Las plantas que despliegan sus pétalos solo en la oscuridad son como la poesía en flor.
De día, hylocereus undatus se resiste a la amistad. Este cactus trepador nativo de México y Centroamérica pero que prospera ahora en regiones tropicales y templadas alrededor del mundo, puede crecer hasta los diez metros de altura, colonizando árboles y paredes rocosas con sus tallos largos y carnosos, concentrados como los brazos de un pulpo. Va creciendo durante el año con una barricada de púas y, de pronto, una noche florece.
Más o menos al anochecer (dependiendo de en qué parte del mundo se encuentre, lo cálido que haya sido el día y el peso de las nubes), los brotes pálidos y cerosos, que parecen alcauciles alargados, comienzan a abrirse, mientras los sépalos de punta rosa se destapan milímetro a milímetro hasta que, a medianoche, se descubre: la flor se anuncia a sí misma, tan blanca que parece brillar, con finas cintas amarillas en su garganta. Su vida útil es cuestión de horas: a la luz del día, se retira y marchita, con un traje de fiesta convertido en harapos.
La fiesta de la floración que para muchas plantas se prolonga durante días y semanas en primavera y verano, se comprime entre las flores nocturnas en una sola y extravagante noche. Todo lo que queda para dar la bienvenida al despertarnos es una maraña de pétalos gastados: se ha perdido la fiesta.
Es una mera proyección de nuestro sentido de pérdida, ya que no somos el público elegido por las flores. Las flores nocturnas son balizas que reflejan la luz de la luna, haciendo un teatro para las polillas y al mismo tiempo para sus depredadores, los murciélagos, que recogen y dispersan el polen para mantener vivas las plantas. El florecer nocturno es una estrategia más que una poesía, exhibiéndose a propósito mientras que otras plantas duermen, cuando hay menos competencia para los polinizadores. Somos solo los pretendientes no invitados esperando un destello de su gloria.
Claro que puede ser esta misma indiferencia la que nos atrae, nos hace querer rechazar el sueño y los modales y permanecer en pie toda la noche (cuando suceden las cosas más interesantes). Durante la Gran Depresión, la gente hacía vigilias, poniendo anuncios en los diarios para proclamar que la floración en sus jardines era inminente.
A menudo la manifestación tenía el atributo de un milagro: en el libro de 2010 El calor de otros soles: La historia épica de la gran migración de los Estados Unidos, la escritora Isabel Wilkerson recuerda cómo, “una vez al año, y en una noche de mediados de verano que no se podía predecir”, su abuela invitaba a los vecinos a su porche en el estado de Georgia, en los Estados Unidos, a beber té y comer helado hasta que las flores del cereus se desperezaban en todo su esplendor.
En esos días, en el jardín botánico Tohono Chul de Tucson, Arizona, el personal vigila la mayor colección privada de Peniocereus greggii, otro cactus que florece por la noche y que se conoce como reina de la noche, aunque pasa gran parte de su vida con aspecto de ramas muertas.
Una vez que aparecen los brotes, se miden cuidadosamente hasta que alcanzan 12 centímetros. Luego, comienza la cuenta atrás y el público es bienvenido a pasear por senderos poco iluminados y espiar las flores.
La rareza y dificultad de predecir el evento puede hacer que presenciarlo se convierta en un acto de estatus. En la novela de 2013 de Kevin Kwan Locos, ricos y asiáticos, una familia obscenamente rica de Singapur reúne a una multitud para rendir homenaje a la especie tan hua, en chino, y parte del término idiomático tan hua yi xian: “gloria efímera”. (En China, después de marchitarse, estas flores se secan y se añaden a la sopa, supuestamente con propiedades detox).
Pero a la planta, y a su flor, le importaban poco los huéspedes glamurosos y su deseo de espectáculo: no sigue ningún horario y se abre a su elección.
No todas las flores nocturnas tienen vidas tan breves. Algunos, como la tuberosa y la gardenia, se abren durante el día, pero crecen con más fuerza y potencia tras la puesta de sol, exudando una fragancia dulzona y densa que titubea al descomponerse. Es en parte trabajo del indol, un compuesto aromático presente en sustancias que huelen mal, como el alquitrán de carbón y las heces, que en pequeñas cantidades da a la más delicada de las flores una opulencia casi animal.
Otras floraciones nocturnas despliegan olores como llamadas de sirena: las cremosas espirales de la vid de la flor de la luna desprenden una esencia a vainilla y protector solar, mientras que las campanillas de la brugmansia son más francas y almizcladas, casi narcotizantes.
Todavía recuerdo, de adolescente, la sensación de madreselva en las noches de finales de la primavera, cuando me paraba descalzo en la hierba húmeda. Olía a madurez, a conocimiento, y a todo lo que nunca me habían dicho. “¿Cómo puedo ir a dormir?” escribió una vez la poetisa estadounidense Louise Glück sobre una noche acosada por las exhalaciones de la flor de azahar:
“¿Cómo puedo contenerme cuando todavía hay ese olor en el mundo?”
The New York Times Magazine (11 de octubre de 2021), Copyright © New York Times, nytimes.com