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El sanador

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Aunque parezca increíble, todavía muchas culturas exponen a las mujeres a prácticas de mutilación genital. Con una intervención pionera, el doctor Pierre Foldès ofrece una nueva vida a miles de víctimas.

A primera hora de la mañana, Sandrine, de 34 años, siente un nudo en el estómago al llegar al centro hospitalario de Saint-Germain-en-Laye, a 45 minutos en tren desde París, para una operación. En la sala destinada al preoperatorio, se relaja visiblemente cuando la recibe un hombre alto y corpulento de unos sesenta y pocos años con voz suave y amable.

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El doctor Pierre Foldès se sienta en la cama de la paciente y resume el procedimiento. Le quitará las terribles cicatrices como las que han infligido a millones de mujeres en todo el mundo mediante un brutal procedimiento llamado mutilación genital femenina (MGF).

 

La MGF es la extirpación ritual de la totalidad o parte de los genitales femeninos externos. Naciones Unidas lo describe como una vejación de los derechos humanos de mujeres y niñas que “viola al mismo tiempo el derecho a la salud, a la seguridad y a la integridad física.”

 

La Organización Mundial de la Salud afirma que las consecuencias de la MGF a largo plazo, para la que no hay justificación médica, incluyen recurrentes infecciones de vejiga y del tracto urinario, cistitis, infertilidad, un mayor riesgo de complicaciones en el parto y muerte de los neonatos.

 

Foldès lucha contra los “cortadores”, que mutilan a millones de mujeres como Sandrine. “En realidad es la mujer en sí la que sufre durante el resto de su vida”, afirma Foldès, hombre caballeroso de grandes y expresivas manos que señalan la pasión que lo ha llevado a ser pionero en un tipo de operación que ha reparado los daños de 15.000 mujeres, dándoles la oportunidad de llevar un tipo de vida que la mayoría damos por hecho.

 

Actualmente, hay más de 125 millones de niñas y mujeres mutiladas en 29 países de África y Medio y Lejano Oriente, donde se practica mayoritariamente la MGF. Se estima que cinco pequeñas son mutiladas cada minuto en todo el mundo. El ritual se practica generalmente en niñas que están entre la infancia y los 15 años. Tradicionalmente, lo llevan a cabo mujeres cortadoras a las que los padres de sus víctimas pagan en efectivo y mediante regalos para que corten los genitales de sus hijas. A menudo utilizan toscos cuchillos, cuchillas y cristales rotos.

 

Pero también es un problema europeo. Según el Parlamento continental 500.000 niñas y mujeres residentes en Europa, procedentes de África y de Oriente Medio —muchas nacidas en territorio comunitario— han sufrido la ablación. El problema tiene una mayor repercusión en Inglaterra y Gales, Francia, Italia, los Países Bajos, Alemania y España. Actualmente la operación es ilegal en un número creciente de países africanos y en toda Europa, y está condenada por Naciones Unidas.

 

Las comunidades que la practican argumentan que es una cuestión de cultura y tradición, y que mantiene la virginidad, suprime la sexualidad femenina y, sin ella, las niñas son impuras e inaceptables como esposas.

 

“Es como una violación. La violación es el sexo con violencia. La MGF es violencia contra el sexo. Ambas imponen la dominación por parte de los hombres”, afirma Pierre Foldès, y asegura que, de todas las mujeres operadas, 1.500 (es decir, el 10 %) han sido mutiladas en Francia. Llamativamente, no existe una investigación global de cuántas niñas y mujeres residentes en Europa sufren la mutilación allá comparadas con las que son llevadas al extranjero para que se les realice allí. “Se presupone que a la mayoría se les practica en el extranjero, pero sabemos que hay personas que la hacen en Europa”, afirma Natalie Kontoulis, coordinadora de la Red Europea Terminemos con la MGF, un grupo de campaña formado por once ONG nacionales de distintos países de la UE. “En las comunidades que practican la MGF, la gente es muy reticente a denunciarla a las autoridades por miedo a ser estigmatizada y aislada. Sabemos que algunas personas que llevan a cabo esta práctica vienen del extranjero, realizan la MGF a varias niñas y después abandonan el país, por lo que es muy difícil detenerlas.”

