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6 animales sorprendentes

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Un perro que practica el surf, un gato sanador y otras cuatro mascotas asombrosas.

Perro surfista

Quienes visitan la  playa Waikiki, en Hawai, se sorprenden al ver a un surfista de cuatro patas que se desliza sobre las olas, pero los que van allí a menudo no se inmutan. Saben que ese doguillo de ocho años es Bugsy, una leyenda local cuyo dueño, David Yew, le enseñó a surfear.

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A David, de 39 años, se le ocurrió la idea mientras paseaba con su perro por la playa y se toparon con una estatua de un surfista. Colocó a Bugsy sobre la tabla para sacarle una foto, y la escena le pareció tan natural que decidió dar el siguiente paso. Pronto, los dos surfeaban juntos. “La primera vez que salimos, Bugsy nadó hasta el frente de la tabla y se aferró a ella con las patas”, cuenta David.

El dúo usa una tabla de 3.35 metros de largo acolchada con goma. “Le permite a Bugsy asirse mejor”, dice David. No es que al perro le moleste caer de la tabla. Le encanta el agua, y nada tan bien que a su dueño le cuesta trabajo seguirle el ritmo.

Bugsy no siempre fue tan retozón. Dos días después de que David, médico especializado en urgencias, adoptó al cachorro de 12 semanas en un albergue, Bugsy enfermó de pulmonía. David lo llevó a un hospital veterinario, y allí lo dejó hasta que ya no pudo pagar los cuidados. Como el perro aún no se aliviaba, su amo construyó una sala de terapia en su casa. Cubrió con plástico un acuario vacío para tratar al perrito con un nebulizador, y le inyectó antibióticos. Bugsy superó la enfermedad.

Desde entonces, han sido compañeros inseparables. “Salvarle la vida a Bugsy creó una confianza incondicional entre nosotros”, dice David. “Sabe que lo cuidaré pase lo que pase”.

Quizá sea eso lo que nutre el espíritu de Bugsy. Surfean juntos una vez a la semana, y han compartido otras aventuras, entre ellas el paracaidismo. En la boda de David con la dentista Aimee Kim, en 2009, Bugsy, ataviado con esmoquin, portó los anillos en una almohadilla atada a su lomo.

Los dos amigos han renunciado al paracaidismo a insistencia de Aimee, pero, ¿guardar la tabla? “De ninguna manera”, dice David. “Quiero que este perro experimente la misma alegría que disfruto yo en la vida”. 

Dulce paseo

Rocky, un caballo capón de pelaje castaño, una pata blanca y un manchón blanco en la nariz, era muy difícil de controlar. Incluso a los jinetes experimentados les daba problemas a veces. Su dueña, Suanne Stenger, de Worden, Montana, lo describía como “nervioso e hiperactivo en cuanto lo sacan de la cuadra”.

Su hija, Bailee, de cinco años, no parecía que pudiera montar a Rocky. Le habían diagnosticado epilepsia dos años antes, y sufría decenas de ataques al día. Con todo, le encantaban las carreras a caballo con barriles, lo que era natural en una familia de aficionados al hipismo y los rodeos. Su abuela exhibía caballos Appaloosa en ferias, su padre alguna vez había montado toros, y su madre también competía en carreras con barriles.

Un día, cuando Scooty, el caballo de Bailee, enfermó durante una carrera, la niña pidió montar a Rocky. La idea no le agradó a su madre al principio. “Temí que no pudiera controlarlo”, cuenta Suanne. Sin embargo, una vez que la pequeña estuvo sentada en la silla, Rocky se convirtió en otro caballo. Trotaba despacio, y obedecía todas las órdenes que le daba la niña. Su espíritu inquieto se esfumó como por arte de magia.

Bailee también se transformó. A lo largo de los meses siguientes, mientras montaba a Rocky, sufrió menos ataques epilépticos. A lomos del animal, se sentía en paz.

Tan sintonizados estaban el caballo y la niña, que se tranquilizaban mutuamente, incluso en circunstancias aterradoras. En una ocasión, mientras le colocaba el freno y las riendas a Rocky, Bailee cayó al suelo y empezó a sufrir convulsiones, tendida entre las patas delanteras del animal. Otro caballo probablemente se habría encabritado e incluso habría pisoteado a la pequeña, pero Rocky se mantuvo en su sitio. De hecho, se quedó protegiendo a Bailee como un centinela hasta que Suanne llegó corriendo para auxiliar a su hija.

En enero de 2007, Bailee fue sometida a una operación cerebral para aminorar los ataques. Para el último fin de semana de mayo, había mejorado tanto que quiso montar a Rocky en una carrera estatal. La pareja ganó premios en las pruebas en que compitió dos días seguidos.

