Para alterar el curso de la historia, se necesita una idea genial y su ejecución… la mayoría de las veces. Pero en momentos fatídicos, los planes pasan a segundo plano.
Un dulce derretido contribuyó a inventar el horno de microondas
Percy Spencer estaba tan fascinado con el hundimiento del Titanic que se hizo científico. Entró a la Marina de los Estados Unidos, se entrenó para ser técnico de comunicaciones; participó en la Segunda Guerra Mundial como civil experto en radares, haciéndose acreedor al Premio al Servicio Público Distinguido por su labor. Y logró todo eso sin siquiera haberse graduado del bachillerato.
Después de la guerra, Spencer trabajó en Raytheon Manufacturing, una contratista militar. Un día, mientras pasaba cerca del equipo de radar, se encontró algo asquerosamente pegajoso cuando, distraído, se llevó la mano al bolsillo de su camisa.
Spencer solía llevar una barra de maní Mr. Peanut con la que alimentaba a las ardillas a la hora del almuerzo. Sabía lo suficiente de radares para sospechar que las ondas de calor producidas por sus magnetrones podían ser las culpables; sin embargo, no estaba del todo seguro. Así que puso una bolsa de granos de maíz frente a la máquina… ¡y explotaron! Luego lo intentó con un huevo crudo que le reventó en el rostro a un colega escéptico.
Spencer afinó su invento con Raytheon y se los vendió a las aerolíneas, las compañías de trenes, los restaurantes y los cruceros bajo el nombre de “Radarange” o, como se le conoce hoy, horno de microondas. Por suerte, el aparato se ha modernizado mucho desde 1947, cuando medía casi dos metros de altura, pesaba 340 kilos y costaba 3.000 dólares (lo que equivale a 35.000 de nuestros días).
Un coco le salvó la vida a JFK
Para el teniente de la Marina John F. Kennedy, de 26 años, el 2 de agosto de 1943 comenzó con una noche nublada y sin luna en el Pacífico Sur. Kennedy y su tripulación patrullaban las Islas Salomón a bordo del PT?109, cuando un destructor japonés surgió de la niebla y partió a la pequeña lancha en dos. Una enorme bola de fuego iluminó el cielo y dos tripulantes del PT?109 murieron. Kennedy y otros diez sobrevivientes se reunieron entre los restos de la embarcación y se percataron de que no tenían más remedio que nadar hacia una isla cercana. Kennedy, quien había sido miembro del equipo de natación de la Universidad Harvard, remolcó con los dientes a uno de sus camaradas herido durante cinco horas por aguas llenas de tiburones y cocodrilos hasta la isla Kasolo, donde los marineros sobrevivieron comiendo cocos.
Al cabo de unos días, llamaron la atención de dos nativos de Islas Salomón que pasaban por ahí en su canoa, quienes accedieron a llevar un mensaje a los aliados. Este fue grabado en la cáscara de un coco: “ISLA NAURO… COMANDANTE… NATIVO CONOCE UBICACIÓN… PUEDE GUIAR… 11 VIVOS… BOTE PEQUEÑO REQUERIDO… KENNEDY”. Los isleños entregaron el fruto y, poco después rescataron a los náufragos.
Años más tarde, el juez Ernest W. Gibson Jr., coronel destacado en el Pacífico Sur durante la guerra, sorprendió al recién elegido presidente Kennedy con un obsequio. Era el coco en el que talló su mensaje. Kennedy lo revistió de plástico y lo utilizó como pisapapeles durante su mandato. Hoy está en exhibición de forma permanente en la Biblioteca John F. Kennedy, en Boston.
El Dr. Seuss y Stephen King fueron rescatados de las cenizas de la historia
Pese a ser tan distintos, Stephen King y el Dr. Seuss tienen un par de cosas en común: ambos son exitosos y por poco quedan en el olvido.
Theodor Geisel —el nombre real del doctor— escribió su primer libro infantil, Una historia que nadie puede vencer, a mediados de la década de los 30. Entonces era ilustrador publicitario. Geisel envió su extravagante manuscrito a 27 editoriales. Todas lo rechazaron. Después de la última negativa, anduvo por la avenida Madison, de la Ciudad de Nueva York, decidido a incinerar el texto y, quizá, su carrera de escritor.