 

Todos los países de la UE tienen leyes generales o específicas que penalizan la MGF, pero solo ocho estados miembros tienen estudios sobre el tema y las condenas son lamentablemente leves: un caso fallido en Reino Unido, lo mismo en los Países Bajos, ningún caso en Finlandia y solo dos en Suiza. Francia lidera la lista con 40 acusaciones que han dado como resultado la sanción a más de 100 “cortadores” y padres de las víctimas. La pena máxima es de 20 años de condena con multas de hasta 150.000 euros.

 

Sandrine, originaria de Costa de Marfil, antigua colonia francesa, tenía solo tres años cuando le practicaron la infibulación, la forma más severa de MGF. Le cortaron y cosieron juntos los labios externos —los labios mayores que rodean la vagina—, dejando una pequeña abertura vaginal para que pasara la orina y el fluido menstrual.

 

A las mujeres que han sido infibuladas es necesario volverles a cortar si quieren tener relaciones sexuales o dar a luz, aumentando así la posibilidad de infección. Por suerte, Sandrine recuerda poco aparte de dolor abyecto cuando su propia familia le separó a la fuerza las piernas y la tumbó mientras le cortaban el clítoris.

 

“Estoy feliz de haber acudido al doctor Foldès, pero temo también que mi padre lo descubra —afirma—. He oído historias de mujeres que vuelven a Costa de Marfil tras la operación y les vuelven a extirpar de nuevo.”

 

Otras formas de MGF son la clitoridectomía, la extirpación parcial o total del clítoris, y la excisión que implica la extirpación parcial o total del clítoris y de los labios menores con o sin excisión de los labios mayores.

 

“Antes de hablar de la cirugía reconstructiva, la primera consulta es para devolverles a las mujeres la confianza,” explica Foldès. “Es importante que Sandrine dijera por primera vez:

‘me han practicado la excisión.’ Hasta entonces había estado condenada en su propio silencio. Ahora ha podido abrir su corazón y compartir un sufrimiento de muchos años.” Fue entonces cuando Foldès le mostró fotografías de mujeres con los genitales intactos y le explicó cómo podría conseguir que tuviera el mismo aspecto y las mismas sensaciones.

 

Foldès descubrió por primera vez los traumáticos efectos de la excisión hace casi 30 años, en una misión con la Organización Mundial de la Salud en Burkina Faso, país del interior de África donde tres de cada cuatro mujeres son mutiladas. “Me llevaron para tratar fístulas obstétricas, pero un día una mujer embarazada de 30 años vino a verme, y me dijo que tenía un dolor terrible”.

 

Cuando Foldès la examinó, vio que tenía el clítoris cortado y retraído, y el tejido cicatricial duro que se había formado sobre él se le había adherido al hueso pélvico. “Su dolor me afectó profundamente. No había venido buscando las alegrías que da el sexo sino simplemente a poner fin a su sufrimiento físico”, afirma. “En ese momento cambió mi vida”.

 

Foldès le aplicó anestesia local y se las arregló para relajar y eliminar delicadamente la cicatriz que revelaba tejido sano debajo. Quedaba un pequeño trozo de clítoris. Se corrió la voz. Acudieron más mujeres para que las operara. ¿Podía hacer algo más que simplemente aliviarles el dolor? ¿Qué ocurría si quedaba parte del clítoris bajo la superficie?

 

En París, Foldès comenzó su investigación con la ayuda de ultrasonidos y resonancias magnéticas a cadáveres. Revelaron que el clítoris era mucho mayor de lo que se pensaba —unos 11 centímetros de largo— y la mayor parte estaba dentro del cuerpo.

 

Estaba convencido de que podía cortar los ligamentos que lo sujetaban conservando al mismo tiempo los vasos sanguíneos y los nervios que se extendían bajos los muslos y después volverlos a sujetar para dejar al descubierto una parte externa que se pudiera reconstruir y darle un aspecto prácticamente normal en tamaño y forma a la parte que había sido mutilada.

Liberaría a las mujeres del dolor y de la vergüenza y previsiblemente les ayudaría a tener sensación de placer por primera vez en su vida.

 

Pierre Foldès nació en París en 1951. Se vio atraído por la medicina y después por la cirugía urológica porque era un campo relativamente nuevo. “Me crié en una familia de académicos que querían que asistiera al Gran École. Pero yo quería trabajar en algo más práctico e involucrarme en algo que no fuera simplemente intelectual. Las lucrativas consultas de

París no me motivaban en absoluto.”

