¿Un inspector de sanidad aprobaría su estado?
La noche anterior a que viniera a mi departamento una inspectora de salud, tuve una breve pesadilla en la que una mujer de expresión adusta y con bata de laboratorio se arrastraba por el piso de mi cocina con unas pincitas.
Así que cuando llegó el momento de darle la bienvenida a la verdadera inspectora, Beth Torin, una de las primeras frases que pronuncié sonó descortés:
“Su presencia en mi casa me aterra”. Torin buscó su gafete en la bolsa y dijo: “Mi madre me dice lo mismo respecto a su cocina”. Con un medidor del tamaño de la palma de la mano, Torin comprobó los niveles de monóxido de carbono dentro del departamento y así se aseguró de que funcionaba la campana extractora. Satisfecha, me preguntó luego si podía lavarse las manos. Le señalé con orgullo la pileta de la cocina, donde había colocado meticulosamente toallitas antibacterianas y jabón líquido.
Me quedé consternada cuando escuché: “No se permite lavarse las manos en la pileta de la cocina. Tosí cuando entré por la puerta. ¿Quién sabe dónde han estado metidas mis manos?” Dondequiera que se hayan metido, los microbios que portaban se encontraban ahora en la misma pileta donde enjuagaba yo la lechuga.
Si el paseo en trineo que era esta inspección acababa de recibir su empujón inicial cuesta abajo, avanzó luego en picada, por una compuerta de suciedad salpicada de desechos. Lo más desastroso, según lo determinó Torin, era que mi heladera tenía una temperatura mayor a los 5 ° C requeridos, al igual que los alimentos que guardaba. No sabía yo que tenía este problema porque no tengo un termómetro en la heladera.
Éstas me parecieron en su mayoría violaciones legítimas, al igual que mi averiado termómetro para la carne.
Pero luego Torin empezó a decirme una serie de preocupaciones que jamás se me habían ocurrido: los repasadores que empleaba yo para limpiar las superficies no se encontraban empapándose en una solución desinfectante; la tabla de cortar tenía muchas muescas y ranuras y, por lo tanto, podían reproducirse en ella bacterias.
Cuando, al ver alimento para gato en una alacena, me preguntó si tenía un gato, le contesté que sí, mas no revelé que mi novio y yo en realidad tenemos dos (los animales están prohibidos en los restaurantes). Entonces llevé al comedor a escondidas los bocaditos para mis invitadas antes de que Torin pudiera retarme por albergar esos mariscos deficientemente refrigerados. Como dicen ahora en la televisión: no estoy aquí para hacer amistades, sino para ganar.
Torin sumó las violaciones en una hoja de trabajo: 77. Reprobada. (Si un restaurante neoyorquino recibe más de 14 puntos, un inspector vuelve a las dos semanas.) Luego ofreció un pequeño elogio: “Su bote para la basura cubierto es una maravilla”.