Douglas Preston, nos cuenta lo que aprendió de Su Santidad en la nieve semi derretida.
A mediados de la década de 1980, yo vivía en Santa Fe, Nuevo México, y apenas podía ganarme la vida como escritor de artículos para revistas, cuando recibí una asignación muy peculiar. El Dalai Lama recibió el Premio Nobel de la Paz en 1989.
Mi amigo tibetano Thondup, quien supo que estaba planeando un viaje a los Estados Unidos, lo invitó a que visitara nuestra ciudad. El Dalai Lama aceptó. En ese momento, no era la celebridad internacional que es hoy en día. Viajó solamente con algunos monjes, que en su mayoría no hablaban inglés. Ni llevaba dinero con él.
A medida que se acercaba la fecha de la visita, Thondup entró en pánico. Llamó a la única persona que conocía del gobierno, un hombre joven llamado James Rutherford, que era el encargado de la galería de arte del gobernador. Rutherford tenía un genio especial para la organización. Se encargó de coordinar la visita del Dalai Lama.
Rutherford pidió prestada una limosina extra larga de un adinerado marchante de arte, y le pidió a su hermano Rusty que la manejara. Convenció a los propietarios de Rancho Encantado, un complejo turístico de lujo en las afueras de Santa Fe, de que proporcionaran alimentos y alojamiento gratis. Me pidió que trabajara como el secretario de prensa del Dalai Lama.
El Dalai Lama llegó el 1o de abril de 1991. Estuve a su lado desde las 6 de la mañana hasta la noche. Viajar con él fue una aventura. Estaba feliz y lleno de entusiasmo: hacía preguntas y bromeaba sobre su inglés malo. Se detenía y hablaba con todo el mundo, sin importar cuantas personas le pidieran que se apresurara para llegar a su próxima cita. Cuando te hablaba, era como si bloqueara al resto del mundo para enfocar toda su compasión, atención, preocupación e interés en uno.
Se levantaba todas las mañanas a las 3:30 de la madrugada y meditaba durante varias horas. En Santa Fe tuvo que asistir a cenas, la mayoría de las noches hasta muy tarde. Como consecuencia de ello, todos los días después del almuerzo lo llevábamos nuevamente a Rancho Encantado para que durmiera una siesta.
El penúltimo día de su visita, el Dalai Lama almorzó con senadores de Nuevo México y el gobernador del estado. Durante el almuerzo, alguien mencionó que Santa Fe tenía un área para esquiar. El Dalai Lama aprovechó este comentario y comenzó a hacer preguntas sobre el esquí: si era difícil, quiénes lo practicaban, qué tan rápido se deslizaban, cómo evitaban caerse.
Después del almuerzo, la prensa se dispersó. Generalmente no pasaba nada cuando el Dalai Lama y sus monjes se retiraban para descansar. Pero esta vez algo ocurrió. A mitad de camino hacia el hotel, la limosina del Dalai Lama se detuvo a un costado de la ruta. Un momento más tarde, Rusty salió y se acercó a nosotros. Se apoyó en la ventana del auto.
“El Dalai Lama dice que quiere ir a las montañas a ver esquiar. ¿Qué debo hacer?”
“Si el Dalai Lama desea ir a la estación de esquí”, dijo Rutherford, “vamos a la estación de esquí”.
La limosina hizo un giro en U y manejamos de vuelta atravesando la ciudad y en dirección a las montañas. Cuarenta minutos más tarde, nos encontrábamos en la estación de esquí. La montaña aún estaba abierta. Nos detuvimos debajo de la cabaña principal. Los monjes salieron en tropel de la limosina.
Rutherford desapareció y regresó cinco minutos más tarde con Benny Abruzzo, cuya familia era la propietaria del área de esquí. Abruzzo se quedó sorprendido de encontrar al Dalai Lama y a sus monjes deambulando en la nieve,vestidos únicamente con sus togas. Miraban con gran interés la actividad, el zumbido de los elevadores, los esquiadores que iban y venían, y las pistas de esquí que se elevaban hacia el cielo.
“¿Podemos subir a la montaña?”, le preguntó el Dalai Lama a Rutherford.
Rutherford recurrió a Abruzzo. “¿Puede hacerlo?”?“Supongo que sí”. “¿Solo él o…?” Abruzzo asintió con la cabeza mirando a los otros monjes. “Todos”, dijo Rutherford.
Abruzzo habló con el operador de la telesilla. Luego, abrió las cuerdas. Cientos de esquiadores que esperaban se quedaron mirando con escepticismo cuando avanzaron los cuatro monjes tomados de los brazos y dando pequeños pasos.
Debajo de sus togas color granate y azafrán, el Dalai Lama y sus monjes llevaban el mismo tipo de calzado: mocasines tipo Oxford. Los mocasines son terribles para la nieve.
El operador detuvo la máquina, una fila de sillas por vez, para permitir que todos se sentaran en grupos de cuatro. Terminé sentado junto al Dalai Lama, con Thondup a mi izquierda.
El Dalai Lama me miró. “Cuando vengo a tu ciudad”, dijo, “veo montañas por todos lados. Hermosas montañas. Y por eso toda la semana quiero ir a las montañas”. El Dalai Lama tenía una manera de hablar enérgica y enfaztizaba ciertas palabras. “Y me cuentan muchas cosas sobre este deporte, el esquí. Nunca antes vi esquiar”.
“Verá a gente esquiando a medida que subamos”, le dije.
“¡Qué bien! ¡Qué bien!”.
