Lee los consejos del editor y fijate si te dejas llevar por la locura de las vacaciones
Las vacaciones resultan ser un paradigma de los últimos 20 años. Las vacaciones, me refiero, organizadas, incluidas en la lista de los departamentos de marketing de las empresas turísticas, y estigmatizadas ya como ícono en el discurso popular del “descanso”. El relax “oficializado” es otra columna del andamiaje laboral. Y no está mal que así sea, sino que tal vez no debiera ser sólo eso. La playa o la montaña con sus múltiples variantes, los nenes que juegan con la arena, el tejo que vuela por los aires, las chicas en mini bikinis y los muchachos sacando pecho son signos de que el verano está a pleno sobre nuestras espaldas y que –a gatas- podemos escapar de su influjo. Las obligaciones de las vacaciones también se convierten en la “carga” colateral del paquete. Avisarle a los amigos dónde va a estar uno, organizar asados multifamiliares en medio de un punto turístico equidistante al conjunto de comensales que participará del encuentro, que para el caso podrá ser Cruz del Eje, San Martín de los Andes o Vladivostok, Rusia.
Es decir, un cuento chino.
Parece gracioso pero, en ocasiones, el período vacacional es más una tortura que la suma de los placeres que debiera representar el dolce far niente. Es así que en medio de tanto alboroto “organizacional” aparece (justo en el mismo destino que la familia eligió para pasar sus quince días sabáticos) la cuñada que se acaba de separar, con dos amigas que la entrenan para la nueva vida de pleitos legales que le esperan, o quizás se hace presente un ex compañero de trabajo -que no vemos desde hace más de diez años- y cuyo único mérito fue compartir la oficina en la que (hacinados) escuchábamos sus chistes de rara inspiración escatológica.
¿Te parece que muchas veces convertis tu tiempo de descanso en una suma de obligaciones? ¿Se convierten las vacaciones en una nueva rutina? Dejá tu experiencia al editor haciendo
Para los que tienen más suerte y estuvieron iluminados a la hora de elegir el sitio de su descanso, una ciudad pequeñita en medio de la sierra parecería ser la solución a la consecución de visitas inesperadas que suelen tener los sitios más populares. Sin embargo, a no relajarse demasiado porque el celular suena y suena hasta el punto de parecer una tortura vietnamita. La suegra, el vecino, el hermanito de la noviecita del nene que se llevó matemáticas, los amiguitos de los chicos que descubrieron cómo pasar el último nivel del videojuego de moda, algún compañero de trabajo que finge interés en nosotros y nos pregunta con voz burlona ¿y, cómo la están pasando?; todos, todos llaman por teléfono (y a cualquier hora) porque la particularidad de ese pueblito serrano es que tiene una antena de la hostia que podría recibir señal hasta de la cuarta luna de Júpiter.
Y no acertamos en desconectar el celular porque -finalmente- seremos nosotros juzgados como “los mala onda”.
Y así sucesivamente, como tantas anécdotas tengan los paseanderos del verano.
Muchas veces hemos prometido no volver a tal o cual lugar, porque nos encontramos con medio mundo, con amigos y relaciones laborales, con las maestras de los niños, con los consuegros de nuestros tíos, con el que nos vendió el auto, con el que nos maltrató durante todo el año en la ventanilla del banco. Una suma de desaguisados que hemos jurado evitar para siempre. Los que pueden, generan programas vacacionales que incluyen países limítrofes con el descontento que producen en nuestros ánimos los extensos viajes en ómnibus o los impredecibles horarios de partida de los aviones. Y también prometen no repetir esos imprevistos el año próximo. Pero, para colmo de males, la tierra gira, los días pasan y cuando logramos solucionar aunque más no sea el armado de la sombrilla, es hora del regreso. Con la espalda colorada, los ojos ardientes y los bolsillos vacíos volvemos a casa. La menor, con una dirección de correo electrónico a punto de convertirse en su primer novio; el mayor, con la idea de comprarse “esa” tabla de surf que cuesta casi un sueldo; y nosotros con los brazos cansados de tanto aventar el carbón para que encienda a tiempo de disfrutar un buen asado que –como siempre- resultó bastante duro a los dientes de todos. En fin, la locura de las vacaciones.
Mientras escribo esto recuerdo a mi abuela: vacaciones, eran las de antes. Fresquitos, con el ventilador en el patio.
Que la pasen bien.
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