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De pantano a capital de los Estados Unidos

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Fue concebida para cientos de miles de habitantes.

De pantano a capital de los Estados Unidos

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En 1791 el mayor Pierre Charles L´Enfant, un ingeniero militar y artista francés de 37 años, presentó con orgullo los planos que había dibujado para el concurso público destinado a seleccionar el mejor diseño para la nueva capital de un país apenas recién nacido: Estados Unidos. El proyecto concebido por L’Enfant se destinaba a la ciudad que ostentaba el nombre de George Washington, primer presidente del país.

Era una ciudad de espacios abiertos, con personalidad y elegancia: una ciudad «de grandiosas distancias». Pero la visión de L’Enfant aún tardaría algún tiempo en hacerse realidad. Los primeros estadistas y congresistas bautizaron a Washington con el nombre de «ciudad de la soledad», mientras que a finales de 1842, el novelista Charles Dickens la definió como una «ciudad de grandiosas intenciones, con amplias avenidas que partían de la nada y conducían a ninguna parte».

Una elegante visión

En 1785 el Congreso de Estados Unidos propuso la instalación del gobierno en una nueva «Ciudad Federal». El lugar, elegido por el propio presidente, fue una ciénaga en forma de diamante que abarcaba una superficie de 259 kilómetros cuadrados, situada en la confluencia de los ríos Potomac y Anacostia. L’Enfant persuadió a Washington, bajo cuyas órdenes había combatido en batalla, para que le confiara el proyecto de diseñar «una capital majestuosa, acorde con una gran nación». L’Enfant llegó al puerto de Georgetown en marzo de 1791 y dibujó sus planos en un brevísimo espacio de tiempo, sin contrato ni presupuesto.

Durante sus años de formación, L’Enfant estuvo muy influido por la arquitectura barroca y se proponía crear una gran ciudad como París o la Londres concebido por Christopher Wren tras el Gran Incendio, proyecto que nunca llegó a realizarse. La ciudad dispondría de espaciosas avenidas, con espléndidas vistas y parques. La construcción comenzó en 1793, con los principales edificios gubernamentales y puntos neurálgicos de la ciudad: el Capitolio (futura sede del Congreso de Estados Unidos) y la Casa Blanca (residencia oficial del presidente). Ambos edificios, que se alzaban majestuosamente al final de inmensas avenidas, incorporaban elementos propios de la arquitectura barroca, que alcanzó su apogeo a finales del siglo XVIII.

Dos redes de amplias avenidas radiales cruzaban la ciudad de norte a sur, desde la Casa Blanca, y de este a oeste, desde el Capitolio. El trazado de las avenidas se inspiraba en el modelo de los Campos Elíseos de París, aunque en realidad era una gran extensión de césped donde el ganado pastó hasta bien entrado el siglo XIX.

Demasiadas calles, muy pocos habitantes

El arquitecto trazó sus planes con visión de futuro. Concibió una ciudad habitada por muchos cientos de miles de personas, no para los pocos miles que entonces residían allí, y en un primer momento la capital resultó demasiado grande. Charles Dickens se hizo eco del sentir general cuando, en 1842, describió la ciudad de Washington como una serie de «edificios públicos que solo necesitan un público para estar completos; y ornamentos de grandes vías públicas que solo necesitan grandes vías públicas a las que ornamentar».

L’Enfant no llegó a ver culminado su ambicioso proyecto. Su nueva y gran urbe apenas había empezado a perfilarse cuando fue fulminantemente cesado tras discutir con uno de los comisarios de la ciudad. La excelencia de su proyecto fue, no obstante, ampliamente reconocida y su sucesor adoptó los planos diseñados por L’Enfant.

A pesar de haber concebido uno de los más ambiciosos proyectos urbanísticos del mundo, L’Enfant murió casi arruinado en 1825.

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