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La vida secreta de David Lee Roth

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La curiosa historia de amor entre el cantante estadounidense de hard rock, David Lee Roth, y su esposa que se casó sin saber quién era él.

Cuando tenía 20 años, un hombre que apenas conocía me propuso matrimonio sin anillo.

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Yo acepté.
Nuestros amigos estaban preocupados por lo intempestivo de la decisión de casarnos y mudarnos del estado de Tennessee a la ciudad de Nueva York. Recibí una carta de un anciano de la iglesia donde me sugería que esperara hasta conocer mejor a mi prometido y sus amigos organizaron una intervención muy emotiva. Uno de nuestros profesores de la universidad también cuestionó la decisión. Mi madre no se refería a él por su nombre, David, sino por su apodo “el desconocido”.
Pero estábamos enamorados. Después de rechazar el programa de orientación prematrimonial, David y yo nos casamos y nos mudamos a Manhattan. Podíamos ver el Empire State por la noche si estirábamos un poco el cuello desde la chirriante escalera de incendio de nuestra casa. Mi vida era tan romántica como una canción de amor. Luego sonó el teléfono.
“¿Podría hablar con David?”, preguntó una mujer con voz sensual.

Le alcancé el teléfono a mi flamante esposo y él cortó rápidamente.

“Número equivocado”, dijo.

Horas más tarde, sonó de nuevo. Otra mujer. Me quedé merodeando cerca del teléfono. ¿Mi aparentemente fiel esposo tenía una doble vida?

Otro número equivocado, dijo. Las llamadas eran cada vez más frecuentes, a toda hora del día y de la noche. Esto se volvió tan común que ya no me sorprendía cuando aquellas voces susurrantes se transformaban en suspiros de decepción.

David siempre cortaba exasperado. ¿O acaso era una actuación?

Yo anotaba los mensajes cuando él no estaba. Desiree. Brandy. Jill. En algunos casos, se irritaban cuando les decía que no estaba en casa. Una de las mujeres se largó a llorar. “Estuvimos juntos ayer”.

“¿Adónde?”, pregunté.

“En Soho”, dijo ella, refiriéndose a un barrio cercano. Mi esposo trabajaba a cuatro kilómetros de distancia en un estudio de abogados del centro de Manhattan durante el día, o al menos eso me había dicho. ¿Acaso había cometido un terrible error? Mis amigos tenían razón, ni siquiera lo conocía. Tal vez nuestra relación era una farsa total. Había escuchado historias de personas que después de casarse descubrían que sus parejas tenían vidas paralelas.

“¿Estamos hablando del mismo David? ¿Alto, rubio?”.

“Y apuesto”, agregó ella sarcásticamente. “¿Vas a decirme que es número equivocado? Estoy leyendo la nota que él mismo me escribió”. Leyó el número telefónico. Era el nuestro.

Estaba confundida y herida. En lugar de escuchar las voces femeninas en el teléfono, yo solo escuchaba en mi cabeza las advertencias de mis amigos que había ignorado.

“¿Qué está sucediendo realmente aquí?”, le pregunté después de reunir el coraje necesario para confrontar a mi esposo. “Las llamadas equivocadas no suelen llamarte por tu nombre”.

Pero David estaba casi tan perplejo como yo. Al menos eso aparentaba.

Finalmente, un hombre llamó.

“Lo siento, está trabajando”, dije.

“Todo el trabajo debe pasar por mí”, respondió molesto. No estaba segura de cómo se distribuían los casos en los estudios de abogados, pero al parecer David no lo estaba haciendo bien.

“¿Quién es usted?”, pregunté.

“Conozco a David hace mucho”, dijo. “La pregunta es: ‘¿quién eres tú?’”.

Su argumento parecía sensato. La nueva incorporación era yo. Buscaba amor tan desesperadamente que ignoré todos aquellos detalles inoportunos, como apenas conocer al hombre con el que me había casado.

“Soy su esposa”. Esa nueva etiqueta se sintió pesada en mi boca.

Hubo silencio por un instante. Y luego más silencio.

“¡Cómo no me dijo nada acerca de ti!”, explotó.

“Fue espontáneo”, respondí yo antes de lanzarme a justificar por qué nos habíamos casado tan pronto, pero con menos entusiasmo que el que mostraba antes.

“Voy para allá ahora mismo”, dijo. “Tenemos que arreglar esto”.

“¡Yo no soy un problema que deba arreglar!”.

“¿Estás…”, hizo una pausa y luego bajó la voz, “… embarazada? ¿Estás esperando un pequeño David Lee?”.

“¿Lee?”, pregunté. “El segundo nombre de mi esposo es Austin. ¿De qué habla?”.

“Conozco bien el nombre de mi propio cliente”.

“¿Cliente?”, pregunté. “Estoy hablando de David French, el abogado”.

“Yo estoy hablando de David Lee Roth, el cantante”.

Roth, líder de Van Halen, era una de las más grandes estrellas de rock de los 80s. Usaba una enorme melena de cabello dorado y solía hacer movimientos acrobáticos sobre el escenario. Siempre estaba rodeado de mujeres.

 

Mi David usaba anteojos y traje, y a veces se disfrazaba para el estreno de alguna película nueva de La guerra de las galaxias o El señor de los anillos.

Se trataba de un inmenso malentendido. Aparentemente, la estrella de rock había cambiado su número de teléfono justo antes de que nos mudáramos a Manhattan pero aún daba su antiguo número a las mujeres que conocía pero que no le interesaba continuar viendo. Así fue cómo nos convertimos en el servicio de recepción de mensajes de Da­vid Lee Roth.

Más tarde ese mismo año, hasta atendimos llamadas del padre de Roth.

Una vez que logramos descifrar aquella encrucijada, el hombre del otro lado del teléfono, su agente evidentemente, suspiró aliviado. Un momento después, ambos reíamos por lo absurdo de la situación. Ninguno había sido traicionado.

Pero durante el tiempo que duró la transición a un nuevo número para David Lee Roth, yo había comenzado a dudar del hombre con el que me había casado. Qué frágil es el amor, pensé. Sorprendentemente, resultó ser resiliente. Nuestro amor sobrevivió dos padres con cáncer, un tumor en una de mis mamas y una enfermedad crónica. Se mantuvo firme a lo largo de un embarazo complicado, un nacimiento prematuro, y una adopción.

Como tan acertadamente recita la letra inm­ortal de “Jump”, uno de los grandes éxitos de Van Halen, “tienes que lidiar con los golpes para llegar a lo real”.

EXTRAÍDO DE washingtonpost.com (30 DE DECIEMBRE DE 2019), COPYRIGHT © 2019 POR NANCY FRENCH

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