La segunda ciudad más importante de Portugal lo tiene todo:
maravillas arquitectónicas, el increíble valle del Duero y estrellas Michelin
en abundancia.
Estoy comiendo unos huevos en la terraza de un hotel en Oporto, con la mirada perdida en el Duero y los tejados anaranjados en ruina de Vila Nova de Gaia, cuando una gaviota se posa a unos centímetros de mi cara. Tiro un poco de pan por la baranda, evitando por poco darle a una monja que recogía coles en el jardín de al lado, y la gaviota se va. Esta no será la única vez que me encuentre asomado a un mirador. Oporto y Gaia, su ciudad hermana, se elevan a ambas orillas del Duero, formando una especie de anfiteatro en el que cada distrito es la estrella del espectáculo. No pasan diez minutos sin que encuentres una imponente vista de campanarios, palacios, y casas adosadas con azulejos azules, todos recostados hacia el brillante Río de Oro. Serpenteando por el este hacia el interior de la región vinícola del valle del Duero, el río es la fuente de la mayor contribución de la ciudad: el oporto. También jugó un papel importante en los viajes del descubrimiento de América del siglo XV y en la adquisición de riquezas posterior. En los últimos años, los turistas han empezado a descubrir Oporto.
Nombrada la mejor ciudad de Europa por la organización de los mejores destinos europeos tres veces desde 2012, atrae a 1,6 millones de visitantes al año. Es cierto que cuenta con una exquisita arquitectura, unas vistas impresionantes, callejuelas abovedadas y estrellas Michelin. Pero, además, cuenta con el sentimiento de comunidad que beneficia a una ciudad de poco más de 235.000 habitantes. En el barrio de Ribeira, patrimonio de la humanidad por la UNESCO, todavía se puede ir a una cafetería familiar y coger tú mismo una cerveza barata de la nevera, lo que prueba que, al menos aquí, se puede ser el mejor y seguir siendo uno mismo.
Hoy exploraré las sedes del poder, el comercio, la religión y el vino de Oporto, empezando con una visita al Palacio da Bolsa, construido por los mercaderes de la ciudad en el siglo XIX. La lujosa entrada culmina en la Sala Árabe, parecida a una mezquita embellecida con un montón de detalles dorados y azules. Aunque el diseño está más relacionado con la demostración de poder que con el Islam, no tuvo muy buena acogida entre los líderes eclesiásticos. “Se hizo como una provocación”, me dice el guía. “Decían, ‘somos ricos y hacemos y lo que queremos’”. Comparada con la Igreja de São Francisco de al lado, la Sala Árabe es un modelo de moderación.
El exterior gótico de esta iglesia, que data del siglo XIV, no te prepara para su interior. Los Conquistadores se trajeron una gran cantidad de oro con ellos, y parece que la mayoría se aplicó al interior cuando se remodeló en el siglo XVIII. Es como la Cueva de las Maravillas de Aladino. En la lúgubre cripta, me encuentro con inquietantes efigies de aspecto humano, obras de arte con títulos como Nuestra Señora de la Buena Muerte, y una ventana en el suelo, bajo la que se ven huesos y cráneos humanos.
¡Hora de comer! Cruzo el puente de Dom Luís I, coronado por un gran arco de hierro, y entro en Gaia. Subo y subo hasta El Blini, un restaurante inaugurado en 2016 por el chef José Cordeiro, ganador de una estrella Michelin. Justo al otro lado están las casas que delimitan la Praça da Ribeira, todas distintas en color, tamaño o forma. El camarero me pregunta si me gustaría seguir la recomendación del chef, y le digo que sí. Es un desfile de platos que incluye ostras, tartar de atún con papadum, sopa de pez mantequilla con un enorme hojaldre por encima y lubina asada con puré de calabaza. Entre la sopa y la lubina, le pregunto al camarero si puedo hacer una pausa. Sonríe y mira su reloj: “¡Tiene dos minutos!”
Desde aquí, me dirijo a la bodega de Cálem para hacer una visita con cata. Junto a la bodega y las filas de barricas de roble con olor a humedad hay un cine 5D y un puesto para intentar adivinar aromas (acierto uno de 12: vainilla). En la sala de catas, el guía me dice: “Los buenos vinos te hablan. Tienes que cerrar los ojos para entender el mensaje”. Me preocupa un poco cerrar los ojos y no volver a abrirlos, así que doy un sorbo y me marcho. Lo mejor de cualquier viaje a Oporto es Ribeira, una encrucijada de callejuelas delimitadas por preciosos edificios antiguos. Este barrio no se ha modernizado, es más probable que te encuentres con la consulta de un fisioterapeuta que con un emporio de imanes de nevera. La Praça da Ribeira, junto al río, es el lugar más pintoresco, pero me gusta más deambular por las callejuelas de atrás. Nunca sabes si tras un extenuante ascenso encontrarás un punto de interés histórico o la puerta de alguna casa, pero eso forma parte de la diversión. Asciendo hacia la catedral del siglo XII, la Sé do Porto, un corpulento batiburrillo de diseños gótico, barroco y románico cuya característica distintiva es su poderosa y amenazante solidez, como si hubiera sido construida para soportar ataques. Desde allí me dirijo al oeste, haciendo una parada en Armazém, un mercado cubierto contemporáneo con puestos que venden de todo, desde azulejos decorados hasta una Vespa antigua. También hay un bar, donde un barman muy amable me advierte que no beba mucho: “Tuvimos varias personas que compraron cosas que no querían”. La cena es en el restaurante Antiqvvm, ganador de una estrella Michelin, que se encuentra en una preciosa casa antigua con unas vistas impresionantes. Mi menú degustación comprende un aluvión de platos presentados de ingeniosas formas, todos regados con excelentes vinos.
