La comida de esta icónica ciudad mexicana fue suficiente para que mis ojos se llenaran de lágrimas.
En el marco del centésimo aniversario de la revista en Estados Unidos, compartimos este artículo siempre vigente publicado originalmente en la edición de marzo de 2008 de Reader’s Digest.
Al recorrer el bullicioso mercado de abasto en la ciudad de Oaxaca, México, me siento algo abrumado ante las inmensas montañas de frutas, verduras, carnes, pescados y aves y sus intensos colores. Mientras intento abrirme paso sobre el piso resbaladizo esquivando clientes que se mueven a toda velocidad de un lugar a otro, los vendedores me ofrecen de todo, desde quesos exóticos elaborados con tres leches de vaca hasta la especialidad local, chapulines, o saltamontes fritos.
Me niego a permitir que alguien se interponga en mi cruzada. Vine a Oaxaca (se pronuncia “ua-ja-ca”), uno de los centros culinarios de México, en busca de algunos de los chiles más picantes del mundo.
Mi guía, Susana Trilling, una reconocida experta en comida mexicana y autora de varios libros de cocina, me lleva hasta un rincón del mercado donde encontramos un puesto tras otro de chiles picantes de todas las formas, tamaños y colores imaginables. Allí están ellos, en pilas altísimas sobre cestos de madera, desparramados sobre canastos plásticos de lavandería y rebalsando de bolsas de arpillera.
“Aquí tenemos una variedad mucho más amplia de chiles picantes que en cualquier otro lugar del mundo”, comenta Susana.
Efectivamente, fanáticos de los chiles picantes de todos los rincones del mundo, conocidos como “chileheads”, realizan peregrinaciones a este mercado para expresar su devoción ante el altar de este humilde pero adictivo fruto.
Por qué a los mexicanos les gusta tanto el picante
Susana saluda al vendedor como a un viejo amigo y comienza a señalar las diferentes variedades: chipotle de color marrón oscuro, cascabel de forma esférica, guajillo rojo desecado, serrano rojo y verde, mirasol de diez centímetros de largo, piquín con forma de bala y jalapeño.
En otro puesto me muestra unos habaneros, unos chiles de color naranja intenso con forma de linterna que se ven encantadoramente bellos. Apenas me acerco para agarrar uno, Susana sujeta mi brazo. “No toques esos a menos que estés usando guantes”, me dice. “Son peligrosamente picantes”. Si tocas un chile habanero con las manos descubiertas y luego inocentemente te frotas los ojos, la experiencia será muy dolorosa, agrega la experta.
Le pregunto qué pasaría si mordiera un pequeño trozo para probar. “¡Te explotaría la cabeza!”, me responde. Su tono y la seriedad repentina de sus profundos ojos marrones me convencen de que no está bromeando.
A pesar de la advertencia, no tardaría mucho en morder en anzuelo.
SE ESTIMA QUE una de cada cuatro personas come chiles picantes a diario. Son ingredientes habituales de la dieta de muchas personas en distintos lugares del mundo, desde México y Medio Oriente hasta Tailandia y Corea.
Primero fueron domesticados en Sudamérica, en la región que hoy ocupa Bolivia, unos 6.000 años atrás. Los incas llamaban “ají” a este fruto picante y los aztecas luego lo llamaron “chile”. Gracias a Cristóbal Colón, estas delicias se extendieron por toda Europa a fines del 1400. Comerciantes portugueses y españoles los llevaron a África y Asia, donde fue tal su éxito que al poco tiempo los locales comenzaron a considerar como propios estos frutos importados. Hoy, debido a la popularidad que adquirió el producto y la facilidad que presenta para la polinización cruzada, existen miles de variedades en el mundo. Los tailandeses consumen más cantidad de ajíes picantes que el resto del mundo (cinco gramos por persona por día). India produce mayor volumen de estos frutos que cualquier otro país (más de 800 mil hectáreas de plantaciones). El famosísimo condimento picante húngaro páprika (palabra que en latín significa “pimienta”), proviene de los pimientos rojos picantes y dulces que crecen en Europa Central y España.
Los chiles picantes han sido siempre parte del folklore en todos los rincones del mundo. Se utilizaban para detener vampiros y hombres lobo en Europa del Este, y en América Central y América del Sur se creía que brindaban protección contra el “mal de ojo”. En el norte de México aún se utilizan como ingredientes en pociones destinadas a causar males a enemigos y como remedio para combatir la resaca.
Sin embargo, cualquiera sea el lugar al que vaya, la primera regla parece ser: cuanto más picante, mejor. Recientemente, cerca del antiguo pueblo punyabí de Multan, un amigo paquistaní me contó sobre una variedad de chiles feroces que te hacían lagrimear: “No existe ningún chile que sea demasiado picante”.
¿Por qué los fanáticos desean probar chiles extremadamente picantes?
“La respuesta fácil es que estamos locos”, afirma Dave DeWitt (conocido también como el “Papa de los ajíes”), autor de distintos libros relacionados con este fruto y editor fundador de la revista Chili Pepper.
Pero también existe una explicación fisiológica. El organismo libera endorfinas para contrarrestar el dolor que produce un chile rojo picante. “Esas endorfinas generan una suave euforia, una ligera sensación de embriaguez, de intoxicación… con chiles”, comenta DeWitt.