El vínculo entre la niña y el caballo se fortalece con cada año que pasa. “Él sabe que estoy chica y que no puedo responsabilizarme por las cosas”, dice Bailee, hoy de 12 años. “Así que él toma el mando, y arrancamos”.

Fanática del orden

Una mañana, en Fairfax, Virginia, una perra pastora escocesa llamada Paige sube a la cama de su dueña, Lauren Girard, de 25 años, y la despierta poniéndole una pata encima, como hace todos los días; luego toma una esquina de la cobija con los dientes y tira de ella. Lauren abre los ojos y se echa a reír.

Esta joven trabaja como química en el Centro de Medicina Veterinaria de la Administración de Alimentos y Fármacos de Estados Unidos, y siempre está muy ocupada. Por fortuna, Paige la ayuda de muchas maneras. Recoge la ropa sucia de Lauren y la lleva al cuarto de lavado; después de una comida, le pasa los platos a su dueña para que los lave, e incluso guarda las compras del supermercado: primero abre la puerta del refrigerador tirando de un paño atado a la manija, y luego mete los víveres (aunque le cuesta trabajo no comerse las salchichas).

Lauren encontró a Paige por medio de un anuncio en Internet hace tres años. Cuando la llevó a casa, la perra tenía ocho semanas de edad y no obedecía ninguna orden. Lauren la inscribió en una escuela de adiestramiento, y Paige pronto sobresalió en el aprendizaje. No tardó en echarse y rodar sobre su cuerpo. Le gustaban tanto los ejercicios, que prácticamente suplicaba que le enseñaran trucos más complicados. Poco después, con ayuda de Lauren, aprendió diversas tareas, como recoger un juguete del suelo, caminar hasta la caja de los juguetes y depositarlo dentro.

“Paige es increíblemente lista y rebosa energía”, dice la joven. Cuando llega la hora de dormir después de un día ajetreado, Paige corre a acomodarse en su cama. Se echa, toma una esquina de la manta y se enrolla en ella. Al otro día, vuelve a despertar a Lauren y la ayuda para que se vaya al trabajo. No hay duda de que tiene bien adiestrada a su dueña.

Amigo emplumado

El polluelo de águila de cabeza blanca tenía rotas las alas, estaba infestado de piojos y se moría de hambre. Lo habían encontrado en un campo de golf, quizá botado del nido por otras crías más fuertes, y lo llevaron al Centro Sarvey de Cuidado de Animales Silvestres, en Arlington, Washington, donde quedó a cargo del voluntario Jeff Guidry, hoy día de 56 años. Al parecer, entre los dos se formó un lazo afectivo al instante. “Apenas lo vi, quise ayudarlo”, cuenta Jeff.

Un águila que no puede volar por lo general muere, pero este polluelo no se daba por vencido. Jeff lo bañó y lo alimentó con papillas; luego le dio carne de rata, salmón y codorniz de la despensa del Centro Sarvey. Aunque jamás volaría, sobrevivió, y Jeff lo llamó Freedom (“libertad”).

Al ir creciendo, afloraron los rasgos distintivos de su especie: las plumas blancas de la cabeza, la grácil cola, también blanca, y el pico y los ojos de color amarillo vivo. Jeff lo adiestró para que se dejara poner la pihuela, una correa que llevaba atada a la mano enguantada. Recorrían el bosque que rodea el Centro Sarvey y las riberas del río Skagit.

Dos años después, Jeff se encontró un nódulo en el cuello que resultó ser un linfoma no de Hodgkin en fase 3. Mientras se preparaba para la quimioterapia, un amigo suyo le habló de la visualización, técnica que consiste en concentrarse en una imagen positiva para favorecer la curación. Jeff visualizó a Freedom. Ocho meses después del diagnóstico, lo declararon libre de la enfermedad.

Ese día volvió al Centro Sarvey para caminar por el bosque con Freedom. Cuando empezó a atarlo a la pihuela, el águila desplegó las alas y con ellas envolvió la cabeza de Jeff en un abrazo conmovedor, una acción nada común en las aves y que Freedom jamás había realizado antes.

Hoy día Jeff y su amigo emplumado visitan escuelas y asisten a convenciones por toda la región noroeste del país para enseñar a otros sobre la conservación de la fauna silvestre, y sobre el vínculo que puede forjarse entre seres humanos y aves. “Su espíritu es maravilloso”, afirma Jeff.

Un guardián fiel

El 11 de marzo de 2010, un aullido resonó en la casa de la familia Wiederin, en Omaha, Nebraska. Luego Teresa Wiederin, de 41 años, oyó a Jobe, su perro de raza vizsla, correr por el pasillo y chocar contra la puerta de su cuarto. Jobe la abrió de un empujón, sujetó la muñeca de Teresa con el hocico y la condujo a la sala, donde su hijo, Dominic, de 19 años, yacía en un sillón; le estaba dando un ataque de alergia y no podía respirar. Jobe lo asió de la sudadera con los dientes y tiró con fuerza para incorporarlo. Teresa le puso una inyección de epinefrina a su hijo, y luego su esposo lo llevó en su auto al hospital.