Cuando estaba en la calle tratando de tranquilizarse, se encontró con Mike McClintock, quien fue su compañero de habitación en la universidad y resultaba ser editor de libros infantiles en la editorial Vanguard. Geisel le contó sus penas y McClintock le pidió que le dejara leer la historia. Sugirió algunos cambios y, en 1937, Vanguard publicó el libro bajo un nuevo título: Y pensar lo que vi en la calle Porvenir. Geisel afirmó: “Si hubiera caminado por la otra vereda de la avenida Madison, hoy me dedicaría a la industria de las lavanderías”.
La primera novela que Stephen King publicó trata de una adolescente acosada que descubre que posee fantásticos poderes mentales, los cuales utiliza para vengarse de sus verdugos. Los críticos más severos de King no fueron los editores, sino él mismo. Detestó tanto su historia que la tiró a la basura después de escribir apenas tres páginas, según cuenta en su libro de memorias Mientras escribo. Unas horas más tarde, su esposa encontró el borrador en el basurero, arrugado y cubierto de ceniza de cigarro. Las sacó, las leyó y quedó enganchada. “Me animó a seguir”, escribió King. “Quería saber qué pasaba después”. Así que continuó. Carrie vendió más de un millón de ejemplares de bolsillo en su primer año.
Un error de cálculo cambia el curso del juicio del siglo
Estaba destinado a ser un caso histórico incluso antes de que el sospechoso estacionara su Ford Bronco blanca aquella calurosa noche de 1994 en Los Ángeles. OJ Simpson —leyenda del fútbol americano y estrella de cine ocasional— estaba acusado de asesinar a Nicole Brown Simpson, su esposa, y a Ron Goldman, mozo angelino, en la entrada de la lujosa casa de ella, en Brentwood, California. La evidencia contra OJ parecía irrefutable: las manchas encontradas en su camioneta Bronco y en un guante coincidían con la sangre hallada cerca del cadáver de Goldman. El término “evidencia de ADN” se hizo cotidiano en el juicio de OJ, aunque no a favor del inculpado. Tampoco sería de ayuda Kato Kaelin, entonces habitante de la casa de huéspedes de OJ, quien declaró no saber dónde estaba su casero en el momento de los asesinatos.
La defensa de OJ Simpson tenía bastantes recursos que explotar. El juicio ocurrió unos cuantos años después de los disturbios de Los Ángeles, y la polarización racial de la ciudad aún estaba fresca. De hecho, los abogados se esforzaron muchísimo por adjudicarle un historial de declaraciones racistas a Mark Fuhrman, uno de los oficiales del Departamento de Policía de Los Ángeles que investigaba el caso.
Pese a todo, quienes seguían el caso de cerca creían que OJ sería declarado culpable. Pero entonces el fiscal le pidió que se probara el guante ensangrentado encontrado en la escena del crimen. La imagen de OJ Simpson tratando de meter su enorme mano en los angostos dedos de piel se convirtió en el momento clave del juicio, así como la manera en la que Johnnie Cochran, su abogado, planteó la situación en el cierre de su alegato: “Si no le queda, deben absolverlo”. Y eso hicieron.
Un laboratorio desaliñado engendra un fármaco milagroso
En el verano de 1928, el médico escocés Alexander Fleming tenía tanta prisa por irse de vacaciones que, sin querer, dejó una torre de placas de Petri sucias en el baño de su laboratorio. Como si esto no fuera ya suficientemente asqueroso, los instrumentos albergaban estafilococos: bacterias que causan forúnculos, dolor de garganta e intoxicación alimentaria.
Unas semanas después, cuando Fleming volvió, descubrió algo interesante en el desastre de su baño: las colonias bacterianas habían cubierto una de las placas de Petri por completo, excepto donde había crecido moho. La circunferencia estaba limpia, como si una barrera invisible lo protegiera. Al examinarlo más de cerca, Fleming se percató de que el hongo, una forma poco común de Penicillium notatum, había secretado un “jugo de moho” que mató varias cepas de la peligrosa bacteria. Fleming publicó su increíble hallazgo… y casi nadie le hizo caso.
