Taiwán es un lugar pequeño con una variedad increíble de
experiencias que vivir.
Con un toque de su poderosa bocina y un característico chillido metálico, el tren Alishan Forest Railway sale retumbando desde Chiayi, una ciudad de tamaño mediano ubicada en el suroeste de Taiwán. La mezcla entre ruidosas motocicletas y tiendas de té hecho con burbujas de tapioca da paso a las plantaciones de nueces de betel y a los tendederos que cuelgan en los patios traseros de un pueblito que se extiende a lo largo de las vías del ferrocarril, anteriormente construido para que lo habitaran leñadores. El tren, una atracción popular que lleva y trae a los viajeros hacia y desde las montañas, se mueve lentamente a través de campos de arroz y huertos de cítricos, y pasa tan cerca de ellos que incluso podría estirarme y alcanzarlos para cortar algunos frutos desde mi ventana. Los bambús y las palmeras rozan los costados del tren y a medida que avanzamos en nuestro camino hacia la cima, moviéndonos sobre curvas en forma de Z y a través de túneles musgosos, las vistas se desvanecen detrás de un velo de niebla fría que se posa sobre antiguos cipreses rojos cuyas raíces, del tamaño de una cobra, cubren el suelo cual fideos en la sopa. Mi viaje de dos horas hacia el hotel de la montaña Alishan evoca una serie de diapositivas con verdes caleidoscópicos que resumen la diversidad de Taiwán. Se trata de un lugar donde los viajeros pueden recorrer desde hermosas costas tropicales, a través de montañas enormes, hasta densos bosques, en menos de dos horas, parte del atractivo de explorar esta nación en forma de berenjena, que es apenas de la mitad tamaño de Irlanda. Alishan es una de mis paradas favoritas cuando de viajar por ruta a través del país se trata, comenzando en la capital, Taipéi, localizada en el norte; posteriormente pasando por algunos de los nueve parques nacionales donde encontramos aguas termales, cascadas, desfiladeros y la selva tropical perenne; sobre las cimas de las montañas cubiertas por las nubes; y a través de las playas que enmarcan las aguas cristalinas que se ubican en el extremo sur. Taiwán tiene un lugar especial en mi corazón desde la primera vez que vine en el año 2012; quedé asombrado durante un viaje de ocho meses que hice por Asia, cuando me tomé un año sabático. Mi guía era una chica llamada Etty, a quien contacté por primera vez a través de la página Couchsurfing y con quien me reuní para tomar un café en Bangkok y compartir consejos de viaje (ella estaba planeando visitar Holanda, mi país de origen). Coincidimos en Taiwán al mismo tiempo y terminé conociendo a sus padres en Taichung, la segunda ciudad del país, un lugar con muchos rascacielos y humeantes mercados nocturnos llenos de luces de neón. Pronto estábamos planeando viajar por Japón, Camboya y Sri Lanka, mientras nos dábamos cuenta de que esto era más que una aventura vacacional. Volvimos a Bangkok y ahora estamos casados, tenemos un hijo de un año que tiene un segundo nombre taiwanés y apellido holandés.
Después de visitar Taichung dos o tres veces al año, he llegado a verlo a través de los ojos de mi esposa: es una especie de hogar, un lugar para cenar en una mesa atiborrada de gente, comiendo pan tostado preparado con licor de sorgo kaoliang a la Popo, la abuela de Etty. En ocasiones, mientras comemos la sopa de fideos con ternera de la tía Chao, a mi suegro se le llenan los ojos de lágrimas al hablar de los amaneceres en Yushan, el pico más alto de Taiwán, o de los paisajes llenos de volcanes, las flores de los cerezos y las burbujeantes cascadas del Parque Nacional Yangmingshan, en la franja norte de Taipéi.
