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Vivir luego del abuso

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Una nena de ocho años, víctima de varios abusos, aún usaba pañales cuando fue adoptada.

Hace cuatro años, durante el verano, poco antes del mediodía un coche patrulla de Plant City (Florida, en los Estados Unidos), estacionó fuera de una casa alquilada con las ventanas rotas. Dos agentes entraron a la propiedad, y uno de ellos salió tambaléandose. El novato hizo un esfuerzo por no vomitar en unos matorrales, apretándose el estómago. Hacía 18 años que Mark Holste, un detective de Plant City, formaba parte de la policía cuando a su joven compañero y a él los mandaron a esa casa para estar disponibles ­durante una investigación de abuso infantil. Afuera, encontraron a una investigadora del Departamento de la Infancia y Familia de Florida. La puerta del auto estaba abierta y dentro, una mujer llorando. “Es increíble”, le dijo a Holste. “Lo peor que he visto en mi vida”.

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La casa tenía cortinas hechas jirones, amarillentas por el humo del tabaco, que colgaban de unas barras dobladas de metal. Las ventanas estaban rotas y mugrientas, tapadas con cartón y colchas viejas. Un sofá manchado y unos muebles pegajosos estaban totalmente cubiertos de basura. Mientras Holste revisaba el lugar, una mujer grande, vestida con una bata desteñida, exigió saber qué sucedía. Increíblemente, ella vivía allí. Y los dos niños que estaban en el salón eran sus hijos. ¿Una hija? Bueno, sí, tenía una hija…

El detective pasó junto a la mujer, caminó por un pasillo angosto, abrió la puerta de un espacio del tamaño de un armario y entrecerró los ojos en la oscuridad. Sintió moverse algo a sus pies. Lo primero que vio fueron los ojos de la chica: oscuros, grandes, sin enfocar ni pestañear. Parecía que no lo veía a él, sino a través de él. Yacía en un colchón roto y enmohecido en el suelo.

Estaba acurrucada de costado, con las largas piernas recogidas contra su esquelético pecho. Sus costillas y clavículas sobresalían; un brazo flaco cubría su cara; su pelo oscuro estaba enmarañado y apelmazado, lleno de piojos. Por toda la piel tenía picaduras de insectos, sarpullidos y llagas. Aunque parecía tener edad suficiente para ir al colegio, estaba desnuda, excepto por un pañal sucio.
Cuando Holste se inclinó para levantarla, la nena berreó como un cordero. “Parecía que estaba levantando a un bebé”, dijo el detective. La niña no opuso resistencia. Holste le preguntó: “¿Cómo te llamas, pequeña?”, pero la chica parecía no escuchar.

Buscó ropa para vestirla, pero sólo encontró ropa sucia. Buscó algún juguete, una muñeca, un muñeco de peluche. “Pero los únicos que encontré estaban cubiertos de gusanos y cucarachas”.

Tragándose la rabia, se acercó a la madre ¿Cómo permitió esto? Quería detenerla, pero al llamar a su jefe este le dijo que el Departamento de Infancia debía hacer su propia investigación. “Llama por radio al Hospital General de Tampa”, le dijo Holste a su compañero. “Si esta niña no acude a un hospital, no sobrevivirá”.

La madre dijo que su nombre era Danielle. Tenía casi siete años y pesaba poco más de 20 kilos. Estaba desnutrida y anémica. En la unidad de terapia intensiva pediátrica intentaron alimentarla, pero no podía masticar o tragar alimentos sólidos, así que le pusieron una vía intravenosa y la dejaron tomar una mamadera.

Las enfermeras la bañaron, le curaron las llagas de la cara y le cortaron las uñas desgarradas. Tuvieron que cortar el pelo enmarañado antes de sacar los piojos con un peine. La trabajadora social que le asignaron concluyó que nunca había ido al colegio ni al médico. No sabía cómo sostener a una muñeca ni jugar al cucú.
“Debido al grave abandono- escribió un médico- la niña será discapacitada durante el resto de su vida”.

Encorvada en una cuna grande, Danielle se hizo un ovillo y luego se retorció con rabia, pateando y revolcándose. Para tranquilizarse, se golpeó los dedos de los pies y chupó sus puños. “Igual que un bebé”, escribió un médico.