 

Foldès opina que la ayuda humanitaria es “práctica médica de alto nivel”, así que se fue a trabajar con Médicos del Mundo a uno de los lugares más peligrosos del planeta. “Yo no tengo poder para detener las guerras, pero puedo ayudar a los que sufren”.

 

Padre de cinco hijos, Foldès conoció a su segunda mujer, Beatrice, en Vietnam, donde ella dirigía un proyecto contra la hepatitis B. Las paredes de su consultorio están llenas de fotografías, de una mezcla de lugares en los que ha empleado sus habilidades sanadoras tras el paso de la guerra, los terremotos y la tortura. Una de las fotografías muestra un agujero de una bala en una pared. “Me han disparado tres veces —dice sin darle importancia—. Ésta me pasó rozando cuando estaba operando en el Kurdistán después de que Sadam Hussein gaseara a los kurdos en 1988”. En la pared que hay detrás de su mesa de despacho, hay una fotografía enmarcada de él junto a la madre Teresa. Trabajó con ella en 1989, asistiendo a los enfermos terminales en Calcuta. “Fue mi profesora,” dice orgullosamente. “Me enseñó a escuchar.”

 

Foldès operó a su primera paciente en Burkina Faso en 1986. Tardó solo 45 minutos en reconstruirle el clítoris. El procedimiento era revolucionario pero relativamente sencillo. “Cuando le entregué un espejo tras la operación, se quedó alucinada y quizás un poco impactada con el cambio anatómico. La MGF había tenido un impacto significativo en su imagen corporal. Cuando se curó y recuperó las sensaciones, estaba sorprendida de que hubiera desaparecido el dolor que había soportado desde la infancia”. Foldès sonríe. Es una reacción que ha visto miles de veces desde entonces.

 

Al principio tenía miedo de que las mujeres se sintieran incómodas al ser un hombre. “Pero después me di cuenta de que para ellas lo principal era recuperar su estado físico normal.” Casi 30 años después, vienen mujeres de todo el mundo a ver a Foldès, a quien conocen por Internet, por referencia médica o por el boca a boca. Opera a 50 mujeres al día y tiene una lista de espera de 800. Hoy estuvo de guardia desde las cinco de la mañana y ha operado a otras nueve mujeres, incluidas pacientes de Canadá, Mauritania, Kenia y Egipto. Ha compartido sus técnicas con cirujanos de Mali, Senegal y Burkina Faso, donde la MGF se ha reducido en un 31 %. Un estudio de seguimiento oficial de 866 pacientes de Foldès entre 1998 y 2009 reveló que 821 pacientes informaron de una reducción del dolor, 815 aumentaron el placer del clítoris y 430 experimentaron orgasmos.

 

“Mis pacientes dicen que tardan de cuatro a seis meses en sentir algo, pero la cirugía solo es el principio de la recuperación”, afirma Foldès, que ha recibido la Legión de Honor francesa. “Las mujeres tienen que aprender a tener algo que nunca tuvieron.” Por ese motivo, en 2014 inauguró el Instituto de Sanidad Genésica en el Hospital de Saint-Germain-en-Laye para supervisar, no solo a las supervivientes de la MGF, sino a las mujeres que habían sufrido cualquier forma de violencia física o sexual.

 

Aunque cuesta 250.000 euros al año, el instituto tiene un planteamiento de atención integral y su sólido equipo está formado por un grupo de 25 voluntarios que incluye a psicólogos, sexólogos, abogados, psiquiatras, enfermeros y trabajadores sociales así como a grupos de apoyo de paciente a paciente.

 

Uno de los principales problemas de las pacientes es la confianza, como explica Isabelle Valentin, psicóloga. “Las mujeres mutiladas han perdido la capacidad de diferenciar entre las personas buenas y malas porque fueron sus padres las que las mutilaron. Puede ser muy duro escuchar sus historias pero de ellas siempre surge algo nuevo.”

 

La cirugía reconstructiva cuesta unos 3.000 euros, pero Foldès no suele cobrar. “Estas mujeres ya han pagado un precio muy alto —dice—. Ganamos la batalla para que la Seguridad Social francesa cubriera los gastos”.

 

Foldès vuelve junto a la cama de Sandrine una hora después de la operación de reconstrucción completa. Le pregunta cómo está. “Me siento sensible, pero feliz. De nuevo soy una mujer completa”, afirma. El doctor sonríe y dice: “Por fin las mujeres pueden sentir el poder de la curación, pero proviene de ellas, no de mí. Yo soy simplemente el cirujano.”

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