Mi suegro, un guardia forestal retirado, ayudó a fundar algunos de los parques nacionales del país y en ese entonces lo enviaban a muchos de sus rincones más salvajes. Siempre nos recuerda que el 60 por ciento del país está cubierto de bosques, motivo suficiente para que los marineros portugueses que llegaron aquí en el siglo XVI lo bautizaran como Ilha Formosa o Isla Hermosa. Taiwán estuvo bajo el mandato tanto de los holandeses como de los españoles en el siglo XVII; posteriormente los chinos continentales tuvieron control total de la isla hasta que fue invadida por los japoneses en 1895. Los nuevos gobernantes construyeron ferrocarriles, túneles y fábricas, convirtiendo a Taiwán en un proveedor para la floreciente industria japonesa, esto sucedió hasta que fueron derrotados después de la Segunda Guerra Mundial. Chiang Kai-shek, el líder nacionalista chino que huyó del recién instaurado comunismo en dicha nación, en 1949, para establecer un bastión en Taiwán, concibió una sociedad confuciana que respetara el pasado del lugar, junto con una forma de capitalismo en pro de lo occidental. Incluso cuando el país emergió como uno de los Cuatro Tigres Asiáticos, la cultura a la que albergó desde tiempos remotos ha perdurado. Puedo percibir la influencia japonesa en Jiufen, una de mis primeras paradas, una ciudad costera en las exuberantes montañas al este de Taipéi. Sus casas de té en las laderas y callejuelas adornadas con faroles fueron construidas, en su mayoría, por buscadores de oro japoneses a finales del siglo XIX. Hoy en día, la mayoría de los visitantes sigue siendo japoneses, aunque en gran medida vienen porque se dice que Jiufen fue uno de los lugares que inspiraron la creación de los paisajes que se observan en la película animada El Viaje de Chihiro. En nuestro ascenso hacia la cima, pasando por llanuras cubiertas de hierba hasta una un montículo de rocas colosales en el pico de la montaña Teapot, el guía taiwanés de voz agradable, Steven Chang, nos cuenta de los mô-sîn-á, unas criaturas que de acuerdo con la creencia popular causan que los excursionistas pierdan el camino. Desde la parte más alta puedo ver un solitario pabellón octogonal en la lejana cima de una escarpada montaña, y en el valle detrás de mí se encuentran los restos de un antiguo santuario sintoísta japonés; más allá, contemplamos la vastedad azul del profundo mar de China Oriental. Sin importar en qué lugar de Taiwán uno esté, siempre encontrará un templo cerca. Sus techos sobresalen entre los edificios de los barrios suburbanos y los bosques lejanos, adornados con dragones de múltiples colores, aves fénix, y complejas escenas representadas en sus techos de dos aguas. Cada pluma, cada garra a escala, cada bigote se crea minuciosamente a partir de placas y azulejos previamente cortados, una artesanía tradicional china que, junto con la religión, se ha ido perdiendo en dicho territorio. En Taiwán, el taoísmo, el budismo, el cristianismo y las curiosas costumbres populares han florecido a la par. Ahora nos dirigimos a Shitoushan, 90 minutos al suroeste de Taipéi, pasando a través de arrozales verdes y pueblitos de una sola calle donde las mujeres, usando un sombrero de tartan llamado chambergo, venden jugosos pomelos desde la parte trasera de sus camionetas. Esta noche, nuestra casa será el Templo taoísta Quanhua, un enorme lugar repleto de escaleras, pagodas y grullas de cerámica colocadas en una de las caras del acantilado de arenisca. Al subir a mi balcón contemplo los tonos dorados que se dibujan en el cielo y percibo la fragancia de las varitas de incienso endulzando el aire. Escucho el eco de los grillos cantando en el valle y el murmullo de personas haciendo plegarias, interrumpido por el ocasional sonido metálico de un gong.
En algún lugar a lo lejos oigo un lamento. Entonces, salgo del templo para rastrear la fuente y descubro un pequeño santuario medio enclavado en una cueva. Una mujer vestida con pantalones rosas llora frente al altar. Un hombre no muy alto, con cabello cano, se me acerca y me explica que la mujer está escuchando voces de otro mundo. “Es el lenguaje de los dioses”, comenta mientras la mujer baila en éxtasis dando saltos. “Ella tiene el don”. Esa noche me voy a dormir a eso de las ocho de la noche pero aún puedo escuchar las oraciones provenientes de los altavoces del monasterio.