Los aztecas clasificaron los chiles picantes según una escala maravillosamente descriptiva que incluye “picante” “súper picante” y “picante desenfrenado”.
Más recientemente, los científicos desarrollaron la escala Scoville. Los jalapeños suaves pueden llegar hasta 5.000 unidades Scoville, mientras que el aterradoramente picante habanero (el chile mexicano sobre el que me advirtió Susana Trilling) puede alcanzar hasta 300 000 unidades Scoville.
PARA VER DE PRIMERA MANO cuán potentes pueden ser algunos ajíes, viajo con Susana Trilling unas cinco horas hacia el oeste de la ciudad de Oaxaca hasta Chalcatongo. “Conoceremos a Annalyse Ramírez Martínez, la ‘Reina de los chiles’ de Oaxaca”, me explica Susana mientras nuestro auto trepa cada vez más alto por las montañas de Sierra Madre. “Es una cocinera experta y los platos con chiles son su especialidad”.
Cuando llegamos al bullicioso pueblo comercial, compramos un paquete de chiles costeños, pequeños chiles rojos desecados picantes. Se convertirían en el ingrediente principal de un plato, salsa de barbacoa, que Annalyse prepararía para nosotros.
El picor de los chiles se debe a un químico llamado capsaicina ubicado en la pared interna de la vaina del ají. Cuando llegamos a la modesta casa de madera de Annalyse, Susana comienza a explicar lo potente que puede ser esta sustancia. Los incas quemaban ajíes rojos para cegar temporalmente a los invasores españoles, y para castigar a quienes cometían actos indebidos, los mayas los obligaban a inhalar el humo ácido de ajíes ardientes. En la actualidad, el gas pimienta y el gas lacrimógeno que utilizan las fuerzas policiales contienen capsaicina.
Repentinamente, el chile costeño de aspecto engañosamente suave que había estado burbujeando en la cocina a gas de Annalyse, comenzó a humear. La pequeña cocina se llena de humo ácido y algo hostil. Mis ojos inmediatamente comienzan a llenarse de lágrimas y luego me sorprende un potente ataque de tos.
No logro soportarlo más de un minuto, salgo corriendo al patio y caigo de rodillas mientras intento respirar bocanadas profundas de aire fresco. Y creo que no comí ni uno hasta que no recuperé la compostura.
La historia del chile no es solo una historia de dolor y lágrimas. Los científicos descubrieron que un ají crudo contiene más vitamina C que una naranja. Investigadores de la Universidad de Nottingham en el Reino Unido han publicado hallazgos que muestran que la capsaicina sería capaz de matar tumores cancerígenos.
Otros estudios sugieren que esta sustancia reduce el colesterol y el dolor vinculado con artritis, diabetes y problemas musculares y articulares. Científicos del Instituto Max Planck de Alemania sostienen que los chiles también podrían prevenir la formación de coágulos. Los ajíes picantes también pueden aliviar los síntomas del resfrío común ya que ayudan a combatir la congestión y reducir la mucosidad.
“Pareciera que la versatilidad de los chiles no tiene fin”, afirma Danise Coon, coordinador de programas del Instituto de Investigación sobre Chiles de la Universidad Estatal de Nuevo México.
MI VIAJE A MÉXICO está por llegar a su fin y ya no puedo seguir posponiendo lo inevitable. Llegó la hora de probar el ají más picante de este país, el habanero. Una bolsa de plástico con media docena de ellos espera sobre el escritorio de mi habitación del hotel en la ciudad de Oaxaca. Teniendo presente la recomendación de Susana de no tocarlos con las manos descubiertas, valientemente me pongo antes un par de guantes descartables.
Aprendí que el agua es sencillamente inútil para apagar el incendio que los chiles picantes encienden en la boca. Tengo a mano, en cambio, un cartón de leche y un poco de yogur; las proteínas de la leche ayudan a neutralizar la capsaicina.
Como si fuera un cirujano, cuidadosamente corto una diminuta rebanada de la pulpa de una de las vainas que miden unos cuatro centímetros de largo. Con ayuda de un palillo, lo poso sobre mi lengua…
Instantáneamente estalla una bomba en mi boca. Mi lengua se incendia, siento como si estuviera recibiendo el impacto de un lanzallamas en mi paladar superior. “¡PICANTE, PICANTE, PICANTE!”, grito.
Mis ojos lagrimean y comienzo a sentir que me falta el aire. Gotas de sudor se deslizan por mi frente. Seguramente, pienso, mi cabeza pronto explotará. ¿Cómo es posible que una diminuta tajada de chile desencadene semejante golpiza?
Bebo de un trago la leche y el yogur pero pasan varias horas hasta que mi boca vuelve a sentirse medianamente normal. No recuerdo haber experimentado una estampida de endorfinas.
Más tarde ese mismo día, decido recompensarme con un pote de helado de mango que compro en un puesto del Mercado Benito Juárez. Aquel habanero parece un recuerdo lejano. Luego, al alzar la cuchara y acercarla a mis labios, el dueño del puesto me alcanza un pequeño bol y me pregunta: “¿Le gustaría un poco de salsa de chile sobre el helado?”.