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Sergio Elguezábal escribe: la historia de Douglas Tomkins

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Mitos y verdades sobre un magnate ecologista, en el Iberá, que parece menos sospechoso que su imagen.

Los esteros del Iberá están conformados por más de un millón de hectáreas, aproximadamente la mitad son de uso público. La cifra es relativa ya que el Estado argentino no conoce la extensión de la reserva con exactitud. Efectivamente, son entre 500 y 600 mil hectáreas que no están mensuradas, es decir, sin registro de catastro provincial. Es el segundo mayor humedal del continente, después del Pantanal brasileño, y ha sido reconocido como Sitio Ramsar (Humedal de Importancia Internacional) por su valor en el mantenimiento del equilibrio ecológico del mundo.

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Douglas Tompkins y su mujer, Kris McDivitt, viven ahí. Mitad del año en los esteros del Iberá, en Corrientes, y la otra mitad en Reñihué, en la región de los lagos chilenos. Su estancia, cercana a millones de litros de agua pura, hizo crecer un mito que alimentó la prensa ligera: Tompkins viene a llevarse el agua.

“Estamos haciendo un agujero que atraviese los continentes para sacarla de una vez”, contesta entre irónico y fastidiado cada vez que le preguntan. La conformación de la leyenda tiene razón de ser: hay poderosos intereses locales que desean producir mucho y rápido, acumular divisas y crecer, cueste lo que cueste. Aunque en la ambición se pierda el planeta.

Douglas Tompkins es un ciudadano estadounidense que en las últimas dos décadas ha comprado casi un millón de hectáreas en Sudamérica. Primero desembarcó en Chile y adquirió en el sur un territorio precioso por su belleza natural. Algunos años más tarde lo hizo en la Argentina: en la Patagonia, Entre Ríos, Misiones y los esteros del Iberá. Si bien ha declarado su propósito de trabajar en la conservación de la biodiversidad conformando parques y reservas naturales y ya donó casi la mitad de las propiedades adquiridas a los Estados nacionales donde se asienta, las posibles ganancias y los supuestos planes ocultos de Tompkins han generado en ambos lados de la cordillera diversas fantasías que lo ligan indistintamente a negocios oscuros, a especulaciones inmobiliarias o ser un agente encubierto al servicio de la CIA que viene a quedarse con los recursos estratégicos de los países más débiles. En su perfil radical Douglas Tompkins es un activista ecológico emparentado con Greenpeace.

Tal como lo llaman sus amigos, Doug nació en Ohio hace 65 años. A la semana, sus padres se marcharon al campo en el norte de Nueva York, donde se crió. Su padre era un anticuario y su madre, decoradora de casas. Un colegio local lo tuvo como pupilo hasta los 17 años, edad en que terminó con la educación formal y empezó a viajar por Europa, América del Sur y otros lugares del mundo que le permitiesen escalar o esquiar, dos de sus pasiones tempranas.

A los 22 años creó una marca de ropa que por su calidad y diseño se hizo famosa entre esquiadores y amantes de los deportes extremos: North Face. Consolidar la empresa le llevó tres décadas y, en tiempos de prosperidad capitalista, amasó una fortuna que lo convirtió en un verdadero magnate.
Hasta que decidió venderlo todo y dedicarse a la conservación en el cono sur. A Chile llegó por primera vez en 1961 durante la guerra que su país desataba contra Vietnam. Aunque estaba en edad de combatir, desertó con críticas expresas a la beligerancia que enarbolaban los Estados Unidos.

Con un estilo inclaudicable comenzó a pregonar la necesidad de conformar parques y reservas para tratar cuidadosamente el ecosistema. “Las prácticas deben ser diferentes, hay que volver a los orígenes y respetar la naturaleza de cada uno de los seres vivientes”, dice Tompkins con un tono de voz sereno pero terminante.