No hacía contacto visual; no reaccionaba al calor, al frío o al dolor. Al insertarle la vía intravenosa, no tuvo reacción alguna. Nunca lloraba. Si una enfermera la sostenía de las manos, podía pararse y caminar de costado sobre los dedos de los pies, como un cangrejo. No podía hablar, ni mover la cabeza para afirmar o negar. De vez en cuando gruñía.

La doctora Kathleen Armstrong, directora de psicología pediátrica de la Facultad de Medicina de la Universidad del Sur de Florida, diagnosticó que no encontraron nada malo en ella, no era sorda ni autista, no tenía limitaciones físicas, ni parálisis cerebral o distrofia muscular.

Los médicos y trabajadores sociales dudaban de que alguna vez la hubieran sacado al sol, le hubiesen cantado para acunarla, o incluso levantado en brazos o abrazado. Era frágil y bonita, pero le faltaba aquello que hace humana a una persona.

Armstrong llamó a la situación de la niña “autismo ambiental”. La doctora creía que Danielle había carecido de interacción durante tanto tiempo que se había encerrado en sí misma. El caso de Danielle era el “caso más increíble de negligencia que había visto”.

Las autoridades descubrieron a una criatura inusual y penosa: una niña salvaje. El término no es un diagnóstico. Proviene de relatos históricos -algunos ficticios- de niños criados por animales que no tuvieron contacto con los humanos: niños lobos y niñas aves, como Tarzán o Mowgli, de El libro de la selva.

“En los primeros cinco años de vida se desarrolla el 85 por ciento del cerebro”, dijo la doctora Armstrong.

Danielle probablemente había perdido la oportunidad de aprender el habla, pero quizá podía llegar a entender el lenguaje, para comunicarse de otras formas. Aun así, los médicos ofrecían pocas esperanzas para ella.
“Deseaba que pudiera dormir por la noche, que dejara los pañales y se alimentara sola”, señaló Armstrong. Si las cosas resultaban muy bien, Danielle terminaría en un “buen orfanato”.

El inicio de una vida nueva

Danielle pasó seis semanas en el Hospital General de Tampa antes de estar lo suficientemente bien como para dejarlo. Pero, ¿podría irse? No a casa. La jueza Martha Cook, quien supervisó su evolución, ordenó que Danielle estuviera en cuidado adoptivo. También estableció que su madre, quien era investigada por cargos de abuso infantil, no pudiera llamarla o visitarla.

Finalmente, Danielle terminó en una residencia. Tenía una cama con sábanas y una almohada, ropa y comida, y alguien que, por lo menos, le cambiaba los pañales. En octubre de 2005, unas semanas después de cumplir siete años, Danielle fue por primera vez al colegio. La pusieron en una clase de educación especial en la escuela primaria Sanders.

“Su conducta era diferente de la de todos los chicos que había visto”, dijo Kevin O’Keefe, el primer profesor de Danielle. “Si ponía comida cerca de ella, la agarraba” y la masticaba como un bebé, recuerda. “Tuvo varios episodios en los que se agitó, gritó, sacudió los brazos y se colocó en posición fetal. Solía acurrucarse en un armario. No sabía cómo subir a un tobogán o hamacarse. No quería que la tocaran”. Le costó un año permitir a otros que la consolaran, contó O’Keefe.

El Día de Acción de Gracias de 2006 —un año y medio después de que Danielle entrara en programas de adopción—, su trabajadora social empezó a pensar en buscarle un hogar permanente. Luanne Panacek, directora ejecutiva de la Junta Infantil del Condado de Hillsborough, decidió incluir a Danielle en la Galería del Corazón, un grupo de fotos de niños disponibles para ser adoptados. La Junta Infantil expone las fotos en centros comerciales y en Internet, con la esperanza de que alguien se “enamore” de los chicos y quiera llevarlos con ellos a su casa.

¿Quién elegiría precisamente a una niña de ocho años que aún usaba pañales, no conocía siquiera cuál era su nombre, quizá nunca hablase ni dejase que la abrazaran?, se preguntaba Panacek.
Bernie y Diane Lierow permanecieron en silencio dentro de GameWorks, en Tampa, abrumados por el ruido.