No obstante, unos años después, Howard Walter Florey, un patólogo australiano, descubrió accidentalmente el artículo de Fleming cuando hojeaba unas viejas revistas médicas. Junto al bioquímico Ernst Boris Chain, Florey empezó a estudiar los efectos terapéuticos del jugo de moho y para 1941 habían reunido suficiente penicilina para tratar a su primer paciente humano, un policía de 43 años con una infección bacteriana terminal que contrajo al rasguñarse con los rosales de su jardín. Los resultados fueron asombrosos: disminuyó la fiebre del sujeto y recuperó el apetito; además, la penicilina con la que lo trataron fue aclamada como una medicina milagrosa. Desafortunadamente, cuando los suministros se agotaron, la infección regresó y el policía murió.
Aun así, Fleming compartió el Nobel de Medicina con Florey y Chain por el descubrimiento de la mágica sustancia y su efecto curativo en enfermedades infecciosas. “No planeé revolucionar la medicina al descubrir el primer antibiótico del mundo”, recalcó, “pero creo que eso fue precisamente lo que hice”.
Un perro le obsequia el velcro al mundo
El ingeniero suizo George de Mestral era un inventor nato. A los 12 años diseñó y patentó un aeroplano de juguete. Al crecer, comenzó a considerar a la naturaleza como la mejor inventora del planeta, así que siempre tenía los ojos bien abiertos para no pasar por alto ningún fenómeno natural que pudiera imitar con la ciencia. Y aquí es donde su fiel setter irlandés entra a escena.
Tras una caminata por las montañas suizas, De Mestral notó que su perro estaba cubierto de semillas espinosas, al igual que los pantalones que él llevaba puestos. Miró las semillas en el microscopio y descubrió que sus espinas terminaban en unos diminutos ganchos que parecían agarrarse a todo tipo de pelaje o tela. Como De Mestral no era muy aficionado las cierres de la ropa —se congelaban en el invierno de los Alpes— pasó los siguientes diez años intentando replicar la irresistible atracción que tenían esas semilla por su compañero de excursiones.
Después de un sinfín de intentos y de mimos al perro, De Mestral encontró el material perfecto para su invento: el nylon, que era lo suficientemente fuerte para que los ganchos no se rompieran, pero maleable para poderlos separar de un tirón. De Mestral solicitó la patente en 1952; fue aprobada tres años después. Llamó a su invención Velcro, una combinación de un par de palabras: la inglesa velvet (“terciopelo”) y la francesa crochet, que significa “gancho”.
Una pelota de ping-pong agujereó la muralla china
Una tarde, Glenn Cowan se encontraba entrenando para el Campeonato Mundial de Tenis de Mesa de 1971, en Nagoya, Japón, cuando se percató de que era el único estadounidense que quedaba en el lugar. ¡El ómnibus que lo llevaría de regreso al hotel lo había dejado! Despreocupado, el joven, de 19 años, abordó el transporte asignado al equipo chino. La mayor parte de los atletas vieron al norteamericano con recelo: Estados Unidos había roto relaciones diplomáticas con China en 1949 y el equipo asiático tenía prohibido incluso cruzar palabra con ellos.
Pero Zhuang Zedong, la estrella del equipo, se le acercó a Cowan y lo saludó con la mano. Charlaron con ayuda de un intérprete y Zhuang le regaló una serigrafía de la cordillera Huangshan, de China. Cowan respondió el gesto al día siguiente cuando le obsequió a Zhuang una camiseta con un símbolo de paz y las palabras “Let It Be”, como el título de aquella canción de los Beatles.
El intercambio de buena voluntad se difundió en todo el mundo y fue celebrado, así que Mao Zedong, el presidente chino, invitó a todo el equipo estadounidense a visitarlo. Un año más tarde, el mandatario estadounidense Richard Nixon realizaría un viaje histórico a Pekín.