Me tomo una copa en el balcón del hotel. Es una noche sin luna, y me cuesta distinguir el río de las colinas y el cielo. Un grupo de luces bailan sobre el agua, pero no tardan en desaparecer. A la mañana siguiente me reúno con Miguel, el guía que me llevará al valle del Duero, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. “Prepárate”, me dice con una sonrisa. “Es una de las cosas más hermosas que verás en la vida”
Avanzamos entre calles estrechas hasta llegar a un paisaje que no parece del todo real. Las líneas de las laderas en terraza se unen en extraños ángulos, y las viñas, iluminadas por el sol de la mañana, parecen un cuadro puntillista de fluorescencia roja, dorada y verde. Incluso Miguel, que no ha dejado de hablar sobre tratados históricos y variedades de uvas, se queda en silencio. Media hora después llegamos a Amarante, una bonita ciudad a orillas del Támega. La Igreja de São Gonçalo, del siglo XVI, recibe su nombre del patrón de la ciudad. Se dice que, como obrador de milagros, Gonzalo tenía un don para la fertilidad y la virilidad (las caricias llenas de esperanza han desgastado las manos y pies de su estatua en la iglesia). Fuera, una anciana preside un puesto que vende los dulces insignia de la ciudad: doces fálicos, pasteles anatómicos que, según Miguel, “los jóvenes entregan a las jóvenes para declarar sus intenciones”. Tras conducir otro poco llegamos al viñedo Alves de Sousa. Nos recibe un joven llamado Tiago, enólogo de cuarta generación. Nos subimos a un todoterreno y avanzamos por un camino estrecho lleno de baches. A nuestra derecha hay una caída empinada, pero Tiago no parece preocupado, señalando aquí y allá mientras habla sobre la acidez del suelo, la variación del sol y los olivos. “Los plantaban para marcar los límites entre viñedos”, nos dice. “Pero ahora la gente discute por ver quién es dueño de los olivos”. Tiene gracia, pero voy demasiado concentrado en seguir vivo para reírme. Al final, paramos en una parcela rocosa a la que llaman Abandonado, porque hace mucho que la familia que vivía allí tiró la toalla intentando hacer crecer algo. En 2004, Tiago convenció a su padre para que lo dejara plantar allí una variedad de uvas que ha producido algunas de las mejores botellas de vino de la bodega. “Tiene mucho carácter, lleno de amor”, dice. Tras almorzar en el muelle a orillas del río en la cercana Folgosa, hacemos una excursión en barco de una hora por el Duero, pasando por terrazas de un rojo ardiente y pequeñas bodegas, intercaladas con el verde de los olivos. Esa noche, en el salón del hotel, una mujer que canta fado, cuyos temas son el amor y la pérdida, me da una serenata. Se lleva las manos al pecho, cantando con suavidad sobre almas que zarparon. Aparte de eso, parece feliz.
Supongo que debería serlo, como dijo antes Miguel: “Es nuestro hogar”. El último día me dirijo a Oporto para desayunar en la cafetería Majestic, inaugurada en 1921. Traspaso su puerta Art Nouveau y entro en un seductor mundo de madera tallada, espejos bruñidos, y camareros de chaquetilla blanca. Me siento en una mesa de mármol y pido rabanadas, una versión rica y cremosa de las tostadas francesas, y un café bombón súper dulce. Tras el chute de azúcar, me subo a un desvencijado tranvía, que avanza trepidante hacia la Livraria Lello. Inaugurada en 1906, sigue siendo el núcleo de la escena cultural de la ciudad. Suele estar en las listas de lugares “más bonitos”, con su techo de vidrieras, elaboradas tallas y doble escalera de caracol. Se dice que J.K. Rowling pasó un tiempo aquí, y es imposible no reconocer Hogwarts en cada esquina. El paseo hasta el Museo Nacional Soares dos Reis es corto. Alberga una colección que va desde cerámicas del siglo XVII a retratos del siglo XX, hasta una escultura ecuestre a tamaño real hecha con cinta plateada. Mi almuerzo en el Restaurante Tripeiro consiste en un cuenco de tripas à moda do Porto, el plato insignia de la ciudad. Se dice que data de la Era del Descubrimiento, cuando los exploradores zarparon llevándose la carne que quisieron y a los que se quedaron les tocó lo demás. Desde entonces, se conoce a los lugareños como tripeiros, aunque el nombre ni se acerca al plato que recibo en mi mesa al aire libre. El chef sale y le pregunto qué hay en el plato. “Judías blancas, chorizo, pollo, tripas, y el final de la vaca”. Le pregunto cuál, y me mira: “Ambos”. Un anciano que pasa mira mi cuenco, sonríe, y dice: “¡Bon appetit!” Decido quemar calorías con un paseo por la costa atlántica. En Matosinhos, una localidad pesquera a unos kilómetros de la ciudad, me dirijo al sur, esquivando las enormes olas que rompen contra la escollera. En Foz do Douro, me uno a los lugareños que observan cómo las olas engullen el faro. “La naturaleza te está ofreciendo un espectáculo”, dice uno de ellos. Hoy ceno en el moderno Mini Bar. El menú empieza con un entrante llamado Ferrero Rocher (como el chocolate). Le pregunto al camarero y me dice: “Nada es lo que parece”. Lo pido, junto con varios platos pequeños. Todo, incluso el entrante de chocolate, que en realidad está hecho de foie gras, está delicioso. Termino la noche en Bonaparte Downtown, un animado y extravagante bar atiborrado de cencerros, muñecas espeluznantes y walkie-talkies antiguos. Al ponerme de pie para irme, escucho el himno punk de The Clash “Should I Stay or Should I Go”. Del resto no me acuerdo muy bien.
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