El hombre se enrola en una corriente filosófica llamada “ecología profunda” que propone cambios culturales, políticos, sociales y económicos para lograr una convivencia armónica entre los seres humanos y el entorno. La tenacidad de su prédica ha generado enfrentamientos con productores tradicionales en ambos lados de la cordillera. Las prácticas que propicia no contemplan el uso intensivo de los suelos, ni producciones desmedidas que no tienen en cuenta razones de sustentabilidad.

Este empresario es el creador de cuatro organizaciones ambientales a través de las cuales ha propiciado la formación de grandes parques y santuarios de la naturaleza. Dos de ellos ya fueron donados a los estados: el Parque Nacional Corcovado, al sur de Chile, y el Parque Nacional Monte León, en la Patagonia argentina. También cedió tierras para conformar el Parque Provincial Piñalito en Misiones y su principal desvelo es la creación, junto con la provincia de Corrientes, de lo que sería el parque nacional más grande de la Argentina en los esteros del Iberá.

En la actualidad ha comenzado el proceso de donación del gran Parque Pumalín al estado Chileno, una reserva mundial de fauna y flora patagónica de 300.000 hectáreas con acceso público.

En las últimas décadas, Tompkins se transformó en un magnate que apunta contra el sistema y la industrialización desbocada. Sostiene que la energía debe ser producida de manera local y no transportada por largas distancias. Y los sistemas generadores no deben reducir la belleza del entorno natural. “Grandes parques eólicos no; molinos hogareños sí”, repite obstinadamente.

Impulsa una nueva economía basada en la austeridad y la conservación para terminar con los excesos y el derroche actual. Dice que “no hace falta crear más tecnología, sino cambiar nuestro modo de pensar”.
Asegura que la industria del futuro será la restauración de los ecosistemas y la reforestación. Habla del trabajo significativo, enarbolando un nuevo concepto tendiente a dar sentido a cada cosa que hacemos. Así, lo que es bueno para el mundo es bueno para nosotros.

Por eso destaca expresamente la belleza como un modo de sostener cada paso que damos y lograr identidad junto al entorno. Y no se refiere a la belleza superficial. Aclara todas las veces que puede que la belleza que está en la profundidad de lo que somos, en los paisajes naturales y en el resto de las especies. Sus casas (tanto en Chile como en la Argentina) están equipadas con elementos tomados del propio lugar, diseñados y construidos por artesanos de la zona, que respetan el estilo regional. Hecho a mano y local, artesano y no industrial. En sus posesiones se practica la agroecología, se usan abonos, se reciclan los nutrientes y se envasan productos orgánicos.

Pero no conoceríamos de él acabadamente si omitiésemos su perfil más radical. Douglas Tompkins es un activista ecológico emparentado con los fundadores de Greenpeace. Su lucha empedernida lo llevó a embarcarse en diciembre en el Sea Shepherd, la nave insignia de una organización conservacionista que navega en el Mar de Ross, en la Antártida, persiguiendo a la flota ballenera de Japón.

A sus 65 años, Tompkins se alistó como voluntario y el capitán le asignó tareas de comunicación: es el blogger a bordo encargado de enviar  los reportes diarios de la travesía.

Según las últimas noticias que escribió Doug, el 20 de diciembre tenían cerca a los arponeros, el 22 los perdieron por una tormenta implacable y condiciones difíciles para navegar. El 24 la tripulación esperó la Navidad con el buque atrapado por pesados bloques de hielo grandes como una casa. En el primer minuto del 25 —en esa condición— brindaron para que pase la tempestad y por las ballenas que han ido a salvar. La amenaza de ser aprisionados por las paredes congeladas estará latente mientras no puedan encontrar el modo de liberarse definitivamente.

Tompkins lo sabe desde el comienzo. Y juega fuerte por lo que cree. Allá en los esteros, contra prácticas abusivas que ponen en riesgo el humedal. Y en medio del mar, para que las ballenas puedan seguir nadando en libertad.

¿Conocés a Douglas Tompkins? ¿Qué pensás que respecto de su labor?

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