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Tal vez por eso le llaman El Hughes

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Con la tenacidad de un detective, un médico británico logró descubrir la causa de una enfermedad misteriosa.

Frances Krarup había llegado a creer que nunca podría ser mamá. A sus 40 años de edad, esta residente de Hastings, Inglaterra, había sufrido nueve abortos espontáneos en un lapso de seis años. Pero entonces su obstetra le dijo que había descubierto la causa: Frances tenía el síndrome de Hughes, una enfermedad de la que ella, como la mayoría de nosotros, jamás había oído hablar. Ese diagnóstico fue un gran hallazgo. Cuando Frances volvió a quedar encinta, tomó una aspirina al día y recibió una inyección diaria de heparina, un anticoagulante natural. Por fin, en noviembre de 2007, nació su hija, Jessica, mediante una cesárea practicada en la semana 34 de gestación, y tanto la madre como sus médicos se pusieron eufóricos.

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—¡Está viva, está viva! —exclamó Frances al ver a su pequeña.

El síndrome de Hughes ocasiona la muerte de uno de cada cinco bebés en el Reino Unido, y hoy es la principal causa prevenible de aborto espontáneo en ese país. También provoca uno de cada cinco ataques de apoplejía en personas menores de 45 años, uno de cada cinco casos de trombosis venosa profunda (TVP), y uno de cada cinco infartos en mujeres jóvenes.

Se calcula que uno de cada 100 británicos podría tener el síndrome de Hughes, el cual, aunque fue descubierto en los años 80, todavía es desconocido por muchos médicos. De hecho, en 2004, Miguel Vilardell, decano de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Barcelona, declaró que sólo se habían descubierto dos nuevas enfermedades en la segunda mitad del siglo XX: el sida y el síndrome de Hughes.

El doctor Graham Hughes fue director de la unidad de lupus del Hospital Saint Thomas de Londres, y hoy, a sus 67 años, dirige el Centro Londinense de Lupus en el hospital privado London Bridge. Hombre de baja estatura, pulcro, afable y jovial, Hughes no encaja en absoluto en el estereotipo del detective; sin embargo, fue él quien reunió las piezas sueltas de un rompecabezas que confundió a los médicos durante décadas.

El lupus es una enfermedad autoinmune en la que el cuerpo vuelve sus defensas contra sí mismo (una especie de “autoalergia”), y causa erupciones cutáneas, inflamación, afecciones en diversos órganos y articulaciones y, en algunos casos, la muerte.

A mediados de los años 70, durante una comisión de 12 meses de trabajo en Jamaica, Hughes dio con la primera pista del nuevo síndrome. Mientras cumplía servicio como médico general en un hospital en Kingston, le llamó mucho la atención que una gran cantidad de pacientes, muchos de ellos mujeres, estuvieran confinados a sillas de ruedas y padecieran una misteriosa parálisis conocida entonces como neuropatía jamaiquina.

Hughes decidió averiguar la causa, y en un laboratorio de un centro de investigación supuestamente financiado por el Banco Mundial, él y sus colegas les hicieron pruebas de sangre a algunos pacientes. Descubrieron que éstos tenían en el cerebro un anticuerpo (aPL) que ataca a los fosfolípidos, componentes importantes de las membranas celulares.

Al concluir su estancia en Jamaica, Hughes regresó a la clínica de lupus que había instalado en el Hospital Hammersmith de Londres y, recién nombrado director de reumatología, ordenó a su equipo empezar a hacer pruebas de detección de antifosfolípidos. Durante sus rondas en el hospital y sus juntas con el personal de la clínica, Hughes descubrió que muchos pacientes que dieron positivo en la prueba de aPL habían sufrido trombosis venosas o arteriales, y algunas de las mujeres, abortos recurrentes. Además, empezó a observar trastornos neurológicos en los enfermos: no sólo la neuropatía jamaiquina, sino también migraña, apoplejía, epilepsia, pérdida de memoria e incluso los incontrolables movimientos espasmódicos del llamado mal o baile de San Vito.

Hughes estaba cada vez más convencido de andar tras la pista de un síndrome que era frecuente en enfermos de lupus, pero que se trataba de otro mal. ¿Acaso el anticuerpo aPL era la causa de que la sangre se hiciera espesa y favoreciera la formación de coágulos en diversas partes del cuerpo? De ser así, también era probable que el aPL obstruyera los vasos sanguíneos que nutrían la placenta, privara de oxígeno al feto y provocara el aborto espontáneo.

En 1982, Hughes y su equipo presentaron sus hallazgos preliminares en el Hospital Hammersmith. La primera paciente a la que Hughes trató con anticoagulantes, una mujer que había sufrido varios abortos, viajó a Londres desde su casa en Lockerbie… llevando en brazos a su bebé recién nacido.
En la primera fila del auditorio, sentado junto a Hughes, se encontraba un profesor de cirugía del hospital.

—Graham —le dijo a su colega—, mi primera esposa murió de esto.
En ese instante, ambos se dieron cuenta de que habrían podido salvar a la mujer. Sin embargo, aún no se conocía a fondo el síndrome de Hughes, hoy día conocido también como síndrome antifosfolípido (APS, por sus siglas en inglés) o síndrome de “sangre pegajosa”.