La primera vez que Dominic vio a Jobe, una tarde de verano de 2008, no tenía idea de lo importante que sería para él. Mientras este estudiante de bachillerato volvía a casa de su empleo de medio tiempo, vio un maltrecho perro negro vagando a la orilla del camino. Sin pensarlo, detuvo su auto y abrió la portezuela derecha. El perro trepó y se echó a su lado.

Ya en casa, Dominic les pidió a sus padres que lo dejaran quedarse con el perro. A ellos no les entusiasmó la idea, menos aún luego de que un veterinario examinó al perro y dijo que tenía algunas costillas rotas, el rabo magullado, lombrices y quistes alrededor de los ojos. La raya blanca que tenía en el lomo en realidad era una herida que no había cicatrizado bien, y el animal ni siquiera era negro: simplemente estaba muy sucio.

Un baño puso al descubierto un bonito pelaje rojizo. Cuando el veterinario aseguró que era posible curarlo, los padres de Dominic permitieron que lo adoptara. El muchacho llamó Jobe al perro y, gracias a sus cuidados, recuperó la salud.

Jobe pronto tendría oportunidad de devolverle el favor… con creces. Dominic sufrió el primer ataque de alergia cuatro meses después, mientras comía en un restaurante con algunos amigos. De repente le salieron ronchas y no podía respirar. Lo llevaron a toda prisa a la sala de urgencias de un hospital. Los médicos determinaron que la reacción la habían provocado los condimentos de la salsa de la carne que había comido. Dominic luego supo que el tomate, las nueces, el maíz, el pimentón, el arroz y la caspa de los gatos eran algunos de los alergenos que podían ocasionar que se le cerrara la garganta y le dificultaran la respiración. Desde entonces ha sufrido más de 100 ataques que han hecho peligrar su vida.

Ahora Jobe cuida de él. Es cariñoso, sensible y protector. Día y noche permanece cerca de Dominic, e intuye cuando se encuentra en dificultades. “Puedo estar tranquila”, dice Teresa, “porque sé que Jobe está de guardia, cuidando a Dominic”.

El muchacho lo expresa en forma más sencilla: “Yo lo salvé. Ahora, él me salva a mí”.

Gatito salvador

Un gato negro y blanco con la espina dorsal rota yacía sobre la mesa de reconocimiento de la veterinaria Betsy Kennon, en Pittsburgh, Pensilvania. Un cliente lo había llevado a toda prisa al consultorio después de que su perro llegó a casa con el felino en el hocico. El hombre estaba muy angustiado, pues creía que su mascota le había provocado las lesiones; sin embargo, Betsy, de 56 años, no encontró marcas de dientes ni heridas por perforación en el cuerpo del minino, y le dijo que estaba segura de que el perro, en vez de lastimarlo, lo había salvado.

Con todo, Betsy pensaba que el gato era un caso perdido. Otros veterinarios habrían sacrificado un animal tan gravemente lesionado, pero ella no podía. Los ojos del minino y sus maullidos de dolor la habían conmovido. El gato no tenía collar de identificación, así que Betsy decidió quedarse con él. Le aplicó una serie de inyecciones y le dio de comer. El animalito no podía mover las patas traseras, pero pronto empezó a arrastrarse con las delanteras. Betsy le puso por nombre Scooter [“patineta”], y se comunicó con una empresa que fabrica soportes rodantes para animales inválidos. Scooter se adaptó a las ruedas con absoluta dignidad y gallardía.

Betsy estaba convencida de que su gato podía compartir su buen ánimo con personas enfermas, así que lo llevó al Hospital de Rehabilitación de Harmarville para que lo probaran como mascota terapéutica. Su primera paciente fue una mujer mayor que había sufrido un ataque de apoplejía y llevaba dos días sin poder hablar. Scooter saltó de los brazos de su dueña a la cama, se acercó a la paciente y se acurrucó cerca de su mejilla, al tiempo que ronroneaba con suavidad. Al verlo, la mujer susurró “Gatito” y empezó a hablarle.

Asombrada, Betsy se volvió hacia la terapeuta… y vio que estaba bañada en lágrimas. El gato había obrado un pequeño milagro. Hoy día Scooter pasa unas 10 horas al mes trabajando con pacientes que se recuperan de lesiones y enfermedades. Betsy ve cómo su gato les da esperanza y consuelo. Como dijo una paciente a la que le amputaron una pierna: “Si él puede hacerlo, yo también podré”.

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