San Petersburgo renueva su rostro y regresa orgullosa al escenario mundial. ¡Recorrela en esta nota!
¡Qué distinto de la última vez que estuve aquí!
En aquel entonces, a mediados de los años 90, San Petersburgo apenas empezaba a salir del olvido de siete décadas como la Leningrado soviética. Todo era gris, y el temor había impuesto un toque de queda de facto desde que anochecía. Doce años de prosperidad infundieron nuevos bríos a la antigua capital de los zares. Las restauraciones iniciadas para celebrar el tricentenario de su fundación, en 2003, continúan. Las cadenas hoteleras occidentales reclaman su parte. Los turistas afluyen en cruceros desde Helsinki y Estocolmo.
La ciudad de San Petersburgo alguna vez fue famosa en toda Europa por sus palacios y obras de arte. ¿Ha retornado al escenario mundial?
A la mañana siguiente cruzo el río Nevá por el puente de la Trinidad y contemplo el panorama: palacios barrocos y rococó en azules y verdes pastel bordean el malecón hasta donde alcanza la vista, y detrás de ellos se alza la cúpula dorada de la Catedral de San Isaac. Cortada en dos por el Nevá y surcada por infinidad de brazos y canales junto a los que se yerguen joyas arquitectónicas, San Petersburgo tiene el aspecto y la atmósfera de una ciudad encantada. Cuando el zar Pedro el Grande fundó la nueva capital en estos pantanos, a principios del siglo XVIII, maestros arquitectos, sobre todo italianos y franceses, transformaron la remota villa en una majestuosa metrópoli imperial. Todavía hoy sus habitantes afirman que la ciudad tiene vida y alma propias.
Voy a reunirme con Petr Zabirojin, coordinador de Ciudad Viva, un movimiento de defensores de las joyas históricas petersburguesas. Avanzo hacia el este por la Avenida Nevski, principal arteria de la ciudad, paso la Plaza del Palacio, donde se levanta el suntuoso Museo del Ermitage, y luego la Plaza Vosstania (de la Rebelión), más de tres kilómetros continuos de arquitectura de primer orden. Zabirojin, hombre alto y delgado de unos 35 años, me espera en un café cerca de allí. En su opinión, hasta los edificios antiguos que no se consideran monumentos merecen protección.
—Lo que distingue a San Petersburgo es su unidad histórica —dice—. Si un edificio nuevo no refleja este rasgo, daña el alma de la ciudad.
Me muestra otro edificio que su movimiento lucha por salvar de la demolición: una sencilla estructura de ladrillo.
—Este es un gran ejemplo del constructivismo de los años 20 —explica, al parecer notando mi duda.
Una placa en la pared dice que el edificio alojó la central eléctrica que propulsó los tranvías urbanos durante el trágico “sitio de los 900 días” puesto a Leningrado por los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Ahora unos inversionistas quieren derribarlo para construir un hotel.
—En los ocho últimos años se han demolido más edificios en la Avenida Nevski de los que destruyeron los nazis —afirma Zabirojin.
Casi no puedo creer que esta ciudad sufriera uno de los asedios más largos y brutales de la historia. Cientos de miles de civiles murieron de hambre y enfermedades en sus calles y canales. Entre los defensores hubo al menos otro medio millón de muertos. Al día siguiente visito el Museo Conmemorativo del Sitio y la Defensa de Leningrado. La segunda planta está repleta de objetos de aquellos dos años y medio de infierno. Hay gráficas que registran el apabullante número de bombardeos aéreos e incendiarios, yataques de artillería. Una conserje robusta, con el pelo blanco recogido en un moño, vigila la sala. Se me ocurre que quizá sea lo bastante mayor para haber vivido parte de esta historia.
—La gente no suele preguntarme —dice Galina Serguenevna Bodrova, de 73 años, que tenía solo dos cuando las fuerzas de Hitler cercaron la ciudad en el otoño de 1941. Casi toda su familia murió—. Solo quedamos dos hermanas y yo.
Burlando el cerco, unos partisanos pusieron a salvo a Galina y una hermana menor tras las líneas alemanas. Empiezo a sentir que estos pequeños encuentros que desmienten apariencias son lo que le da un atractivo tan irresistible a la San Petersburgo del presente siglo.