Habían viajado tres horas desde su casa, esperando conocer a algún niño en este evento de adopción. Pero todos los chicos parecían demasiado desenfrenados, mayores y mundanos. Bernie, de 49 años, se dedica a las reformas, y Diane, de 46 años, limpia casas. Tienen cuatro hijos varones independientes de matrimonios anteriores, y uno en común. Hace dos años, cuando su hijo William tenía nueve años, decidieron adoptar a una nena.

Su nueva hija debía ser más pequeña que William, le dijeron a los trabajadores sociales, pero también debía saber ir al baño y alimentarse y cuidarse sola.

Diane se alejó del caos y se dirigió a un rincón debajo de las escaleras. Fue entonces cuando vio la cara de una chiquita en un cartel, pálida, con las mejillas hundidas y el pelo oscuro, demasiado corto. Sus ojos marrones parecían buscar algo.

Diane llamó a Bernie. Él vio lo mismo que ella: “Parecía como si nos necesitara”.

Bernie y Diane son personas sencillas y modestas que prefieren hacer una comida en su terraza antes que salir a comer. Van al trabajo, a la iglesia, a visitar a sus vecinos, a pasear a sus perros. No viajan ni tienen intereses exóticos; para ellos, las vacaciones son para quedarse en casa con la familia. Tímidos y amables, no se enojan fácilmente y pocas veces discuten.

Habían tenido todo lo que deseaban, dijeron, excepto una hija. Pero mientras más preguntaban sobre Danielle, menos querían saber. Tenía ocho años pero actuaba como si tuviera dos. Usaba pañales, no se alimentaba sola, ni podía hablar. Después de más de un año en el colegio, aún no hacía contacto visual ni jugaba con los otros chicos.

“Era todo lo que no queríamos”, dijo Bernie. Pero no podían olvidar esos ojos tristes.

Cuando conocieron a Danielle en su colegio, la nena estaba babeando; su lengua le colgaba de la boca. La cabeza, que parecía muy grande para un cuello tan delgado, se inclinaba de un costado a otro. Ella los miró un instante y luego se alejó trotando a través del aula de educación especial. Rodó sobre su espalda, se balanceó un rato y luego golpeó los dedos de sus pies.

Diane se acercó y le habló con voz suave, pero Danielle no pareció darse cuenta. Sin embargo, cuando Bernie se agachó, Danielle giró para mirarlo y sus ojos parecieron enfocarse.

Él extendió la mano y ella le permitió que tirara de ella para ponerse de pie. Kevin O’Keefe, el profesor de Danielle, estaba perplejo; nunca había visto que ella intimara con alguien tan rápidamente.
Bernie llevó a Danielle a las hamacas, mientras se balaceaba hacia los costados, saltando en puntas de pie. Entrecerró los ojos bajo el sol, pero lo dejó empujarla suavemente en la hamaca. Cuando llegó la hora de despedirse, Bernie jura que Danielle le dijo adiós con la mano.

¿Y qué importaba si Danielle no era lo que ellos esperaban?, contestaron Bernie y Diane. No se pueden encargar hijos a la carta. Llevaron a casa a Danielle el fin de semana de la Pascua de 2007. Se suponía que sería una especie de renacimiento, un bautismo de su familia.

“Fue un desastre”, dijo Bernie. Le dieron una muñeca, y Danielle le arrancó las manos con los dientes. La llevaron a la playa, y ella gritó y se negó a pisar la arena. De vuelta a casa, corrió por las habitaciones, con el pañal para nadar chorreando sobre la alfombra.

Más tarde, como no pudo sacarle la envoltura a un huevo de chocolate, también se la comió. No podía quedarse sentada mirando la televisión o un libro.

Cuando trataban de lavarle los dientes o peinarla, ella daba patadas y se sacudía. No se acostaba en la cama, ni se dormía; sólo rodaba sobre su espalda, de un lado a otro, durante horas y horas.

Se pasó toda la noche levantándose y arrastrándose de costado hacia la cocina. Abría el congelador y se paraba sobre las bolsas de verduras para mirar dentro de la heladera.

“No agarraba nada”, dijo Bernie. “Supongo que quería asegurarse de que la comida seguía allí”.

Cuando Bernie trató de llevarla a su cama, Danielle se tiró sobre él y se mordió las manos.