Emprendimos la subida a la montaña. La telesilla era antigua y no tenía barras de seguridad, pero esto no parecía preocupar al Dalai Lama, que hablaba animadamente sobre todo lo que veía en las pistas. Cuando señalaba y se inclinaba hacia adelante, Thondup le rogaba a Su Santidad que por favor se sentara contra el respaldo, se sostuviera del asiento y no se inclinara tanto.
“¡Qué rápido van!”, dijo el Dalai Lama. “¡Miren a ese niño!”
Miramos abajo hacia la pista para principiantes y los esquiadores no se estaban moviendo para nada rápido. Fue ahí, cuando un esquiador experto ingresó a la pista desde una más alta, y a toda velocidad. El Dalai Lama lo vio y dijo: “¡Miren! ¡Va demasiado rápido!” “¡Va a chocar contra el poste!”. Ahuecó sus manos, gritándole al distraído esquiador: “¡Cuidado con el poste!”. Movía los brazos frenéticamente.
“¡Cuidado con el poste!”.
El esquiador, que no tenía idea de que la encarnación del bodhisattva de la compasión le estaba gritando para salvarle la vida, corrigió su dirección al acercarse a la torre de alta tensión, cambiando su línea de descenso, y continuó bajando la colina.
Con gran asombro, el Dalai Lama volvió a sentarse y juntó sus manos. “¿Lo ven? ¡Ah! ¡Ah! El esquí es un deporte maravilloso”.
Nos acercamos a la cima de la montaña. Los monjes y el Dalai Lama lograron bajar de la telesilla y se abrieron camino entre la nieve blanda, arrastrando los pies con cuidado.
“¡Miren qué vista!”, gritó el Dalai Lama, dirigiéndose hacia la valla de límite posterior del sector de esquí, detrás del elevador, donde las montañas caían. Se quedó mirando hacia el sur. La estación de esquí de Santa Fe, que se encuentra sobre el pico más austral de la cadena montañosa Sangre de Cristo, es una de las áreas de esquí más altas de América del Norte. La nieve y los abetos y las crestas azules caían en declive y se perdían en un amplio desierto bermellón unos 1.500 metros por debajo, que se extendía hasta un lejano horizonte.
Mientras observábamos de pie, el Dalai Lama guardó silencio durante un momento y después dijo, con una voz matizada con tristeza: “Esto se parece al Tíbet”.
Luego señaló el lado opuesto del área: una vista de picos de 3.600 metros de altura.
“¡Vengan, hay otro paisaje vista por aquí!”. Y partieron en un grupo compacto, moviéndose velozmente a través de la nieve.
“¡Esperen!”, alguien gritó. “¡No caminen delante del elevador!”
Era demasiado tarde. Pude ver al operador, desprevenido, intentando detener la telesilla, pero no llegó a presionar el botón a tiempo. Fue ahí que cuatro adolescentes salieron de la telesilla y esquiaron por la rampa cuesta abajo directo hacia el grupo. Se escuchó un coro de alaridos y las adolescentes chocaron contra el Dalai Lama y sus monjes, y los tumbaron como pinos de bolos rojos y amarillos. Las adolescentes y los monjes colapsaron en una maraña de brazos, piernas, esquíes, bastones y mocasines.
Nos apresuramos, aterrorizados de que el Dalai Lama estuviera lesionado. Tumbado sobre la nieve, tenía la cara desencajada, la boca abierta y producía un sonido alarmante. ¿Tendría la espalda rota? Luego, descubrimos que no estaba lesionado en absoluto, sino que no podía parar de reírse.
“En el área de esquí, siempre ten los ojos abiertos”, dijo.
Desenredamos a los monjes y a las adolescentes y llevamos al Dalai Lama lejos de la rampa, para que pudiera mirar de manera segura sobre las nevadas montañas de Nuevo México.
Me miró y dijo: “En el Tíbet tenemos montañas grandes”. Hizo una pausa. “Pienso que si el Tíbet fuera libre, tendríamos buen esquí”.
Descendimos en el ascensor y nos dirigimos hacia la cabaña para tomar chocolate caliente con galletas.
Cuando terminamos, una camarera joven con cabello rubio y enredado, recogido con una vincha con mostacillas, comenzó a limpiar la mesa. Se detuvo a escuchar la conversación y se sentó, dejando su trabajo de lado. Después de un rato, cuando se hizo una pausa, se dirigió al Dalai Lama.
“Eh, ¿puedo hacerle una pregunta?” “Por favor”.?Le habló con completa seriedad.
“¿Cuál es el significado de la vida?” Durante toda la semana que pasé con el Dalai Lama, le hicieron todo tipo de preguntas, excepto esta. Las personas habían tenido miedo de hacerle la única pregunta que importaba. Se hizo un breve silencio en la mesa.?El Dalai Lama respondió de inmediato. “El significado de la vida es la felicidad”. Levantó el dedo, inclinándose hacia adelante y enfocándose en ella como si fuera la única persona en el mundo. “¿Cuál es el sentido de la vida? No es una pregunta difícil. Es fácil de responder. La pregunta difícil es cómo alcanzar la felicidad. ¿El dinero? ¿Una casa grande? ¿Los logros?¿Los amigos?¿O…?”,hizo una pausa. “¿La compasión y un buen corazón? Esta es la pregunta que todos los seres humanos deben tratar de responder: ¿Cómo se alcanza la verdadera felicidad?” Le dio un énfasis peculiar a esta última pregunta y luego permaneció en silencio, mirándola con una sonrisa.
“Gracias”, dijo la chica, “gracias”. Se levantó, terminó de apilar los platos y los vasos usados, y se los llevó.