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Compartir el hogar

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Un hogar de ancianos decide hacer una prueba: recibir también jóvenes estudiantes que necesitan un lugar donde vivir. La convivencia entre personas mayores con estos nuevos vecinos demuestra tener beneficios para ambos grupos y mejorar la calidad de vida de todos ellos. 

Taimi Taskinen se acomodó en su silla de ruedas, preparándose para un día que prometía ser distinto a todos los demás de los diez años que llevaba viviendo en la Casa de Reposo Rudolf, en Helsinki, la capital finlandesa. Esa mañana de enero de 2016, mientras los residentes desayunaban en la cafetería, se les anunció que varios jóvenes participantes en un proyecto piloto de la ciudad se mudarían a ese hogar. “¿Y cómo irá a funcionar eso?”, se preguntó Taimi, intrigada. A sus 82 años, confinada a la silla de ruedas, Taimi no podía imaginar qué podría tener en común con un joven que no era familiar. Sus pensamientos se interrumpieron cuando un joven delgado, de pelo oscuro y sonrisa tímida apareció en la puerta de su habitación. Ella la había dejado abierta, como acostumbraba hacer en las mañanas.

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¡Hola! Soy su nuevo vecino del otro lado del pasillo —se presentó él—. Me llamo Jona, la forma corta de Jonatan. ¿Puedo pasar?

Claro —dijo Taimi, mostrando curiosidad y cautela a la vez.

Voy a preparar café —anunció Jonatan, dirigiéndose a la pequeña cocina—. ¿Por qué no me cuenta un poco sobre usted?

Algo sorprendida, ella lo hizo. Le dijo que había crecido en una ciudad mediana a la orilla de un lago, en el este del país, y que, a causa de la muerte por infarto de su esposo, en 1970, había tenido que criar sola a sus cuatro hijos. A su vez Jonatan Shaya, de 20 años, le dijo que había nacido en Tel Aviv, de padre israelí y madre finlandesa, y que su mamá y su hermano menor vivieron con él en Helsinki hasta que se mudaron a otra ciudad.

No pude irme con ellos porque estoy a la mitad de un curso para ser chef repostero —explicó Jona—. Me vi en la necesidad de buscar un lugar para vivir casi de inmediato.

No fue fácil. Helsinki es una de las ciudades más caras del mundo para vivir. Entonces el joven se enteró de un nuevo programa de la ciudad llamado Oman Muotoinen Koti, o “Un hogar a la medida”.

Así comenzó una amistad entre Taimi, quien llevaba diez años viendo cambiar las estaciones desde su ventana, y Jonatan, que empezó a compartir con ella un poco del mundo exterior, a veces en forma de scons de canela caseros. “Me encantan”, le dijo Taimi un día.

 

 (Foto: Goffe Struiksma)

 

Proyecto convivencia

Como los costos de las viviendas cada día están menos al alcance de las personas de ingresos bajos tanto en Europa como en América del Norte, y los gobiernos reducen los gastos en salud pública, están empezando a surgir diversas formas de casas de reposo intergeneracionales para ayudar a paliar las carencias.

Una de las primeras personas que tuvo esa “idea genial” fue Gea Sijpkes, directora de Humanitas, una casa de reposo hecha de ladrillos amarillos que se encuentra en Deventer, ciudad de menos de 100.000 habitantes situada en el corazón de Holanda. En diciembre de 2012 Gea decidió buscar una forma barata de mejorar la vida en las casas de reposo y llenar las habitaciones que los recortes a los subsidios del gobierno habían dejado vacías. Estaba al tanto de numerosos estudios realizados en la Unión Europea, Canadá y los Estados Unidos que correlacionaban el aislamiento y la soledad con afecciones físicas y deterioro cognitivo. Por ejemplo, un informe de 2014 del Consejo Nacional para los Adultos Mayores de Canadá (NSC, por sus siglas en inglés) reveló que hasta el 44 % de los ancianos que vivían en casas de reposo habían recibido un diagnóstico de depresión o mostraban indicios de ella, y los hombres mayores de 80 años tenían la tasa de suicidios más alta de todos los grupos de edad.

 

El aislamiento social no es solo un problema individual”, dice Tamara Sussman, profesora de trabajo social en la Universidad McGill de Montreal, asesora del informe del NSC. “A menudo los adultos mayores no pueden mostrar otra cosa de sí que sus enfermedades, y algo distinto como los modelos de convivencia no solo les permite socializar, sino también cambiar de actitudes e ideas y transmitir su experiencia y conocimientos a una generación nueva”.

 

Gea ya sabía que las personas de edad avanzada obtienen beneficios de salud cuando conviven con gente más joven, desde mantener a raya la demencia hasta controlar la presión arterial, y se dio cuenta de que constantemente leía historias sobre estudiantes que luchaban para hacer rendir al máximo el dinero mientras asistían a la universidad. Pensó que quizá fuera posible reunir jóvenes con abuelos. Ella se dedicaba a promover la felicidad, así que se le ocurrió crear un ambiente enriquecedor en Humanitas con los adultos mayores y los estudiantes a los que había entrevistado y estudiado tan a conciencia. Cuando se lo propuso a los directivos de la casa de reposo, pensaron que se había vuelto loca. “Para ellos, la idea de que unos estudiantes que tenían libertad sexual, drogas y rock vivieran al lado de personas mayores resultaba absurda”, contó posteriormente.