El camino a la normalidad

Bernie y Diane ya pensaban en Danielle como su hija, pero legalmente no lo era. La madre biológica de Danielle no quería renunciar a ella, a pesar de que la habían acusado de abuso infantil y condenado a 20 años de cárcel. Así que los fiscales le propusieron un trato: si renunciaba a sus derechos como madre, no la mandarían a la cárcel. Ella aceptó y le impusieron dos años de arresto domiciliario, más libertad condicional y 100 horas de servicio a la comunidad.

En octubre de 2007, Bernie y Diane adoptaron oficialmente a Danielle. La llamaron Dani.

Está bien, vamos a ponerte los zapatos ¿Necesitas ir al baño otra vez?”, le pregunta Diane. Es un lunes nublado de 2008 por la mañana, y a Dani se le hace tarde para ir al colegio otra vez. No deja de revolotear por el salón, agachándose debajo de las sillas y los sofás, tirándose de los pantalones.

Luego de más de un año con su familia nueva, Dani se parece muy poco a la nena de la foto de la Galería del Corazón. Ha crecido más de 30 centímetros y duplicado su peso. Todos los años que pasó encerrada, su pelo era tan oscuro como la sucia habitación en la que vivía. Pero desde que empezó a nadar en la piscina del jardín, el pelo, que le llega a los hombros, se ha vuelto rubio dorado, aunque ella sigue gritando cada vez que alguien intenta peinarla.

Los cambios en su conducta son sutiles, pero Bernie y Diane ven un progreso.

Diane cuenta los pequeños pasos hacia la mejoría ¿Qué importa si Dani roba comida de las bandejas de otras personas en McDonald’s? Por lo menos ahora puede comer sola trocitos de pollo ¿Y qué importa si esta mañana ha ido cuatro veces al baño? Por fin ha dejado los pañales.

Con el amor y el cuidado que le ha dado su familia, Dani ha sobrepasado las expectativas de sus profesores, y no sólo en términos de lenguaje.

Dani parece hablar más a menudo cuando William le hace cosquillas, como si se filtrara algo en su inconsciente cuando está muy distraída para bloquearlo. Su hermano de 11 años la ha oído decir: “¡Alto!” y “¡No!” Hasta ha creído oír su nombre.

Tener un hermano sólo un año mayor le da alegría y conexión a Dani. William dice que al principio lo asustó Dani. “Hacía cosas raras”. Pero él siempre quiso alguien con quien jugar. No le importa que no pueda andar en bicicleta con él o jugar al Monopoly. “Yo la paseo en mi jeep, y ella toca la bocina. Está aprendiendo a mezclar los naipes y otras cosas”.

Él no podía creer que Dani jamás hubiera paseado a un perro o comido un helado en un cucurucho. La enseñó a jugar a las escondidas y a aplastar plastilina entre los dedos. También le enseñó que era seguro caminar en la arena, divertido hacer pompas de jabón, y que estaba bien llorar; si algo le dolía, para que alguien fuera a consolarla. Asimismo, le enseñó cómo abrir un regalo o cómo pinchar papas fritas y mojarlas en ketchup.

Bernie espera que, algún día, ella pueda llamarlo “papi”, que se case o al menos viva de forma independiente. Pero si eso no llega a ocurrir, dice, “no importa. Para mí, lo importante es que me bese y me abrace”.
William estaba acostumbrado a vivir como hijo único, pero desde que llegó Dani, ella recibe casi toda la atención de sus padres. “Los necesita más que yo”, comenta. Le regaló sus juguetes viejos, sus “películas infantiles” y sus libros para chicos. Incluso se cambió de habitación para que ella pudiera dormir en el segundo piso. Sus padres pintaron las paredes de rosa y llenaron el armario con vestidos de colores alegres.

Por ahora, Bernie y Diane están de acuerdo en darle a Dani lo que nunca había tenido: comodidad, estabilidad, atención y afecto. Una cama de verdad, una familia.

Ahora, Bernie lleva a Dani a la cama y le coloca su pelo castaño sobre la almohada. “Buenas noches”, le dice, besando su frente. “Buenas noches, querida”, dice Diane desde la puerta, y William le habla desde el pasillo: “Buenas noches, mamá y papá; buenas noches, Dani”.

Los Lierow esperan que, algún día, ella les responda.

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