia el fondo, agitó el agua y los chicos se hundieron.
Los hermanos no sabían nadar, pero, por instinto, empezaron a patalear y a sacudir los brazos tratando de salir a flote. Desesperado, Jarred se sumergió unos tres metros, hasta pisar el fondo, e impulsándose con fuerza, nadó hacia Kaeleb, lo agarró por las piernas y lo empujó hacia el hielo firme, a varios metros de distancia. Luego se subió a Tristen sobre la espalda y se aferró al borde del hielo, con medio cuerpo aún en el agua.
Con un esfuerzo más logró encaramarse, llevando a cuestas a Tristen. Temerosos de que el hielo volviera a romperse si trataban de caminar hasta tierra firme, se acostaron boca abajo y empezaron a arrastrarse lentamente hacia la orilla. Tardaron algunos minutos en llegar al sitio donde Kaeleb los esperaba.
Media hora antes, Josh Vigil, de 26 años, y Brian Davis, de 24, habían llegado en auto por un camino de tierra a la confluencia de los ríos Green y Blacks Fork. Se sentaron muy cerca de la ribera, y metieron sus sedales de pesca en sendos boquetes en el hielo. Por encima de ellos había una masa de nubes grises que dejaban caer una cortina de copos de nieve.
De pronto, Josh vio que las nubes se abrían y los rayos del sol formaban un arco iris en la orilla opuesta.
—¡Mira eso! —exclamó—. ¡Un arco iris en enero!
No tenían manera de saber que, a unos cuantos kilómetros de ese hermoso espectáculo, un hombre y dos niños estaban en serios problemas.
Jarred pensó que su mejor opción era caminar hacia el este, en dirección opuesta a la que habían seguido para llegar allí, remontar un cerro y bajar a la ensenada Sage Creek, uno de los lugares más visitados de la represa, donde sin duda encontrarían ayuda. Calculó que podrían llegar a ese sitio en una media hora, antes de que el frío hiciera estragos en ellos.
Comenzaron a subir el cerro y no tardaron mucho en llegar a la cima, y desde allí Jarred miró hacia la ensenada: no había nadie en ella; era sólo una franja desierta. El viento ululó alrededor de sus cuerpos. Jarred comprendió que no tenían otra opción que dar marcha atrás y tratar de llegar a su camioneta, que ahora estaba a varios kilómetros de distancia. Emprendieron el descenso.
—Papá, sigamos ese camino que se ve allá —dijo Tristen, señalando las huellas que algún auto había dejado cerca de la orilla de la represa.
Jared pensó que caminar por allí sería más fácil, pero les llevaría más tiempo. Era mejor seguir en línea recta por una serie de cañadas poco profundas. Subir y bajar por ese terreno desparejo quizá también los ayudaría a conservar el calor.
Hacía unos 30 minutos que estaban caminando cuando de pronto Tristen gritó:
—¡Papá, mira a Kaeleb!
El chico mayor, con el pelo apelmazado y la chaqueta empapada, había dejado que su hermano se apoyara en sus hombros para ayudarlo a caminar, pero ahora Kaeleb estaba de rodillas en el suelo. Tenía el rostro blanco y los labios azulados.
Su padre lo alzó en brazos.
—Está bien, tranquilo —le susurró al oído—. Yo te llevaré.
Jarred sentía que también se estaba agotando rápidamente. El jean y la camisa leñadora que llevaba puestos estaban rígidos a causa del frío y la humedad. Se sacó la camisa y siguió adelante con el torso desnudo al viento.
Consciente del grave peligro de que sus hijos sucumbieran a la hipotermia, Jarred buscaba desesperadamente algún refugio, pero en la inhóspita orilla de la represa no había más que matorrales resecos. No le quedó otro remedio que concentrarse en seguir caminando entre las piedras y los cúmulos de nieve, trastabillando y sintiendo cómo el frío le quitaba las fuerzas. Cuando por fin había encontrado un ritmo de avance menos agotador, oyó un ruido a sus espaldas. Al darse vuelta, vio a Tristen boca abajo en el suelo, apenas consciente.
¿Cómo podría salir de allí con dos niños exhaustos e incapaces de moverse? Medio desnudo y soportando rachas de viento de 50 kilómetros por hora, Jarred se acomodó a Kaeleb bajo un brazo y sujetó a Tristen por la muñeca para arrastrarlo sobre la nieve y la tierra suelta.
Pronto, tratar de avanzar así se hizo imposible. Jarred se tropezaba y se caía con frecuencia, lo que lo obligó a caminar por tramos llevando a un solo niño. Cuando llegó a lo alto de un cerro, alcanzó a ver su camioneta del otro lado de la represa y, un poco más cerca, a dos hombres acuclillados sobre el hielo. Empezó a pedir auxilio a gritos con las pocas fuerzas que le quedaban. Por fin, entre el aullido del viento, oyó una respuesta débil pero inconfundible: “¡Vamos para allá!”
Josh y Brian no reaccionaron de inmediato al oír los gritos. Al segundo le pareció que se trataba de unos adolescentes que intentaban jugarles una broma, pero Josh percibió algo más en aquellos gritos: desesperación.
—Creo que tienen problemas —señaló—. Voy a ver qué pasa.
Salió corriendo, y su amigo lo siguió. Cuando llegaron a la otra orilla, cinco minutos después, se quedaron atónitos: un hombre sin camisa bajaba por la ladera del cerro, con el pecho enrojecido y el cabello tieso y cubierto de escarcha. Llevaba en brazos a un niño pequeño. Josh corrió a ayudarlos. Cuando estuvo junto a ellos, el hombre, exhausto, cayó de rodillas, sin soltar al niño.
