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Las noches que pasé en mi auto

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Una mujer se queda sin hogar y empieza a escribir en un blog la historia de su supervivencia. No esperaba conmover a tanta gente.

Acababa de cerrar las puertas y ya me iba a quedar dormida cuando las luces de otro auto doblaron la esquina. El conductor lo estacionó cerca. Oí música de percusiones y bajo, risas y portazos, y me quedé inmóvil. Luego oí acercarse los pasos de los ocupantes, y que éstos bajaban la voz. Con manos temblorosas busqué a tientas las llaves y, sin sacar los pies de la bolsa de dormir, me puse al volante y salí disparada de allí, mientras ellos retrocedían asustados. Llevaba ya meses viviendo en mi auto, pero nunca dejé de sentirme vulnerable. Después de todo, era una mujer sola, y nadie sabía que había decidido pasar la noche de esa manera.

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Cuando mi madre llegó de Irlanda, era una chica soltera. Me dejó a cargo de una tía que siempre me protegió, pero mi tío no me quería y, siendo yo ya mayor, abusó sexualmente de mí.

Me fui de esa casa, me recibí de abogada y empecé a labrarme un futuro. Las cicatrices seguían allí, bajo la superficie, pero aprendí a ocultarlas.

Tenía 33 años y vivía en Londres cuando conocí a Craig. Acababa de terminar una relación de cinco años con otro hombre, y él resultó ser el amigo solidario que necesitaba. Me llevaba 20 años, y al principio fue para mí como un padre, pero después nuestra relación se hizo más íntima… y él más dominante. Aprendió a manipularme usando mi pasado, y me convenció de que nadie me quería, salvo él.

Tardé dos años en juntar el valor para dejarlo, y aunque me mudé dos veces, él se las ingenió para encontrarme. Me hundí en una depresión y perdí mi trabajo de auxiliar jurídica. En 2005, al borde de un colapso nervioso y sin dinero para pagar el alquiler, llené mi coche de cajas y valijas, y devolví las llaves del departamento.
Como mi novio anterior me debía cierta suma de dinero, mientras esperaba a que me pagara recorrí el país durmiendo en hoteles baratos. Brendan, mi padre, me enviaba dinero cuando podía para ayudarme.

Pero mi ex novio nunca me pagó. Para colmo un día, al hablar con Brendan en un teléfono público del paseo marítimo de Brighton, me avisó que su siguiente remesa sería la última. Las cosas no le habían resultado como esperaba.

—Perdóname —dijo mientras yo veía el mar gris acometer el ruinoso muelle oeste—. Ya no puedo ayudarte.

Subí al coche sin poder dejar de llorar. Estaba distanciada de mi familia y tampoco podía recurrir a mis amigos. Por culpa de Craig había dejado de frecuentarlos hacía dos años, y además me avergonzaba que supieran lo que me había pasado en ese tiempo.

De pronto sentí mucho sueño. Enrollé un abrigo a modo de almohada sobre el asiento del pasajero reclinado y me acosté. No era cómodo porque el freno de mano se me clavaba en la carne, pero así no veía a nadie, sólo el firmamento. Me sentía invisible.

Cuando me desperté el cielo estaba despejado, las gaviotas revoloteaban chillonas y el sol de agosto caía a plomo sobre el parabrisas. Había pasado la noche en el auto.

Fue fácil repetirlo. No tenía que encarar a nadie ni pagar hoteles. Vivía de papas fritas y golosinas baratas, y nunca dormía dos veces en la misma calle para no revelar mi secreto.

Me dolía todo el cuerpo. Habría sido más cómodo dormir en el asiento trasero, pero estaba repleto. Para lavarme iba a varios hoteles por turno; prefería los grandes para pasar inadvertida.

La primera vez que tuve depresión, el médico me inscribió en una lista para recibir una pensión por discapacidad. Con esa suma semanal compraba algo de comida, pero para conseguir alojamiento debía trabajar… y las agencias de empleos me rechazaban porque no tenía domicilio.

Al mes estaba tan desesperada por darme una ducha que fui a un albergue. Hablé con una voluntaria, la primera persona a la que le confesé que dormía en mi auto. Pareció sorprendida por mi acento de clase media y me trató con aspereza.

Sentí que me moría de vergüenza al notar que varios hombres me miraban como si fuera una intrusa en un mundo masculino. Después de un encontronazo en el baño pensé que allí no podría defenderme. Aterrada por la idea de que todos los indigentes de Brighton me reconocieran, decidí volver a Londres.

No es tan fácil estacionar un auto gratis en la capital. A veces me quedaba dormida y me imponían una multa que no podía pagar. Un día, un policía de tránsito que me vio despertar en el coche me dijo con un guiño mientras ponía la multa en el parabrisas:

—¿Por qué no deja el auto en el hospital? Allí hay guardias, pero no son tan escrupulosos como nosotros.
En el hospital no sólo podía dejar el coche todo el día, sino que había duchas, y a veces incluso iba al comedor haciéndome pasar por empleada.


Uno de los lugares adonde iba de día para entrar en calor era la biblioteca pública.

Fui al centro de asesoría en vivienda y a varios organismos de beneficencia a buscar ayuda para pagar el depósito de un cuarto, pero todos me pedían mi domicilio y yo no quería admitir mi condición de indigente.

Junto a un bosque encontré por casualidad una calle donde podía poner el auto de noche. ¡Cuánto mejores eran el silencio y la sombra que despertar a diario ante miradas indiscretas! Aunque me asustó un auto que dejaban cerca de noche, seguí durmiendo allí.

