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Encuentro con el átomo

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Lo que consideramos los ladrillos del Universo

Geiger, Marsden y el átomo

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Hans Geiger y Ernest Marsden, dos investigadores de la Universidad de Manchester, se miraron asombrados. El experimento que les había encargado su profesor de física, Ernest Rutherford, estaba produciendo unos resultados increíbles. Corría el año 1909 y el experimento consistía en bombardear una fina lámina de oro con las llamadas partículas alfa, emitidas por diversos elementos radiactivos. La mayoría de las partículas cruzaban la lámina en línea recta, pero algunas se desviaban, o incluso rebotaban contra ella. Las partículas dispersadas en distintas direcciones podían verse por el microscopio sobre una pantalla fluorescente que centelleaba cuando chocaban contra ella.

El propio Rutherford estaba asombrado. Según dijo, «era casi tan increíble como disparar un proyectil de 15 pulgadas contra un papel de seda y que el proyectil rebote y se vuelva contra ti». Sabiendo que solo un fuerte campo eléctrico podía producir ese efecto de dispersión, Rutherford llegó a la conclusión de que las partículas alfa -cargadas positivamente- debían de haber sido rechazadas por una fuerte carga positiva concentrada en el centro de los átomos de la lámina de oro.

El meollo de la cuestión

El descubrimiento del núcleo de los átomos supuso un enorme avance en el debate que desde antiguo venía desarrollándose sobre la naturaleza de la materia. Ya en el siglo V a. C., el filósofo griego Demócrito había anticipado la idea de que el mundo estaba compuesto por minúsculas partículas indivisibles e indestructibles, a las que llamó átomos o «indivisibles». Demócrito pensaba que había cuatro tipos de átomos: de la piedra, del aire, del agua y del fuego, y que todas las materias conocidas resultaban de su combinación. Sócrates y otros filósofos griegos posteriores rechazaron esta teoría, que no volvió a tomarse en consideración hasta el siglo XVII.

La primera prueba de la existencia de los átomos la aportó el inglés John Dalton en 1803. Dalton realizó experimentos con distintos gases para investigar la existencia de los elementos químicos, es decir, de las sustancias que no podían descomponerse en nada más simple. Según él, cada elemento estaba formado por un tipo particular de átomos.

Otro científico inglés, Joseph John Thomson, demostró en 1897 algo muy importante: que los átomos estaban compuestos por partículas más pequeñas. Thomson se basó en un experimento que estaba muy de moda en su época y que consistía en hacer pasar una corriente eléctrica a través de un tubo de cristal sellado al vacío. La electricidad generaba «rayos catódicos» dentro del tubo. Después de comprobar que los rayos catódicos eran desviados tanto por los campos eléctricos como por los magnéticos, Thomson concluyó que debían de estar formados por partículas con carga negativa y mucho más ligeras que los átomos. Había descubierto los electrones.

La explosión del átomo

El segundo avance importante debido a Rutherford es la desintegración del núcleo del átomo. Para lograrla, empleó un sencillo aparato: un tubo de cobre que contenía una palanca móvil en la que se colocaba radio. En un extremo del tubo había una rendija cubierta por una fina lámina metálica, junto a la que Rutherford colocó una pantalla fluorescente. Al llenar el tubo de nitrógeno, observó en la pantalla la acción de las partículas alfa sobre ese gas.

Aunque la lámina metálica era suficientemente gruesa para impedir que los átomos de nitrógeno escaparan del tubo, Rutherford observó que la pantalla centelleaba, lo cual indicaba que algunas partículas escapaban del tubo. Y llegó a la conclusión de que esas partículas eran núcleos de hidrógeno que se movían a enormes velocidades.

En 1919 publicó sus resultados en la prestigiosa Philosophical Magazine, exponiendo la teoría de que los núcleos de hidrógeno -que luego se llamarían «protones»- formaban parte del núcleo de todos los elementos. Se había dado un paso importante para develar los secretos del átomo.

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