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Historia: los estados unidos de Chile y Argentina

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Casi sin saberlo, los dos países, Argentina y Chile, llegaron a tener un territorio en el norte del continente.

Una historia poco conocida


Crear una república
es sencillo. Primero, se toma un grupo de personas y se les dice que merecen algo mejor que recibir órdenes que no admitan discusión. Luego, se le pide a un par de ellas, ojalá imaginativas, que dibujen elementos de ese “algo mejor” sobre una tela. Cuando los colores y figuras muestran una imagen más o menos aceptable, se la llama “bandera”. Finalmente, a los más entusiastas, se les entrega armas y se los convence de que hay una posibilidad razonable de que con esa bandera y esas armas se pueda callar, aniquilar o contener a los que no les gusta la idea.
Quizá porque conseguir armas y crear banderas es algo notablemente difícil y poco práctico si uno está al borde de la inanición, tiene que cultivar tierras poco fértiles y es diezmado por enfermedades crónicas; los indígenas latinoamericanos han sido remisos a inventarse países a su forma y medida. Pero tienen muy claro que si Theodore Roosevelt pudo inventar a Panamá para hacer un canal que pasara por ahí, cualquiera con agallas, fuerza y suerte puede hacer lo mismo. Y, a veces, cuando les colman la paciencia, lo dicen.
Ocurrió en los años sesenta del siglo XIX. Una ley ecuatoriana dejó en manos del estado la administración de los derechos de aguas de ríos y riachuelos. Un grupo de etnias de las sierras puso el grito en el cielo e inició una marcha hacia Quito para protestar. Convergieron hacia la capital. El gobierno no sabía muy bien qué hacer. Alguien dijo que, bueno, con escucharlos no se perdía nada, así que asignaron a un ministro tal misión. El buen hombre, ¿qué más podía hacer?, se reunió con una delegación y les aseguró que sus cultivos y forma de vida no estaban en peligro. Que la disposición del gobierno no los afectaba en la práctica. Que el estado ecuatoriano mismo se los aseguraba. No bien terminó de prometerlo, uno de los caciques se adelantó un paso y le espetó:
—No te creemos nada.
—Pero…
—No te creemos nada. Ni a vos ni a esa república que se han inventado ustedes. Las aguas son nuestras. Nos las dio nuestro Señor Carlos V a perpetuidad. Para siempre.
Y, acto seguido, sacó de las profundidades de su ruana, ese poncho abierto adelante que es típico de los Andes Centrales, un pergamino añoso donde, efectivamente, el imperio de los Habsburgo les entregaba tal derecho hasta el fin de los tiempos.
Lo anterior no es más que una introducción para entender que sí es fácil ponerse a inventar una república, todavía lo es más hacerlo con una sucursal de ella. Chile y Argentina tuvieron una en conjunto. En el Caribe. Se debió a la conjunción de un aventurero y de un loco. O, para otros, un utopista y un agente infiltrado perfecto. El primero, el francés Luis Michel Aury. El segundo, el chileno José Cortés de Madariaga.
Todo comenzó en 1806.  Ese año arribó a Caracas el segundo de ellos. Sucedía entonces que, si bien el Imperio Español era el primero de la historia con posesiones en cuatro continentes, regulaba casi como un apartheid el movimiento de sus habitantes. ¿Qué hacía entonces Cortés de Madariaga, hijo del fundador de Copiapó y tío de José Miguel Carrera, en la ciudad tropical y no estaba de regreso en Santiago de Chile? La historia es larga y poco clara. Viviendo en Cádiz había conocido a un joven Bernardo O’Higgins y participado en el encuentro de la Comisión de lo Reservado, un grupo secreto dentro de otro grupo secreto (Gran Reunión Americana), que deseaba expandir el ideario de la independencia por América. En un epistolario de O’Higgins se menciona que, terminado el encuentro, “los canónigos Fretes y Cortés (partieron) para Chile”. Una frase inconclusa deja abierto el misterio: “…aunque el último tomó y se le encargó…”.
Existe otra versión, no contradictoria con la del encuentro, que asevera que el grupo inspirado por el patriota Francisco de Miranda —por medio de una maniobra burocrática— logró que lo destinaran a Nueva Granada. ¿Con qué intenciones? Al parecer se trataba de parte de un plan concreto para impulsar que personas liberales tuviesen posiciones estratégicas en las colonias.
El asunto es que el sacerdote se convirtió en el actor clave que llevó a la renuncia del gobernador imperial en Venezuela en abril de 1810, lo cual le valió ser encarcelado en la africana Ceuta. Y, finalmente, tomó contacto con Luis Aury. Como muchos veteranos de las guerras napoleónicas, Aury era un hombre que sabía que la vida podía convertir al soldado justo, en el lugar y momento justos, en rey. O, si la sincronización fallaba, en un cadáver anónimo.
­­En abril de 1817 era parte de una fuerza naval que —representantes de Venezuela, Nueva Granada, México y el Río de la Plata— habían autorizado para que tomara posesión “de la parte oriental y occidental de Florida (…) de acuerdo con las órdenes y deseos de nuestros respectivos gobiernos”. La comandaba el escocés Gregor Mac Gregor. En junio se apoderaron de Amelia Island. Sin embargo, Mac Gregor decidió abandonar la misión. Las razones se desconocen y es probable que tuviese que ver con la imposibilidad de conquistar toda la península para revenderla a los Estados Unidos, tal como había prometido a un perplejo alto funcionario estadounidense.