Pasó el verano, llegó el invierno y, aunque dormía con gorro, guantes y cuantas capas de ropa cabían en mi bolsa de dormir, despertaba como si tuviera cristales de hielo en la sangre. La mañana de Navidad quité la escarcha de la ventanilla y me pregunté dónde tomar algo caliente.

Para calentarme de día solía ir a la biblioteca pública. Como había acceso gratuito a Internet, pasaba horas pidiendo trabajo en línea sin tener que revelar mi indigencia. Un día, en un diario que encontré en el comedor del hospital, leí un artículo sobre los blogs, una especie de diarios públicos que cualquiera puede escribir en la Red y a los que todo el mundo tiene acceso.

Quizá por huir del frío u otra razón, un helado día de febrero de 2006 esperé a que la bibliotecaria volviera a su escritorio e hice clic en “crear blog”. Como hay que darle nombre, decidí llamarlo Wanderingscribe [escribiente errante]. Miré nerviosa en torno mío y, respirando hondo, decidí reconocer que no tenía hogar.

Anoche hubo tormenta: los árboles se sacudían, llovía a cántaros y me sentí muy insegura en el callejón. Me cubrí hasta la cabeza con la bolsa de dormir y apenas podía respirar. Las ventanillas se empañaron al instante.

Era lo más duro que había escrito en mi vida, pero por primera vez no dejaba nada en el tintero.
A veces me agobia pensar en la montaña que debo escalar para salir de esta situación, pero sé que me las arreglaré… Me alegra saber que alguien más podría leer esto. Siento como si derribara una muralla hacia el mundo exterior…
Los blogs permiten a los lectores publicar sus comentarios. Como hay tantos, no esperaba que leyeran el mío, y menos que lo comentaran, pero mi primera nota recibió 12 comentarios.

Al otro día amanecí ansiosa por ir a la biblioteca. Contar mi historia cada día daba sentido a mis jornadas. Hacía mucho que vivía aislada del mundo por miedo al rechazo, la compasión o el desprecio. Pero el blog era anónimo y sin riesgo. El contacto con personas del otro lado de la pantalla, muchas en otras partes del mundo, me resucitó.

Lejos de darme la espalda con repugnancia, los lectores volvían al blog todos los días, me animaban, decían que el mío era un problema generalizado y hablaban del número creciente de indigentes en el Reino Unido, los precios prohibitivos de las viviendas y el riesgo de tanta gente de quedarse sin hogar.

Tras una larga serie de desgracias, un hombre, Stuart, pasó de tener una compañía exportadora y una casa de cinco habitaciones en Cheshire a vivir en un cuarto alquilado y casi no poder afrontar sus gastos. Él tampoco se atrevía a decírselo a familiares ni amigos.

La gente entendía mi temor de acudir a las autoridades y quedarme perdida en el sistema. Ellos sabían de primera mano cómo un día de espera puede convertirse en una semana, y una semana en dos. “Todo se escurre de las manos en un parpadeo”, escribió alguien. De repente, ya no me sentía tan avergonzada.

Un helado martes abrí mi buzón electrónico, y entre los mensajes de blogueros preocupados por cómo me iba con el frío había uno que decía: “Periodista del New York Times te busca”. Al documentar un artículo sobre gente que vivía en su auto en los Estados Unidos, Ian Urbina había visto mi blog. Le respondí y esa noche me llamó a un teléfono público. Hacía meses que yo no hablaba con nadie, pero las palabras me fluyeron como las gotas de lluvia que corrían por los cristales.

Para corroborar mi historia mandó a entrevistarme a una periodista de su oficina en Londres, una mujer cincuentona de voz suave que vino a verme a un estacionamiento. Cuando vio mi vivienda de cerca, me sentí avergonzada por el desorden, y más aún por el olor. Hacía casi nueve meses que vivía así.

Yo vivía aislada por miedo al rechazo. El blog es un medio de expresión anónimo y seguro.

El artículo se publicó en primera plana. Lo supe al abrir mi buzón en un cibercafé. Tenía mensajes de los Estados Unidos, Brasil, la India, Filipinas, Malawi… En casi un año nadie supo de mi existencia, y ahora cientos de personas me enviaban sus historias, consejos y buenos deseos. Algunas decían que rezaban por mí; otras, que les gustaba leer mi blog.

Tenía muchas emociones, pero nadie a quien decírselas. Embotada por el frío y el hambre, fui a una iglesia donde solía refugiarme y me senté en una capilla. Mientras unos turistas prendían velas en un soporte oxidado, sin querer me eché a llorar.
Un periodista de la BBC escribió otro artículo en su ciberrevista. Siempre que abría mi buzón había mensajes. En un cuarto con la calefacción a tope me dio un escalofrío al ver que el número de visitas a mi blog crecía a centenares. Era gente de todo el mundo, haciéndome presenciar un milagro.

Una semana después diarios de Francia, Italia y Chile publicaron mi historia, y me contactó una agente literaria. Cuando le hablé de mi vida, me dijo que con la crónica de mi niñez bastaba para escribir un gran libro. Redactar la sinopsis me llevó una semana en bibliotecas y en el coche estacionado bajo farolas. El tablero estaba cubierto de hojas. Y todas las mañanas, en la quietud de la calle, escribí como si en ello me fuera la vida. Anya ya no vive en su auto. El libro de su niñez se publicó en mayo de 2007.

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