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El arte de escuchar

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Los narradores seguirán existiendo mientras haya gente dispuesta a permanecer en silencio.

Vine a África con un solo propósito en la mente: quería ver el mundo fuera de la perspectiva del egocentrismo europeo. Podría haber elegido viajar a Asia o a América del Sur, pero terminé en África porque el pasaje de avión salía más barato. Vine y me quedé. Durante casi 25 años he vivido por temporadas en Mozambique. Mi motivo para llevar esta existencia dividida, con un pie en la arena africana y el otro en la nieve europea, en la melancólica región de Norrland, Suecia, donde nací y me crié, es el deseo de ver con claridad, de entender.

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La manera más sencilla de explicar lo que he aprendido de mi vida en África es citar una parábola acerca de por qué los seres humanos tenemos dos oídos y sólo una lengua. ¿Cuál es la razón? Probablemente nacemos así para que escuchemos el doble de lo que hablamos.


En África, escuchar es un principio básico. En el mundo occidental, en cambio, es algo que ya casi se ha perdido a causa del constante parloteo, porque nadie parece tener el tiempo o las ganas de escuchar a nadie más. He descubierto que ahora respondo a las preguntas en una entrevista de televisión mucho más rápidamente de lo que lo hacía 10 años atrás, o tal vez hace apenas cinco. Es como si hubiéramos perdido por completo la capacidad de escuchar. Hablamos sin cesar, y terminamos asustados por el silencio, el refugio de aquellos que no tienen respuestas.

Soy lo suficientemente mayor como para recordar la época en que surgió la literatura sudamericana, se arraigó en la conciencia popular y cambió para siempre nuestra visión de la condición humana. Creo que ahora le ha llegado el turno a África. En todo el continente africano, la gente escribe y cuenta historias. Es probable que la literatura africana muy pronto irrumpa en el escenario mundial, como lo hizo la literatura sudamericana hace algunas décadas, cuando Gabriel García Márquez y otros encabezaron una revuelta excepcional en contra de la verdad establecida.

Ese torrente literario africano ofrecerá una nueva perspectiva sobre la condición humana. El autor mozambiqueño Mia Couto, por ejemplo, ha creado un realismo mágico autóctono que mezcla el lenguaje escrito con las grandes tradiciones orales de África. Si somos capaces de escuchar, descubriremos que muchos relatos africanos tienen estructuras totalmente diferentes de las que conocemos. Lo estoy simplificando en exceso, por supuesto; sin embargo, todo el mundo sabe que hay algo de verdad en lo que expreso: la literatura occidental suele ser lineal, procede de principio a fin, sin digresiones importantes en el espacio ni el tiempo.

Eso no sucede en África. Aquí, en lugar de una narración lineal, hay un relato exuberante y sin restricciones, que salta adelante y atrás en el tiempo y combina mágicamente el pasado con el presente. Por ejemplo, alguien que haya muerto hace mucho tiempo puede intervenir sin ningún problema en una conversación entre dos personas que están vivas. Se dice que los nómadas que aún habitan en el desierto de Kalahari se cuentan historias unos a otros sobre sus andanzas diarias, durante las cuales buscan raíces comestibles y animales de caza. Con frecuencia narran más de una historia a la vez, y a veces tres o cuatro al mismo tiempo. Pero antes de volver al sitio donde van a pasar la noche, se las arreglan para entremezclar las historias, o bien, las separaran para siempre y a cada una le dan un final propio.

Hace algunos años, estaba yo sentado en un banco de piedra fuera del Teatro Avenida de Maputo, la capital de Mozambique, donde trabajo como consultor artístico. Era un día caluroso, y estábamos tomando haciendo una pausa en los ensayos, así que salimos a la calle deseando con el alma que soplara una brisa fresca. Dos ancianos estaban sentados en ese banco, pero hicieron espacio para mí. En África, las personas comparten algo más que el agua de una manera fraternal. Incluso cuando se trata de la sombra, la gente es generosa.

Escuché a los dos hombres hablar de otro anciano que había muerto recientemente. Uno de ellos dijo: —Yo estaba de visita en su casa. Empezó a contarme una historia increíble acerca de algo que le ocurrió cuando era joven; era una historia muy larga. Al anochecer, me dijo que tendría que volver al día siguiente para contarme el resto, pero cuando llegué allí, ya había muerto. El hombre se quedó en silencio. Decidí no levantarme de aquel banco hasta que hubiera escuchado algún comentario de su compañero. Finalmente, este habló también. —Esa no fue una buena forma de morir —dijo—. No debió hacerlo sin antes contar el final de su historia. Mientras escuchaba a aquellos dos ancianos, se me ocurrió que un nombre para nuestra especie más exacto y descriptivo que Homo sapiens podría ser Homo narrans: “hombre que narra”. Lo que nos distingue de los animales es el hecho de que podemos escuchar los sueños, miedos, alegrías, tristezas, deseos y dificultades de otras personas, y ellas, a su vez, pueden escuchar los nuestros.

Muchas personas cometen el error de confundir información con conocimiento. No son lo mismo. El conocimiento consiste en interpretar la información, y para eso se necesita escuchar. Así que, si tengo razón en que somos criaturas contadoras de historias —siempre y cuando nos permitamos callar por un rato de vez en cuando—, la narración continuará por siempre y para siempre. Muchas palabras se escribirán en el viento y sobre la arena, o terminarán en alguna bóveda digital oscura. Pero la narración perdurará hasta que el último ser humano deje de escuchar. Entonces podremos enviar la gran crónica de la humanidad hacia el universo infinito. ¿Quién sabe? Tal vez haya alguien allá afuera dispuesto a escuchar…

Henning Mankell es autor de muchos libros, reconocido internacionalmente por su serie de novela negra sobre el inspector Wallander.

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