—¿Necesita ayuda? —pregunta una voz desde la parte trasera del autobús en nítido inglés británico. No estoy seguro de en qué parada tengo que bajar. A mi lado llega en seguida una joven de cabello rubio platinado.
—Ahora procuramos ser más serviciales con los turistas —me dice sonriendo Irina Fedorova, de 23 años, quien me indica dónde tengo que bajar y se ofrece a acompañarme hasta mi destino.
Irina, que estudia en la Universidad Estatal de San Petersburgo, me pregunta qué he visto de la ciudad. Le cuento cómo he recorrido las lujosas salas del Ermitage: a empellones entre la multitud para echar un vistazo a los cuadros de Rembrandt y Renoir.
—¿Ya fue al Museo Ruso? —me pregunta luego—. Allí hay una colección de obras de pintores rusos mucho más grande que la del Ermitage.
Al día siguiente Irina me espera en el Palacio Mijailovski, sede del museo. No hay filas ni, por lo mismo, necesidad de ponerse de puntillas para admirar sus monumentales lienzos. Nos detenemos a contemplar El último día de Pompeya, obra maestra decimonónica del petersburgués Karl Briullov, que representa una escena apocalíptica de la erupción que sepultó la antigua ciudad romana.
—Se puede ver cómo muere algo viejo, pero también cómo empieza a surgir algo nuevo —dice Irina.
Sus palabras resuenan en mi mente mientras estamos en el Café Literario 1816, rodeados de retratos de los grandes escritores rusos Aleksandr Pushkin, Fiódor Dostoievski y Nikolái Gogol. Nuestra mesa tiene vista al río Moika, donde navegan barcos atestados de turistas. Por todas partes parece flotar un aroma a frescura. Lo mismo se respira en el cuidado jardín del imponente Palacio de Catalina, en la localidad periférica de Tsárskoye Seló, cuya construcción fue encargada por Catalina I, esposa de Pedro el Grande. A mediados del siglo XVIII su hija, la emperatriz Isabel Petrovna, y, después, Catalina II la Grande, vivieron aquí y reunieron obras de extraordinaria belleza. He hecho el viaje de 45 minutos en ómnibus desde San Petersburgo, atraído por un desfile de modas de los mayores diseñadores petersburgueses, que se celebrará en este sitio. El ambiente ya está muy animado cuando llego. Camino despacio hasta el Pabellón del Ermitage, todo un palacio construido junto a un estanque en medio del jardín, donde las modelos salen al pórtico envueltas en tafetán, y el público les aplaude.
—La vivacidad y la atmósfera imperial de San Petersburgo me inspiran —me dice en un descanso el diseñador Stas Lopatkin, de 38 años—. La transparencia del aire y el agua; los colores, la luz…
La ciudad de San Petersburgo que he visto es coexistencia de luz y sombra, dominio imperial y revolución, alta costura e invasión brutal. Por cada palacio aristocrático hay aquí una plaza de la rebelión; por cada complejo suntuoso como Tsárskoye Seló hay una soviética Estación de Finlandia: la terminal ferroviaria adonde Lenin llegó del exilio en 1917 para desatar la tormenta que llevó al poder a los marxistas bolcheviques. En mi última noche en San Petersburgo dos amigos me invitan a un paseo en barco por el Nevá. El sol del ocaso proyecta un abanico de luz carmesí. Navegando río arriba, pasamos frente al extenso complejo del Ermitage. Un acordeón empiezaa tocar una melosa canción rusa. Los meseros pasan con bandejas cargadas de hieleras y botellas de vodka. Al acercarnos al Puente del Palacio, los brazos levadizos iluminados suben lentamente, como si nos invitaran a entrar en un reino mágico, pero desde hace algún tiempo sé que ya me encuentro en él.
Consejos de viaje
- La mejor temporada es la de “las noches blancas” (de fines de mayo a mediados de julio), perfecta para dar paseos nocturnos a la orilla del Nevá.
- Transporte: La ciudad tiene una extensa y eficiente red de ómnibus, tranvías y metro, conectada con terminales aéreas, marítimas, ferroviarias y de ómnibus interurbanos.
- Para obtener más información (en inglés), visite el portal de turismo de la ciudad: visit-petersburg.ru