No obstante, Gea perseveró. Logró convencer a los directivos de aceptar que un estudiante viviera a prueba en la casa de reposo durante medio año, antes de rechazar la propuesta, en definitiva. A cambio de alojamiento y comida gratuitos, el estudiante tendría que ser un “buen vecino” todo el tiempo e interactuar con los residentes por lo menos 30 horas al mes, lo que incluiría servirles los alimentos, ayudarlos a usar las computadoras o descorcharles una botella de vino, tarea sencilla para un joven, pero no para un adulto mayor aquejado de artritis en las manos. “Si no funciona, yo misma despediré al muchacho”, prometió Gea.

 

El éxito de la propuesta

El programa dio resultado, y desde entonces ha crecido. En Humanitas no viven más de seis estudiantes al mismo tiempo con los 160 residentes ancianos. Los jóvenes nuevos son seleccionados primero por esos estudiantes, y Gea da el visto bueno. Según Sores Duman, de 27 años, estudiante de comunicaciones en la Universidad HAN de Ciencias Aplicadas de Arnhem, Holanda, estos jóvenes obtienen mucho más que un simple alojamiento gratuito.

Él ha vivido en Humanitas desde marzo de 2016, en un estudio contiguo a la habitación de Marty Weulink, de 92 años. “Todos somos amigos en condiciones de igualdad, con algo que ofrecer unos a otros, ya sea la sabiduría de la experiencia o la manera de hacer algo técnico”, expresa. Marty es una mujer práctica y a la vez sentimental. “Sores me ayuda a navegar en mi iPad para que pueda estar en contacto con mis familiares”, dice. “Cuando viene a visitarme, conversamos, comemos, bebemos y contamos muchas historias. No sé si ha aprendido algo de mí, ¡pero lo considero mi nieto!”. Sores sonríe. “Marty me ha contado lo que vivió en la Segunda Guerra Mundial —señala—. Al vivir aquí he aprendido a ser más paciente porque todo transcurre con mayor lentitud. Antes sentía lástima por las personas mayores porque no pueden hacer muchas cosas. Ahora las admiro por lo que son capaces de hacer”.

 

Un programa a gran escala

Cuando Miki Mielonen, funcionario administrativo de Helsinki, oyó hablar del programa de Humanitas de Holanda, pensó en aplicarlo en su ciudad. Allí, la falta de viviendas para jóvenes era un problema serio: en 2015, más de 1.000 personas de entre 18 y 25 años carecían de un hogar fijo; se mudaban de un sitio a otro, tratando de estudiar o trabajar. “¿Por qué no aprovechar algunos de los cuartos vacíos de las casas de reposo y cobrar un alquiler módico a los jóvenes a cambio de que convivan con los adultos mayores?”, propuso Mielonen. “Podemos cambiar el esquema para adaptarlo a nuestras necesidades”, les dijo a sus colegas. “No tenemos que limitarlo a los estudiantes”.

 

Era una situación en la que todos saldrían ganando: los jóvenes pagarían una pequeña cuota por un estudio con una pequeña cocina y baño; a cambio, ellos compartirían su vitalidad y opiniones con adultos mayores en riesgo de ser marginados por su estado de salud y condiciones de vida. No habría normas estrictas, sino el compromiso de los jóvenes de pasar tiempo con sus vecinos, ya fuera para beber una taza de café o para salir a pasear a un parque cercano.

 

Y la Casa de Reposo Rudolf —un conjunto de edificios de concreto rodeados de árboles, ubicado en la zona este de Helsinki— era el lugar perfecto para iniciar el proyecto porque a varios de los residentes les costaba trabajo recorrer los edificios, llenos de escaleras y largos pasillos; esto había ocasionado que muchas de las habitaciones estuvieran vacías.

Al principio, los colegas de Mielonen también se mostraron escépticos. Pensaban que el programa podría suscitar muchos problemas. ¿Cómo harán los jóvenes para afrontar situaciones como encontrar a un anciano desmayado o sin vida?, se preguntaron. ¿Y si hacían fiestas, ponían música a todo volumen y fumaban? “Intentémoslo primero con solo unos cuantos estudiantes que quieran superar esos obstáculos”, sugirió Mielonen. “No tenemos nada que perder”.

 

(Foto: Juho Kuva)

 

En noviembre de 2015, una publicación en Facebook que solicitaba aspirantes recibió 312 respuestas. Mielonen y un grupo de expertos, entre ellos un adulto mayor representante de la Casa de Reposo Rudolf, redujeron la lista a 22 candidatos que se sometieron a rigurosas entrevistas y escribieron breves textos sobre por qué querían —y necesitaban— vivir en una casa de reposo. Al mes siguiente eligieron a Jonatan y a otros dos jóvenes.

De vuelta en la habitación de Taimi Taskinen, en la Casa de Reposo Rudolf, ella se acerca en su silla de ruedas a una mesita, abre su cuaderno de dibujo, empieza a hojearlo. En la pared hay un dibujo de una mujer sensual que usa un vestido de noche de principios del siglo XX. Entre las pinturas de Taimi hay pájaros que alzan el vuelo: siluetas negras contra un cielo azul. “Ahora soy más abierta”, dice. “Jona me ha alentado para que salga de mi cuarto y converse con los demás, jóvenes y gente mayor”. Por su parte, a Jonatan, que ahora tiene un empleo de tiempo completo como chef repostero, le encanta tener una amiga que viva al otro lado del pasillo. “En la cultura finlandesa no suele haber mucho contacto entre vecinos”, dice. “Esto es realmente especial”. 

 

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