Descubrí su humor, incluso cuando está deprimido y hastiado de la humanidad
El cineasta cómico vivo más famoso de los Estados Unidos no entiende por qué mucha gente lo considera torpe y tonto. Neurótico, tal vez, pero ¿tonto? “Siempre fui un deportista excepcional, al que elegían primero para cualquier juego a la hora del recreo”, afirma. “Fui muy popular en la escuela y siempre tuve mucho éxito, así que nunca me sentí un tonto”.
Son su físico delgado y sus gruesos lentes de armazón negro los que lo han traicionado, señala, antes de autodefinirse con esta genial descripción:
“Si existe un hombre común y corriente, ese soy yo. Cuando llegue a casa esta noche no voy a sentarme a leer una novela de Dostoievski. Abriré una cerveza y veré un partido de los Yankees”.
Allen, de 73 años, sin duda es víctima de su éxito. Se hizo famoso interpretando papeles como el del maltratado probador de productos (¡los productos lo maltrataban!) con el nombre de Fielding Mellish en “Bananas”, y en “Robó, huyó y lo pescaron”, interpretó a un asaltante de bancos inepto que tiene problemas para convencer a los cajeros de que habla en serio.
Aunque diga lo contrario, Woody en realidad nunca ha sido un tipo común y corriente. Y los recuerdos que tiene de sus inicios como comediante lo confirman. Eso fue a mediados de la década de los 50, y él, de 20 años, había encontrado el Santo Grial del humorismo: escribir para el programa de televisión Caesar’s Hour, del cómico Sid Caesar. Iba a trabajar al lado de futuras leyendas como Mel Brooks, Neil Simon y Larry Gelbart.
Allen más bien es complejo. No lo catalogues como un simple chiflado, o no podrás gozar del intrincado genio que lo distingue. Es uno de los pocos cineastas capaces de matar de risa con una frase aguda (“No deseo alcanzar la inmortalidad a través de mi obra; la quiero alcanzar no muriendo”); con un brillante gag visual o con bufonadas de antología.
El cineasta es el equivalente cómico de Los Beatles, que intercalaban las baladas de amor con el rock pesado.
Allen se valió de esta complejidad para construir una carrera cinematográfica increíblemente exitosa y con sello propio. Muy al principio, decidió filmar películas como las que tanto disfrutó en su infancia. Inspirado en esos films, decidió agregar a los suyos un toque muy personal. En vez de estrellas distinguidas como William Powell y Myrna Loy, sus personajes son, dice, “neoyorquinos inteligentes y ricos que hacen psicoanálisis y tienen problemas con sus relaciones interpersonales”.
Las relaciones tortuosas son el meollo de su película más reciente, “Vicky Cristina Barcelona”, aunque en ella también examina otra de sus principales obsesiones: lo injusta que puede ser la vida. En una escena, un pintor dice de su padre, un poeta que se niega a publicar sus versos: “Reafirmá la vida a pesar de todo”.
“Los dilemas morales son iguales ahora que al comienzo de los tiempos. Los seres humanos somos depredadores y competitivos”, afirma convencido.
“Los problemas de hoy son el calentamiento global y la guerra en Darfur, pero es lo mismo. Todavía no nos queremos unos a otros. Siempre he creído que si los intolerantes se salieran con la suya, eliminarían a todos los negros y a todos los judíos; luego acabarían con otro grupo y con el siguiente, y al final, cuando sólo quedaran dos personas en la Tierra, la diestra se volvería contra la zurda”.
Claro que lo obvio al discutir dilemas morales con Woody Allen sería plantearle los suyos, sobre todo el enredo Woody-Mia-Soon-Yi. Para quienes no sepan, Soon-Yi era hija adoptiva de Mia Farrow, en ese entonces pareja del cineasta. La situación se puso fea cuando Woody, quien tenía 56 años, huyó con Soon-Yi, de 21. Ellos se casaron hace once años y tienen dos hijos.
Sin embargo, no toco ese tema. Además, como la mayoría de sus admiradores, aunque no apruebo lo que hizo, simpatizo con su neurosis y su actitud desafiante de “no soy ningún tonto”. Por lo tanto, le hago la única pregunta que se me ocurre:
— ¿Por qué sos tan depresivo?
— No sé. Tal vez sea algo químico —responde—. Mi madre me dijo alguna vez que cuando cumplí cinco años me volví sombrío.
— ¿Sombrío? ¿Hasta qué grado? Una de las películas que menos le gustan es “¡Qué bello es vivir!”, la optimista y lacrimosa obra de Frank Capra.
— Me parece tonta —dice.
La película, por supuesto, es un somnífero para un tipo como él, quien piensa que la vida apesta.
— ¿Cómo volverías a filmarla para que no fuera tonta?
— Haría que el ángel de la guarda salvara a Jimmy Stewart en el puente —dice—, y que luego Stewart decidiera volverse un asesino en serie.
— ¿Por qué no buscás a Dios sencillamente? —le pregunto—. ¿No te facilitaría las cosas?
Allen no es creyente. Una vez resumió su postura con esta frase: “Para ti, soy ateo; para Dios, un opositor leal”.
— Si de verdad uno tiene fe —responde—, si cree que la vida tiene mucho más de positivo, entonces, por supuesto, la fe es algo maravilloso. Sin embargo… no logro convencerme. Si me encuentro al lado de un verdadero creyente, lo miro y pienso: pobre, de veras se engaña. Pero —admite—, sé que su vida es mucho mejor que la mía.
Lo que mantiene a Woody Allen en equilibrio es su trabajo, razón por la cual ha realizado en promedio una película por año durante los últimos diez. Y ahora encara una nueva aventura: dirigir una ópera cómica de Puccini para la Ópera de Los Ángeles.
Entre tanto, ya está trabajando en dos películas nuevas. Y este genio cómico, depresivo y tonto —o lo que sea— parece ser auténticamente feliz. Su trabajo lo relaja, dice. “Es como la terapia de un paciente internado en un manicomio”.
¿Te gustan las películas de Woody Allen? ¿Qué encontrás en ellas de distinto?