Al sur de Shitoushan, la Autopista Central de la Isla conecta el populoso oeste de Taiwán con el salvaje este, a través de los picos y desfiladeros del Parque Nacional Taroko, llegando al acantilado de Qingshui, casi 30 km de acantilados boscosos que se sumergen de manera prácticamente vertical en el Océano Pacífico. Nos detenemos en el mirador conocido como el Túnel de las nueve vueltas, donde las voces coreanas, tailandesas y japonesas se mezclan con el gorgoteo hipnótico de las cascadas que alimentan el desfiladero de cientos de metros de altura. Las golondrinas entran y salen de los acantilados que se asemejan a una torta hecha de capas de mármol en espiral. Debajo de mí, el río Liwu pasa con fuerza rodeando los gigantescos peñascos.
Al interior de la isla solo estamos nosotros y la ruta con sus túneles oscuros que se abren para dar paso a bosques de bambú rebosantes de quietud o a pobladores curiosos cubiertos de musgo. El Sr. Wang, el conductor durante esta parte del viaje, ocasionalmente rompe el silencio para contarnos sobre encuentros con osos negros de Formosa, excursiones para cazar jabalíes y emboscadas de macacos salvajes. Una de las historias se vio interrumpida por el sonido de un disparo a la distancia. “Ratas de montaña”, murmura, refiriéndose a los cazadores furtivos que matan jabalíes y muntíacos, una especie de ciervo. “Pero nada comparado con las tribus cazadoras de cabezas que rondaban estos bosques”. Latas de cerveza, cigarrillos y nueces de areca envueltas en hojas de betel son colocadas en las ruinas de algunas paredes a lo largo de la ruta, tradicionalmente como petición para tener buena fortuna.
A medida que subimos y sentimos cómo aumenta la presión en nuestros tímpanos, las agujas de los pinos remplazan el follaje tropical. Los picos cubiertos de coníferas parecen amontonarse como gigantes con espaldas peludas. El camino nos lleva al lago Sun Moon. Entramos en un restaurante para comer fideos con ternera sobre unas mesas circulares hechas de fórmica; las luces de los focos de tubo se reflejan en la película aceitosa que se forma en la sopa. El clac-clac de un cucharón golpeando contra el wok caliente se escucha desde la cocina; detrás de nosotros, una señora ofrece “bebidas de huevos de rana”, limonada de naranjo enano, con semillas de albahaca. Paso la mayor parte de la tarde recostado a la orilla del lago viendo cómo las ardillas de cola esponjada roban papayas a los vendedores.
Al llegar al lado sur del lago nos detenemos para visitar una de las plantaciones de té de la zona, donde se cultiva un tipo de té llamado oolong, tan preciado como la champaña. Entre dos de las miles de hileras de arbustos, nos encontramos a un grupo de recolectores de té usando sombreros tradicionales cubiertos con coloridos paños estampados con figuras de Hello Kitty. Un hombre de unos 50 años de una sonrisa con los dientes negros como el alquitrán, por el consumo de nuez de betel, nos saluda mientras nos enseña una navaja que ha pegado con cinta a su guante, en el dedo índice de este. “Cosechamos todo nuestro té a mano”, me dice. “Nada de máquinas. Solo las hojas más frescas, las de más alta calidad”. Hacia el sur, un Taiwán diferente emerge, aquel que recuerdo de mi primer viaje. Los dialectos que se hablan ahí son más complicados que el mandarín del norte y la comida es más dulce. Todo parece estar siempre bañado en un brillante color dorado.
Nos detenemos cerca de una piña gigante hecha de fibra de vidrio, donde atiende una mujer alegre que lleva puesto un sombrero de paja deshilachado. “Nunca había visto que unos extranjeros se detuvieran aquí antes”, comenta mientras me da una rebanada de piña. Apenas puedo terminar de comer la rebanada anterior cuando otra ya está en mi mano; mientras tratamos de alejarnos, ella sale corriendo con tres botellas de jugo de piña. Cualquier persona que haya visitado alguna vez Taiwán, o que haya conoció a mi suegra, sabe que esto es normal en un país donde “¿Ya comiste?” es la primera pregunta que hacen todos. Al día siguiente llegamos a Dulan, un pueblo costero. Al estar sentado en la playa de arena negra, me llega esa feliz sensación de otredad que viví durante mis primeros viajes aquí. Taiwán todavía se siente diferente del resto de Asia. Puede que se haya convertido en una especie de hogar para mí, pero sigue siendo un lugar de otro mundo a mis ojos.