—Trist —dijo Jarred, jadeando—. Es mi otro hijo. Se quedó allá atrás. Tenemos que ir a buscarlo.
Brian esperó a que Josh le sacara la ropa mojada a Kaeleb, y luego, con la chaqueta seca y tibia que llevaba puesta él, envolvió al niño; entonces lo tomó en brazos y caminó hacia la orilla opuesta de la represa a través del hielo. Entre tanto, Josh y Jarred fueron a buscar a Tristen. Lo encontraron en una hondonada cubierta de escarcha, encogido en posición fetal; tenía el cuerpo rígido, pero aún respiraba. Después de sacarle la ropa mojada, Josh lo envolvió con su campera y lo tomó en brazos. Mientras bajaban hacia la represa, Josh se detuvo. Le dijo al padre del chico que el peso de los tres podría romper el hielo mientras lo cruzaban.
—Tengo un trineo de plástico en la camioneta —repuso Jarred—. Lo podemos usar para arrastrarlo.
—¿Puede ir a buscarlo? ¿Tiene fuerzas?
—Sí, puedo hacerlo —contestó el padre, quien ya sólo se podía mover por efecto de la adrenalina.
Mientras Jarred atravesaba el hielo rápidamente , Josh llevó a Tristen a la orilla de la represa y lo apretó contra su pecho. Josh tiene cinco hijos y, al recordarlos, empezó a hablarle al niño como si fuera uno de ellos.
—Tú puedes lograrlo, hijo —le susurró al oído—. Sólo aguanta. Eres un chico muy fuerte y valiente.
Tristen tiritaba sin control, ya muy cerca de la hipotermia. Veinte minutos después, Brian —y no Jarred—llegó allí con el trineo. Acostaron en él al niño, y entonces lo arrastraron con cuidado por el hielo.
Cuando llegaron a la camioneta de Jarred, este ya la tenía con el motor encendido y la calefacción al máximo. Kaeleb se encontraba en el asiento trasero. No había recepción de teléfono celular en esa zona del embalse, así que la única opción era subir a Tristen al vehículo y salir a la ruta lo antes posible.
—Deben irse ahora mismo —dijo Josh—. Los seguiremos.
La cabina de la camioneta era un refugio tibio y seguro. Kaeleb parecía haber revivido, pues ya se había sentado y hablaba. Los hombres habían envuelto con dos mantas gruesas a Tristen, pero este seguía semidormido junto a su hermano. Jarred aceleró a fondo sobre el camino de tierra, y usó el radiotransmisor de su vehículo para llamar al servicio de emergencias y pedir que enviaran una ambulancia a la ruta.
Rachel Knavel estaba en casa haciendo la limpieza cuando el teléfono repiqueteó. Llamaba el alguacil, quien le dijo que sus hijos habían caído al agua helada de la represa y que en ese momento una ambulancia los llevaba al Hospital Memorial de Rock Springs, a 25 kilómetros de Green River, para ser tratados por hipotermia.
Cuando Rachel llegó al hospital, la policía estaba interrogando a su esposo, el cual tenía una manta encima pero aún llevaba puesto el pantalón mojado. Kaeleb estaba despierto, recuperándose en una cama de la sala de guardia. Tristen, en cambio, se encontraba en estado crítico; su temperatura interna era de 26,6° C, por lo que su vida estaba en riesgo. Elevar el calor corporal de una persona con tal grado de hipotermia es un proceso delicado y peligroso, y los niños son especialmente vulnerables a sufrir daño cerebral o paro cardíaco.
Decidieron trasladar a Tristen por ambulancia aérea al Centro Médico Infantil Primario de Salt Lake City, a 290 kilómetros de distancia. Mientras los médicos de Rock Springs, temiendo que dejara de respirar en el trayecto, se disponían a conectarlo a un tanque de respiración, el niño abrió los ojos y susurrando preguntó:
—¿Dónde está Kaeleb?
Una enfermera fue a buscar a su hermano, el cual corrió a la cama de Tristen y, llorando, lo abrazó.
—Trist y tu mamá tienen que ir a Salt Lake City —le dijo Jarred a su hijo menor, y lo bajó de la cama.
En Salt Lake City, Rachel lloró al ver cómo una docena de médicos y enfermeras se reunían a toda velocidad para atender a su hijo. Unos 45 minutos después, trasladaron a Tristen a la unidad de terapia intensiva en condición estable. Todos en el hospital estaban asombrados y contentos por su rápida recuperación. Una enfermera condujo a Rachel hasta la cama del niño, y con una sonrisa amable le dijo:
—Parece increíble, pero estas historias suceden.
Cuando los Knavel finalmente volvieron a casa, organizaron una cena para Josh Vigil, Brian Davis y sus respectivas familias. Fue una velada muy animada, llena de abrazos, risas y lágrimas de emoción. Al día siguiente, Tristen ganó el campeonato estatal de ajedrez de su categoría de edad.
Toda la familia Knavel acudió a sesiones de psicoterapia a fin de superar las secuelas emocionales del drama ocurrido en la represa.
“Al principio me enojé con Jarred –contó Rachel después–, pero luego supe lo que tuvo que soportar, que jamás habló de su esfuerzo heroico, y comprendí que fue un accidente, que en realidad no había nadie a quien culpar”. Entonces, tras una pausa, con voz quebrada agregó: “Él, Brian y Josh les salvaron la vida a mis hijos”.