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Un hombre de armas tomar

El asunto es que Aury tomó el mando y decidió que él se merecía dominar un país. Como allí no había ninguno, lo creó. No sin peleas y disparos entre sus hombres, inventó la “República de Amelia”. Florida era entonces una posesión española llena de mosquitos y cocodrilos, sin ningún Disneyworld o Cabo Kennedy a la vista. En Washington se molestaron igual y al presidente James Monroe no le tembló el pulso para enviar una expedición militar en su contra.
Tenía un acuerdo con España con quien negociaba la compraventa de la península (si bien Monroe pasaría a la historia por la “Doctrina Monroe”, que dictaminaba la exclusión de los imperios europeos en los asuntos de América, a Monroe la libertad de Latinoamérica le interesaba menos que la moda de París).
Aury se retiró. Lejos de ser el fin, fue el principio de sus días dorados. Tuvo que ver que, entre tanto, el tío de Carrera había cumplido su condena y llegaba a Kingston, Jamaica.
Desde allí se contactó con Aury. El 3 de junio de 1818 colocó en sus manos una patente de corso a nombre de la república de Chile y de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Se considera que no contaba con la más mínima autoridad para hacerlo. Y para muchos es otra señal de sus desvaríos.
Una posibilidad remota, aunque no imposible, sería que hubiese tenido algún contacto con José Miguel Carrera (su sobrino) quien se encontraba en esos días en Montevideo, bajo protección portuguesa.
No importa. El permiso para convertirse en corsario era kriptonita anti-imperial en manos de alguien como Aury. Los hechos se aceleraron. El 1º de julio de 1818, uno de los lugartenientes de Aury, el aventurero y geógrafo italiano Agustín Codazzi, tomó sin mayores problemas la isla caribeña Vieja Providencia. Poco después cayeron en manos del francés, otras dos más: Santa Catalina y San Andrés. El 10 de julio ocurrió lo extraordinario: Aury unió las islas a un país inexistente.
“¡Compatriotas! Los poderosos Estados Unidos de Buenos Aires y Chile, deseando cooperar en cuanto les sea posible a la emancipación de sus oprimidos hermanos, me han comisionado para cumplir esta noble empresa en la Nueva Granada. Gracias al cielo que les ha inspirado tan magnánimos sentimientos. Sea su unión y su sabia conducta nuestra guía en nuestras futuras operaciones”. De esta manera comenzaba la proclama de Aury, que invitaba a “cuantos sentían en sus corazones los ideales de libertad y república” a instalarse allí. Tanto Madariaga como Aury se pasaron los siguientes meses escribiéndole cartas a los patriotas del Cono Sur y a Bolívar. La verdad es que la iniciativa no era demasiado freak.
Todos los primeros patriotas deseaban mantener unido al continente por medio de una confederación de naciones. Pero en Sudamérica tal asunto era pura retórica en aquellos días: sólo Buenos Aires seguía siendo libre. Chile estaba liberado a medias. Se pensaba que un ataque del Imperio Portugués desde Uruguay o del Español desde el Alto Perú era inminente. Sin dudas, San Martín, Pueyrredón (el titular del poder en el Río de la Plata) y O’Higgins tenían problemas más grandes que pensar en anexarse tres islas frente a la costa caribeña de la futura Nicaragua.
P
ero Aury, si tenía alguna otra virtud además de la audacia, era la insistencia. Durante cuatro años siguió con las misivas e, incluso, envió mensajeros a San Martín y a O’Higgins. Su lugarteniente Codazzi, incluso, logró entrevistarse con Lord Cochrane, a quien intentó convencer de un ataque conjunto sobre Panamá. Mientras tanto, en las islas nacieron los primeros niños bajo la bandera de los Estados Unidos de Buenos Aires y Chile. ¿Por qué Aury no cedió a la lógica y ofreció su lealtad al más cercano Bolívar? Lo hizo. Pero Bolívar desconfiaba de él, pese a que varios de sus hombres cercanos le aconsejaban dejar sus recelos. Bolívar también quería tener lejos a Cortés de Madariaga. “El Canónigo es loco y debe tratárselo como tal”, lo sentenció por su vehemencia, por sus cambios de opinión y por unos presuntos colapsos nerviosos.
Finalmente, en el marco de la indiferencia de los patriotas chilenos y argentinos, la muerte sorpresiva de Aury dejó a los Estados Unidos de Buenos Aires y Chile sin liderazgo. No mucho después las islas se unieron a la efímera Gran Colombia de Bolívar.
Así sucedió que, cuando es relativamente normal que los países imaginen tener territorios lejanos en las fantasías y delirios de sus gobernantes, los nacientes Chile y Argentina tuvieron uno casi sin saberlo, ni preocuparse.

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