Obsesionado con sus hallazgos, Hughes consultó con varios departamentos del hospital. Un colega investigador le sugirió que hablara con los hematólogos especialistas en plaquetas, y otro le aconsejó que les pidiera su opinión a los obstetras. ¿Acaso los médicos de otras especialidades habían identificado síntomas parecidos?

Los obstetras le dijeron que sí, que habían atendido a mujeres con migraña, TVP y otros trastornos, además de haber sufrido abortos recurrentes. Los análisis de sangre que más tarde les hicieron a esas pacientes revelaron que una de cada cinco tenía el aPL, y lo mismo se observó en las clínicas de nefrología, hepatología y neurología del King’s College Hospital de Londres.

Hughes pensó que sus colegas y él habían alcanzado su objetivo cuando, en noviembre de 1983, la prestigiosa revista médica The Lancet publicó un artículo suyo sobre el nuevo síndrome. Con todo, algunos expertos pusieron en duda sus hallazgos. Durante una reunión del Colegio Estadounidense de Reumatólogos, un médico mexicano especialista en lupus se negó a creer que el APS fuera una enfermedad distinta, pero, al cabo de un año, él también había adoptado la prueba de detección del anticuerpo en su clínica, en la Ciudad de México.

A pesar de su éxito, el mayor problema de Hughes era conseguir fondos: las compañías farmacéuticas no querían invertir dinero en una cura para una enfermedad que podía combatirse con medicamentos ya disponibles
. Aun así, el equipo siguió trabajando a marchas forzadas, y en 1985 fue transferido al Hospital Saint Thomas.

Aunque uno de cada cinco enfermos de lupus también padece el síndrome de Hughes, hoy se sabe que éste afecta a muchos otros grupos de la población. “[El síndrome] se está diagnosticando en todas las especialidades”, dice Hughes. Investigadores italianos han observado que de cada cinco personas que contrajeron epilepsia súbita en la adolescencia, una da positivo en la prueba de detección del APS. Las convulsiones ocurren cuando pequeños coágulos obstruyen el flujo de sangre al cerebro. “Si el cerebro no recibe suficiente oxígeno, la persona puede sufrir jaqueca, pérdida de memoria, problemas de equilibrio o epilepsia”, señala Hughes.

Algunas personas que comienzan a tener lagunas mentales temen haber contraído Alzheimer. Cuando un psiquiatra del Hospital Saint Thomas le aplicó una prueba de memoria a una paciente, ésta tuvo sólo 14 por ciento de aciertos; sin embargo, luego de tres semanas de tratamiento con fármacos anticoagulantes, la mujer experimentó una gran mejoría en su capacidad de recordar y obtuvo una calificación perfecta en otra prueba.

Aunque a menudo varios miembros de una familia presentan síntomas distintos —por ejemplo, uno de ellos esclerosis múltiple; otro, epilepsia; uno más, migraña, y el cuarto, trastornos de tiroides—, todos pueden dar positivo en la prueba de detección del APS. Pero gracias a que las pruebas diagnósticas cada vez son más confiables, los enfermos ahora pueden hacerse un simple pinchazo en el dedo para medir la densidad de su sangre y ajustar la dosis del medicamento.

En los últimos años, Hughes ha concentrado su atención en la esclerosis múltiple. Cuando les pregunta a sus pacientes si sus médicos han sospechado alguna vez que padecen esta enfermedad, 32 por ciento responden que sí. Hughes logró que una mujer totalmente incapacitada por la esclerosis múltiple pudiera volver a caminar luego de darle un tratamiento con el anticoagulante warfarina.

Alentado por sus hallazgos, Hughes ahora desea divulgarlos entre los médicos y el público en general. “Los ataques de apoplejía representan un costo económico anual muy alto”, señala. “Si pudiéramos prevenir uno de cada cinco de esos ataques en personas menores de 45 años, el ahorro sería considerable”. También prevé que el APS?será reconocido como el “eslabón perdido” entre la apoplejía y la migraña, ya que está demostrado que algunas personas son víctimas de ambos padecimientos a la vez.

Los análisis de sangre permiten establecer el diagnóstico correcto en la mayoría de los casos, pero lo que más ha impresionado a muchos de los pacientes del doctor Hughes es su empatía y la profunda atención que pone cuando los escucha, tal vez porque no han recibido el mismo trato por parte de otros médicos.

Cuando, en 2003, Deborah Meanley, de 69 años, acudió a Hughes, ya había consultado a otros 12 médicos a lo largo de 22 años. En todo ese tiempo sufrió dolores articulares, migraña, ataques isquémicos, pérdida de memoria, problemas de equilibrio y ceguera temporal. Tuvo que abandonar su práctica como médica general para dedicarse a la psiquiatría, pero luego se vio forzada a renunciar también a ese trabajo. Para entonces, pasaba hasta cinco horas al día en cama, sintiéndose exhausta, pero los médicos seguían atribuyendo sus dolencias a la ansiedad, a alguna afección del oído interno o a la demencia senil.

Al final la enviaron a ver al doctor Hughes. Tras escucharla con atención durante 15 minutos, éste le dijo que creía que tenía el síndrome antifosfolípido. Confirmó su sospecha luego de hacerle unas pruebas que otros médicos habían pasado por alto.

Después de tres o cuatro días de tratamiento con warfarina, Deborah se encontraba nuevamente de pie y su función cognoscitiva había mejorado mucho. “Pude volver a tocar el violín en una orquesta y con dos conjuntos de cuerdas”, dice. “He recuperado mi calidad de vida”.   

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